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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

El Conde de Montecristo (57 page)

BOOK: El Conde de Montecristo
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—¡Bah! —dijo Franz.

—Sí, ayer en casa del cardenal Rospigliosi, donde estuve de tertulia, se hablaba de una prórroga concedida a uno de los condenados.

—¿Andrés Rondolo? —preguntó Franz.

—No —replicó sencillamente el conde—, al otro… —y volviendo los ojos hacia la cartera como para acordarse del nombre añadió—, a Pepino, llamado
Rocca Priori
. Esto os priva de asistir a ver guillotinar, pero os queda la
mazzolatta
, que es un suplicio muy curioso cuando se ve por primera vez, y aun por segunda, mientras que el otro, que debéis ya conocer, es muy sencillo y no ofrece nada de particular. El
Mandaia
no se engaña, no tiembla, no da golpe en vano, no vuelve a herir treinta veces como el soldado que cortaba la cabeza al conde de Chalais y al cual acaso Richelieu recomendara al paciente. ¡Ah, callad! —continuó el conde con tono despectivo—. No me habléis de los europeos para los suplicios; no entienden nada de eso y puede decirse que están en la infancia sobre este punto.

—En verdad, señor conde —respondió Franz—, se creería al oíros que habéis hecho un gran estudio comparando los diferentes suplicios de todas las partes del mundo.

—Pocos habrá que no haya visto —respondió fríamente el conde.

—¿Y hallasteis algún placer asistiendo a tan horribles espectáculos?

—El primer sentimiento que experimenté fue el de la repugnancia, el segundo la indiferencia y el tercero la curiosidad.

—¡La curiosidad! ¿Habéis medido esta palabra? ¿Sabéis que es terrible?

—¿Por qué? En la vida sólo hay una preocupación: la de la muerte. Y qué, ¿no os parece curioso estudiar de cuántas maneras puede el alma salir del cuerpo, y cómo, según los caracteres, los temperamentos y aun las costumbres del país, sufren los individuos ese supremo traspaso del ser a la nada? En cuanto a mí, os respondo una cosa: que mientras más he visto morir, más fácil me parece. La muerte será tal vez un suplicio, pero no una expiación.

—No os comprendo bien —dijo Franz—; explicaos, pues no sabéis hasta qué punto me interesa lo que decís.

—Oíd —dijo el conde, y su rostro adquirió una expresión de odio—. Si un hombre hubiese hecho perecer por medio de un tormento atroz, un tormento terrible, un tormento sin fin, a vuestro padre, a vuestra madre, a vuestra amada, a uno de esos seres, en fin que, cuando se les separa del corazón dejan en él un vacío eterno y una llaga incurable, ¿creeríais suficiente la reparación que os concede la sociedad porque el hierro de la guillotina ha pasado entre la base del occipital y los músculos trapecios del cuello, y porque aquel que os ha hecho sentir años de sufrimientos morales ha experimentado algunos segundos de dolores físicos…?

—Sí, ya lo sé —replicó Franz—, la justicia humana es tan insuficiente como consoladora. Puede derramar la sangre a cambio de la sangre. Preciso es preguntarle lo que puede y nada más.

—Y aún os expongo un caso material —replicó el conde—, aquel en que la sociedad, atacada por la muerte de un individuo en la base sobre la cual se asienta, venga la muerte con la muerte. Decidme, sin embargo, ¿no hay millares de dolores con los que pueden ser desgarradas las entrañas de un hombre, sin que la sociedad se ocupe de ello, sin que le ofrezca el medio insuficiente de venganza de que hablamos hace poco? ¿No hay crímenes para los cuales el palo de los turcos, las gamellas de los persas, los nervios retorcidos de los iroqueses, serían suplicios demasiado dulces, y que, con todo, la sociedad indiferente deja sin castigo…? Responded, ¿no hay tales crímenes?

—Sí —respondió Franz—, y para castigarlos está tolerado el duelo.

—¡El duelo! ¡El duelo! —exclamó el conde—. ¡Buen modo, a fe mía de conseguir la venganza! Un hombre os ha robado a la mujer que amabais; un hombre ha deshonrado a vuestra hija; de una existencia entera, que teníais derecho a esperar de Dios la parte de felicidad que ha prometido a todo ser humano al crearlo, ha hecho una vida de dolor, de miseria o de infamia, y os creéis vengado, porque a ese hombre, que ha hecho nacer el delirio en vuestra mente y la desesperación en vuestra alma, os creéis vengado, digo, porque le habéis dado una estocada en el pecho o porque de un pistoletazo le habéis hecho saltar la tapa de los sesos. ¡Oh!, y eso sin contar que es él quien con frecuencia sale victorioso de la mancha a los ojos del mundo, y en cierto modo absuelto por Dios. No, no —continuó el conde—, si alguna vez tuviera que vengarme, no me vengaría así.

—¿Conque desaprobáis el duelo? ¿Conque no os batiríais en duelo? —preguntó a su vez Alberto, sorprendido ante tan extraña teoría.

—Desde luego —dijo el conde—. Entendámonos. Me batiría por una fruslería, por un insulto, por una palabra, por una bofetada, y eso con tanto más desprecio cuanto que, gracias a la habilidad que he adquirido en todos los ejercicios de armas y en la costumbre que tengo del peligro, estaría casi seguro de matar a mi contrario. ¡Oh!, sí, por todo esto me batiría en duelo; pero por un dolor lento, profundo, infinito, eterno, devolvería, si era posible, un dolor semejante al que me habrían hecho: ojo por ojo, diente por diente, como dicen los orientales, nuestros maestros en todo, esos elegidos de la creación que han sabido formarse una vida de sueños y un paraíso de realidades.

—Pero —dijo Franz al conde—, con esa teoría que os constituye juez y verdugo en vuestra propia causa, es difícil que vos mismo escapéis del poder de la ley. El odio y la cólera ofuscan la mente, y el que toma la venganza por su mano se expone a beber un amargo brebaje.

—Sí, si se es pobre y torpe; no, si es millonario y hábil. Por otra parte, lo peor sería ese último suplicio de que hablábamos hace poco, el que la filantrópica revolución francesa ha sustituido al descuartizamiento y a la rueda. ¡Y bien! ¿Qué es el suplicio si se está vengado? En realidad casi lamento que ese miserable Pepino no sea decapitado, como ellos dicen; veríais el tiempo que dura y si merece la pena de hablarse de ello. Pero, en verdad, señores, que tenemos una conversación un poco singular para un día de carnaval. ¿Cómo hemos venido a parar a este tema? ¡Ah!, ya recuerdo. Me habíais pedido un sitio en mi balcón. Pues bien, lo tendréis. Pero primero sentémonos a la mesa, pues justamente nos vienen a anunciar que ya está servido el almuerzo.

En efecto, un criado abrió una de las cuatro puertas del salón y pronunció las palabras sacramentales de:


Al suo commodo
!

Los dos jóvenes se levantaron y pasaron al comedor. Durante el almuerzo, que era excelente, y servido con un esmero delicado, Franz buscó con los ojos las miradas de Alberto, a fin de leer en ellas la impresión que no dudaba habrían producido en él las palabras de su huésped, pero ya sea que en medio de su desdén habitual no les hubiese prestado grande atención, ya sea que lo que el conde de Montecristo le había dicho con relación al duelo le hubiese agradado, sea, en fin, que los antecedentes que hemos referido, conocidos sólo de Franz, hubiesen aumentado para él el efecto de la teorías del conde, no se dio cuenta de que su compañero estuviese tan preocupado. Hacía los honores a la comida como hombre condenado desde cuatro a cinco años a la cocina italiana, es decir, a una de las peores del mundo. Respecto al conde, poseído de una viva preocupación que parecía inspirarle la persona de Alberto, apenas probó un bocado de cada plato; hubiérase dicho que al sentarse a la mesa con sus convidados cumplía un sencillo deber de política, y que esperaba su partida para hacerse servir algún plato extraño o particular. Esto le recordaba a Franz el terror que el conde había inspirado a la condesa G…, y la convicción en que le había dejado de que el conde, el hombre que él le mostrara en el palco de enfrente, era un vampiro.

Terminado el almuerzo, Franz sacó su reloj.

—¡Y bien! —le dijo el conde—, ¿qué hacéis?

—Dispensadnos, señor conde —respondió Franz—, pero tenemos mil cosas que hacer.

—¿De qué se trata?

—Nos hallamos sin disfraces, y hoy éstos son de rigor.

—No os preocupéis. Tenemos, según creo, en la plaza del Popolo, un cuarto particular; haré llevar a él los trajes que me indiquéis, y nos disfrazaremos en seguida.

—¿Después de la ejecución? —exclamó Franz.

—Sin duda; después, durante o antes, como gustéis.

—¿Enfrente del patíbulo?

—¿Y por qué no? El patíbulo forma parte de la fiesta.

—Pues bien, señor conde; he reflexionado —dijo Franz—, mucho os agradezco vuestros ofrecimientos, pero me contentaré con aceptar un asiento en vuestro carruaje y un sitio en el palacio Rospoli, dejándoos en libertad de disponer del lugar del balcón de la piazza del Popolo.

—Pues os advierto que perdéis un espectáculo curioso —respondió el conde.

—Ya me lo contaréis —replicó Franz—, y en vuestra boca me impresionará tanto como si lo viese. Por otra parte, más de una vez quise asistir a una ejecución, y nunca me he podido decidir. ¿Y vos, Alberto?

—Yo —respondió el vizconde—, he visto ejecutar a Casteins, pero creo que estaba un poquitín alegre aquel día, pues era el de mi salida del colegio.

—Sin embargo —repuso el conde—, el que no hayáis hecho una cosa en París no es razón para que dejéis de hacerla en el extranjero; cuando se viaja es por instruirse, cuando se cambia de lugares es para ver. Pensad qué papel haríais cuando os preguntasen cómo ejecutan en Roma y que respondieseis: No lo sé. Dicen además que el condenado es un tunante, un pícaro que ha matado a fuerza de golpes con un caballete de chimenea a un buen canónigo que le había educado como si fuese su hijo. Si viajarais por España, iríais a ver las corridas de toros, ¿verdad? ¡Pues bien!, suponed que vamos a ver un combate, acordaos de los antiguos romanos en el circo, de las cazas en que se mataban trescientos leones y un centenar de hombres. Recordad aquellos ochenta mil espectadores que aplaudían, aquellas matronas que conducían allí a sus hijas, y aquellas vestales de blancas manos que hacían con el dedo una encantadora señal que quería decir: «¡Vamos, no haya pereza, acabad con ese hombre que ya está moribundo!».

—¿Iréis, Alberto? —preguntó Franz.

—Desde luego que sí, querido. Vacilaba como vos, pero la elocuencia del conde me decide.

—Vamos, puesto que así lo queréis —dijo Franz—, pero al dirigirme a la plaza del Popolo, deseo pasar por la calle del Corso. ¿Es posible, señor conde?

—A pie, sí; en carruaje, no.

—Entonces iré a pie.

—¿Es indispensable que paséis por la calle del Corso?

—Sí, tengo que ver cierta cosa.

—¡Pues bien!, pasemos por esa calle; enviaremos el coche a que nos espere en la plaza del Popolo por la entrada del Babuino; y además, ahora que recuerdo, tampoco me vendrá mal pasar por la calle del Corso para ver si han cumplido algunas órdenes que he dado.

—Excelencia —dijo el criado abriendo la puerta—, un hombre vestido de penitente pregunta si puede hablar con vos unos instantes.

—¡Ah!, sí —dijo el conde—, ya sé lo que es. Señores, si queréis pasar al salón, allí encontraréis excelentes cigarros de la Habana, y os suplico os sirváis disculparme por los breves instantes que tardaré en reunirme con vosotros.

Los dos jóvenes se levantaron y salieron por una puerta, mientras que el conde, después de haberles renovado sus excusas, salió por otra.

Alberto, que desde que estaba en Italia, se veía privado de los cigarros del Café de París, gran sacrificio para él, se aproximó a la mesa y lanzó un grito de alegría al encontrar en ella verdaderos cigarros puros.

—Querido —le preguntó Franz—, ¿qué pensáis del conde de Montecristo?

—¿Qué pienso? —dijo Alberto visiblemente sorprendido de que su compañero le hiciese tal pregunta—. Pienso que es un hombre encantador, que hace los honores de su casa a las mil maravillas, que ha visto mucho, que ha estudiado mucho, reflexionado mucho, que es como Bruto de la escuela estoica, y sobre todo —añadió lanzando una bocanada de humo que subió en forma de espiral hacia el techo—, que posee excelentes cigarros.

Esta era la opinión que Alberto tenía con respecto al conde, y de consiguiente, como Franz sabía que Alberto pretendía no formar opinión de los hombres y de las cosas sino después de muchas reflexiones, no intentó cambiar en nada la suya.

—Pero —dijo—, ¿habéis notado una cosa singular?

—¿Cuál?

—La atención con que ponía en vos los ojos.

—¿En mí?

—Sí, en vos.

Alberto reflexionó un instante.

—¡Ah! —dijo lanzando un suspiro—, nada tiene eso de extraño. Estoy ausente de París hace un año, y el conde, al reparar en mi traje, que no está cortado según la última moda, me habrá supuesto un provinciano; sacadle, pues, de tal error, amigo mío, y decidle, os ruego, en la primera ocasión que se os presente, que no hay nada de esto.

Franz se sonrió. Poco después entró el conde.

—Aquí estoy, señores, a vuestra disposición. Las órdenes están dadas para que el carruaje vaya por su lado a la plaza del Popolo; mientras, iremos nosotros, si queréis, por la calle del Corso. Tomad algunos cigarros de éstos, señor Morcef —añadió apoyando su acento de una manera extraña sobre este nombre que pronunciaba por vez primera.

—Acepto encantado —dijo Alberto—, porque los cigarros italianos son peores aún que los de la tercena. Cuando vayáis a París os devolveré todo esto.

—No lo rehúso, pues tengo intención de ir allí algún día, y puesto que lo permitís, iré a llamar a vuestra puerta. Vamos, señores, vamos, no tenemos tiempo que perder, son las doce y media, partamos.

Los tres bajaron la escalera. El cochero recibió entonces las órdenes de su amo y siguió la vía del Babuino mientras que los que iban a pie subían por la plaza de España y por la vía Frattina, que les conducía en derechura entre el palacio Tiano y el palacio Rospoli. Todas las miradas de Franz se dirigieron a los balcones de este último palacio. No había olvidado la señal convenida en el Coliseo entre el hombre de la capa y el transtiberino.

—¿Cuáles son vuestros balcones? —preguntó al conde, dando a la pregunta el tono más natural que pudo.

—Los últimos —respondió éste sencillamente, pues no podía adivinar en qué sentido se le hacía aquella pregunta.

La mirada de Franz se dirigió rápidamente hacia los tres balcones. Los dos laterales estaban colgados de un damasco amarillo, y el de en medio de damasco blanco con una cruz roja. El hombre de la capa había cumplido su palabra al transtiberino, y ya no le cabía la menor duda de que el embozado del Coliseo y el conde eran una misma persona. Los tres balcones se hallaban aún vacíos. Además, por todas partes se hacían preparativos, se colocaban sillas, se levantaban tablados, se cubrían de colgaduras los balcones y las ventanas. Las máscaras no podían presentarse, y los carruajes no podían circular hasta que sonara la campana, pero sentíase la presencia de las máscaras detrás de todas las ventanas y la de los carruajes detrás de todas las puertas.

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