Presentó Franz a la condesa a Alberto como uno de los jóvenes franceses más distinguidos por su posición social, por sus nada escasos conocimientos y por las muchas otras cualidades que le adornaban, todo lo cual no dejaba de ser cierto, porque tanto en París como en cualquier parte que estuviese, se tenía a Alberto por un perfecto caballero.
Franz procuró añadir que, pesaroso su amigo de no haber sabido aprovechar la estancia de la condesa en París para hacer que le presentasen a ella, le había encargado que reparase su falta, misión que cumplía, rogando a la condesa, a cuyo lado también él hubiera necesitado un introductor, que excusase su indiscreción. La condesa respondió con un saludo encantador a Alberto, y presentando la mano a Franz. Invitado por ella, Alberto se sentó en el lugar desocupado de la delantera, y Franz lo verificó en segunda fila, detrás de la condesa.
Alberto había hallado un excelente tema de conversación, París, y por consiguiente hablaba a la condesa de sus conocimientos comunes. Franz comprendió que se hallaba en su terreno. Dejóle, pues, y pidiéndole sus gigantescos anteojos, se puso a su vez a explorar el salón. Sentada en un sillón delantero de un palco de tercera fila enfrente de ellos, estaba una mujer de una hermosura admirable, vestida con un traje griego que llevaba con tanta gracia y soltura que era evidentemente su traje habitual. Detrás de ella, entre la sombra, se dibujaba la silueta de un hombre cuyo rostro era imposible distinguir. Franz interrumpió la conversación de Alberto y de la condesa para preguntar a esta última si conocía a la hermosa albanesa, digna de atraer no solamente la atención de los hombres, sino también de las mujeres.
—No —dijo—, todo cuanto sé es que está en Roma desde el principio de la estación, porque desde que está abierto el teatro la he visto cotidianamente en el mismo palco que hoy se encuentra, unas veces acompañada del hombre que en este momento se encuentra con ella, y otras seguida tan sólo de un criado negro.
—¿Qué os parece, condesa?
—Muy bonita; Medora debió asemejarse a esa mujer.
Franz y la condesa cambiaron una sonrisa, volviendo de nuevo esta última a entablar su interrumpida conversación con Alberto y Franz a mirar a su albanesa. Se levantó entonces el telón. Era uno de esos bailes italianos puestos en escena por el famoso Henry, que se ha formado como coreógrafo una reputación tan colosal en Italia, y que el desgraciado ha venido por fin a perder en el teatro Náutico; uno de esos bailes que todo el mundo, desde el primer bailarín al último comparsa, toman una parte tan activa en la acción, que ciento cincuenta personas hacen a la vez el mismo ademán y levantan a un tiempo el mismo brazo o la misma pierna. Es llamado este baile Dorliska.
A Franz le tenía demasiado preocupado su hermosa albanesa para ocuparse del baile por muy interesante que fuese. En cuanto a la desconocida, parecía experimentar un placer visible en aquel espectáculo, placer que formaba un notable contraste con el profundo desdén del que la acompañaba, y que mientras duró la escena coreográfica, no hizo un movimiento, pareciendo, a pesar del ruido infernal producido por las trompetas, los timbales y los chinescos de la orquesta, gustar de las celestiales dulzuras de un sueño pacífico y embelesador.
Al fin terminó el baile, y el telón volvió a caer en medio de los frenéticos aplausos de un público embriagado de entusiasmo. Gracias a esa costumbre de interpolar un bailecito en las óperas, los entreactos son muy cortos en Italia, teniendo tiempo para descansar y cambia de traje mientras que los bailarines ejecutan sus piruetas y ensayan sus cabriolas. Unos instantes después empezó el acto segundo.
A los primeros sonidos de la orquesta, Franz vio al soñoliento desconocido, levantarse lentamente y acercarse a la griega, que se volvió para dirigirle algunas palabras, y se apoyó de nuevo sobre el antepecho del palco. La fisonomía de su interlocutor seguía oculta en la sombra, y Franz no podía distinguir ninguna de sus facciones.
Empezado ya el acto, la atención de Franz fue atraída por los actores, y sus ojos abandonaron un instante el palco de la hermosa griega para fijarlos en el escenario.
El acto comienza, como es sabido, por el dúo del sueño. Parisina, acostada, deja escapar delante de Azzo el secreto de su amor por Hugo. El esposo engañado sufre todos los furores de los celos, hasta que, convencido de que su esposa le es infiel, la despierta para darle a conocer su próxima venganza. Este dúo es uno de los más hermosos, de los más expresivos y de los más terribles que han salido de la fecunda pluma de Donizetti. Franz lo oía por tercera vez, y sin embargo, produjo en él un efecto profundo. Iba, pues, a unir sus aplausos a los del salón, cuando sus manos, prontas a chocar, permanecieron separadas, y el ¡bravo! que iba a escapar de su boca expiró en sus labios.
Se había levantado el hombre del palco y acercando su cabeza hasta el punto en que le diera de lleno la luz, había permitido a Franz reconocer en él al mismo habitante de Montecristo, a aquel cuya voz y talle había creído descubrir en las ruinas del Coliseo. Ya no le cabía duda, el extraño viajero vivía en Roma.
La expresión del rostro de Franz estaba sin duda en armonía con la turbación que en él produjera semejante encuentro, porque la condesa le miró, empezó a reír y le preguntó qué era lo que tenía.
—Señora —respondió Franz—, hace poco os he preguntado si conocíais a esa mujer albanesa; ahora os pregunto si conocéis a su marido.
—Menos todavía —respondió la condesa.
—¿Nunca os ha llamado la atención?
—¡He aquí una pregunta enteramente francesa! ¡Bien sabéis que para nosotras, las italianas, no hay otro hombre en el mundo más que aquel a quien amamos!
—Es verdad —respondió Franz.
—Sin embargo, os diré —dijo ella acercando los gemelos de Alberto a sus ojos y dirigiéndolos hacia el palco— que debe ser algún recién desenterrado, algún muerto salido de su tumba, con el correspondiente permiso del sepulturero, se entiende, porque me parece horriblemente pálido.
—Pues siempre está lo mismo —respondió Franz.
—¿Entonces le conocéis? —preguntó la condesa—. Así, yo soy la que os preguntará quién es.
—Estoy seguro de haberle visto antes de ahora, pero no atino ni dónde ni cuándo.
—En efecto —dijo ella haciendo un movimiento con sus hermosos hombros como si un estremecimiento circulase por sus venas—, comprendo que cuando se ha visto una vez a un hombre semejante, jamás se le puede olvidar.
El efecto que Franz había experimentado no era, pues, una impresión particular, puesto que otra persona lo sentía también.
—Y decidme —preguntó Franz a la condesa después que le hubo observado por segunda vez—, ¿qué pensáis de ese hombre?
—Que creo ver a Lord Ruthwen en persona.
Este nuevo recuerdo de Lord Byron admiró a Franz, porque, en efecto, si alguien podía hacerle creer en los vampiros, no era otro que el hombre que tenía ante sus ojos.
—Es preciso que sepa quién es —dijo Franz levantándose.
—¡Oh, no! —exclamó la condesa—, no, no me dejéis sola. Cuento con vos para que me acompañéis, y os quiero tener a mi lado.
—¡Cómo! —le dijo Franz al oído—, ¿tendríais miedo?
—Escuchad —le dijo ella—. Byron me ha jurado que creía en los vampiros e incluso que los había visto. Me ha descrito su rostro, que es absolutamente semejante al de ese hombre; esos cabellos negros, esos ojos tan grandes, en que brilla una llama extraña, esa palidez mortal; además, observad que no está con una mujer como las demás, está con una extranjera…, una griega…, una cismática…, sin duda una hechicera como él… Os ruego que no os vayáis. Mañana podréis dedicaros a buscarlos, si así os parece, pero hoy os suplico que me acompañéis.
Franz insistió.
—Pues bien —dijo la condesa levantándose—, me voy. No puedo quedarme hasta el fin de la función, porque tengo tertulia esta noche en mi casa…, ¿seréis tan poco galante que me rehuséis vuestra compañía?
Franz no tenía otra alternativa que la de tomar el sombrero, abrir la puerta y ofrecer su brazo a la condesa, y esto fue lo que hizo.
La condesa estaba efectivamente muy conmovida, y el mismo Franz no dejaba tampoco de experimentar cierto terror supersticioso, tanto más natural, cuanto que lo que era en la condesa el producto de una sensación instintiva, era en él el resultado de un recuerdo. Al subir al carruaje sintió que temblaba. La condujo hasta s u casa; no había nadie, y no era esperada por nadie. Franz la reconvino.
—En verdad —dijo ella—, no me siento bien, y tengo necesidad de estar sola. La vista de ese hombre me ha conmovido.
Franz procuró reírse.
—No os riáis —le dijo ella—. Prometedme además una cosa.
—¿Cuál?
—Prometédmela.
—Todo cuanto queráis, excepto renunciar a descubrir a ese hombre. Tengo motivos, que me es imposible comunicaros, para desear saber quién es, de dónde viene y adónde va.
—Ignoro de dónde viene, pero dónde va puedo decíroslo; va al infierno, no lo dudéis.
—Volvamos a la promesa que queríais exigir de mí, condesa —dijo Franz.
—¡Ah!, es la siguiente: entrar directamente en vuestra casa y no buscar esta noche a ese hombre. Hay cierta afinidad entre las personas que se separan y las que se reúnen. No sirváis de intermediario entre ese hombre y yo. Mañana corred tras él cuanto queráis, pero jamás me lo presentéis, si no queréis hacerme morir de miedo. Así, pues, buenas noches, procurad dormir, yo sé bien que no podré cerrar los ojos en toda la noche.
Con estas palabras la condesa se separó de Franz, dejándole fluctuando en la indecisión de si se había divertido a su costa, o si verdaderamente sintió el temor que había manifestado.
Al entrar en la fonda, Franz encontró a Alberto con batín y pantalón sin trabillas, voluptuosamente arrellanado en un sillón y fumando un buen tabaco.
—Ah, ¡sois vos! —le dijo—. Verdaderamente no os esperaba hasta mañana.
—Querido Alberto —respondió Franz—, me felicitó por tener una ocasión de deciros una vez por todas que tenéis la idea más equivocada de las mujeres italianas, y no obstante, me parece que vuestras desdichas amorosas ya debían habérosla hecho perder.
—¿Qué queréis? ¡Esas mujeres, el diablo que las comprenda! Os dan la mano, os la estrechan, os hablan al oído, hacen que las acompañéis a su casa; con la cuarta parte de ese modo de tratar a un hombre, una parisiense perdería pronto su reputación.
—Pues precisamente porque nada tienen que ocultar, porque viven con tanta libertad, es por lo que las mujeres se cuidan tan poco del público en el bello país donde resuena el sí, como decía Dante. Además, bien habéis visto que la condesa tenía miedo.
—Miedo ¿de qué?, ¿de aquel honrado caballero que estaba enfrente de nosotros con aquella hermosa griega? Pues yo al salir me los encontré por el pasillo y, ¡a fe que no sé de dónde diablos os han venido esas ideas del otro mundo! Es un hombre buen mozo y muy elegante, no parece sino que se viste en Francia en casa de Blin o de Humanes. Un poco pálido, es cierto, pero bien sabéis que la palidez es un signo de distinción.
Franz se sonrió; Alberto tenía también pretensiones de estar pálido.
—Sí, sí —le dijo Franz—, estoy convencido de que las ideas de la condesa acerca de ese hombre no tienen sentido común; pero, decidme, ¿ha hablado a vuestro lado y habéis podido oír algo de lo que decía?
—Ha hablado, pero en griego. He reconocido el idioma en algunas voces griegas desfiguradas. ¡Oh! ¡Me acuerdo que en el colegio el griego me hacía pasar muy malos ratos!
—¿Conque hablaba griego?
—Es probable.
—No hay duda —murmuró Franz—, es él.
—¡Cómo! ¿Qué decís…?
—Nada. ¿Qué estabais haciendo?
—Os estaba preparando una sorpresa.
—¿Qué sorpresa?
—Bien sabéis que es imposible encontrar un coche.
—¡Diantre!, por lo menos se ha hecho cuanto humanamente se podía hacer.
—¡Pues bien! Se me ha ocurrido una idea maravillosa.
Franz miró a Alberto como dudando del estado de su imaginación.
—Querido —dijo Alberto—, me honráis con una mirada que merecería os pidiese reparación.
—Dispuesto estoy a dárosla, querido amigo, si la idea es tan maravillosa como decís.
—Escuchad.
—Escucho.
—¿No hay posibilidad de encontrar carruaje?
—No.
—¿Ni caballos?
—Tampoco.
—¿Pero una carreta bien se podrá encontrar?
—Quizás.
—¿Y un par de bueyes?
—También.
—Pues bien; ésa es la nuestra. Mando adornar la carreta, nos vestimos de segadores napolitanos, y representamos al natural el magnífico cuadro de Leopoldo Robert. Y si la condesa quiere vestirse de campesina de Puzzole o de Sorrento, esto completará la mascarada, y seguramente la condesa es demasiado hermosa para que la tomen por el original de la mujer del niño.
—¡Diantre! —exclamó Franz—, tenéis razón por esta vez, Alberto, y ésa es una idea feliz.
—Y nacional. ¡Ah, señores romanos! ¿creéis que se correrá a pie por vuestras calles como unos lazzaroni, porque no tenéis calesas ni caballos? ¡Pues bien!, ya se inventarán.
—¿Y habéis comunicado a alguien esa estupenda idea?
—Sólo a nuestro huésped. Al entrar le hice subir y le manifesté mis deseos. Me ha asegurado que nada era más fácil. Yo quería dorar los cuernos de los bueyes, pero él ha dicho que para eso se necesitarían tres días, por lo que será preciso pasar sin ese detalle superfluo.
—¿Y dónde está?
—¿Quién?
—Nuestro huésped.
—Ha ido a buscar la carreta, porque mañana sería ya tarde.
—¿De modo que esta misma noche tendremos la contestación?
—Así lo espero.
En este momento la puerta se abrió y maese Pastrini asomó la cabeza.
—¿Se puede entrar? —dijo.
—¡Pues claro! —exclamó Franz.
—¡Y bien! —dijo Alberto—. ¿Habéis encontrado la carreta y los bueyes?
—He encontrado algo mejor que eso —respondió con aire ufano.
—¡Ah!, mi querido huésped, andad con tiento en lo que decís.
—Confíe vuestra excelencia en mí —dijo maese Pastrini.
—Pero, en fin, ¿qué hay? —exclamó Franz a su vez.
—¿Ya sabéis —dijo el posadero— que el conde de Montecristo vive en este mismo piso…?
—Ya lo creo —dijo Alberto—, puesto que gracias a él no hemos podido alojarnos sino como dos estudiantes en la calle de Saint Nicolas-du-Charnedot.