El conde sabía que los dos amigos habían querido tomar un palco en el teatro Argentino, y que les habían respondido que todo estaba ocupado; de consiguiente, les llevaba la llave del suyo; a lo menos éste era el motivo aparente de su visita. Franz y Alberto opusieron algunas dificultades, alegando el temor de que él se privase de asistir. Pero el conde les respondió que como iba aquella noche al teatro Vallé, su palco del teatro Argentino quedaría desocupado si ellos no lo aprovechaban. Esta razón determinó a los dos amigos a aceptar. Franz se había acostumbrado poco a poco a aquella palidez del conde, que tanto le admirara la primera vez que le vio. No podía menos de hacer justicia a la belleza de aquella cabeza severa, de la cual aquella palidez era el único defecto o tal vez la principal cualidad.
Verdadero héroe de Byron, Franz no podía, no diremos verle, ni aun pensar en él, sin que se presentase aquel rostro sobre los hombros de Manfredo, o bajo la toga de Lara. Tenía esa arruga en la frente que indica la incesante presencia de algún amargo pensamiento; tenía esos ojos ardientes que leen en lo más profundo de las almas; tenía ese labio altanero y burlón que da a las palabras que salen por él un carácter singular que hacen se graben profundamente en la memoria de los que las escuchan.
El conde no era joven. Tendría por lo menos cuarenta años y parecía haber sido formado para ejercer siempre cierto dominio sobre los jóvenes con quienes se reuniese.
La verdad es que, por semejanza con los héroes fantásticos del poeta inglés, el conde parecía tener el don de la fascinación. Alberto no cesaba de hablar de lo afortunados que habían sido él y Franz en encontrar a semejante hombre. Franz era menos entusiasta; no obstante, sufría la influencia que ejerce todo hombre superior sobre el espíritu de los que le rodean. Pensaba en aquel proyecto, que había manifestado varias veces el conde, de ir a París, y no dudaba que con su carácter excéntrico, su rostro caracterizado y su fortuna colosal, el conde produjese gran efecto. Sin embargo, no tenía deseos de hallarse en París cuando él fuese.
La noche pasó como pasan las noches, por lo regular, en el teatro de Italia, no en escuchar a los cantantes, sino en hacer visitas o hablar. La condesa G… quería hacer girar la conversación acerca del conde, pero Franz le anunció que tenía que revelarle un acontecimiento muy notable, y a pesar de las demostraciones de falsa modestia a que se entregó Alberto, contó a la condesa el gran acontecimiento que hacía tres días formaba el objeto de la preocupación de los dos amigos.
Dado que estas intrigas no son raras en Italia, a lo menos, si se ha de creer a los viajeros, la condesa lo creyó y felicitó a Alberto por el principio de una aventura que prometía terminar de modo tan satisfactorio.
Se separaron prometiéndose encontrarse en el baile del duque de Bracciano, al cual Roma entera estaba invitada. Pero llegó el martes, el último y el más ruidoso de los días de Carnaval.
El martes los teatros se abren a las diez de la mañana, porque pasadas las ocho de la noche entra la Cuaresma. El martes todos los que por falta de tiempo, de dinero o de entusiasmo no han tomado aún parte en las fiestas precedentes, se mezclan en la bacanal, se dejan arrastrar por la orgía y unen su parte de ruido y de movimiento al movimiento y al ruido general.
Desde las dos hasta las cinco, Franz y Alberto siguieron la fila, cambiando puñados de dulces con los carruajes de la fila opuesta y los que iban a pie, que circulaban entre los caballos y las carrozas, sin que sucediese en medio de esta espantosa mezcla un solo accidente, una sola disputa, un solo reto. Los italianos son el pueblo por excelencia, y en este aspecto las fiestas son para ellos verdaderas fiestas. El autor de esta historia, que ha vivido en Italia, por espacio de cinco o seis años, no recuerda haber visto nunca una solemnidad turbada por uno solo de esos acontecimientos que sirven siempre de corolario a los nuestros.
Alberto triunfaba con su traje de payaso. Tenía sobre el hombro un lazo, de cinta de color de rosa, cuyas puntas le colgaban bastante, para que no le confundieran con Franz. Este había conservado su traje de aldeano romano.
Mientras más avanzaba el día, mayor se hacía el tumulto. No había en todas las calles, en todos los carruajes, en todos los balcones, una sola boca que estuviese muda, un brazo que estuviera quieto, era verdaderamente una tempestad humana compuesta de un trueno de gritos, y de una granizada de grageas, de ramilletes, de huevos, de naranjas y de flores.
A las tres, el ruido de las cajas sonando a la vez en la plaza del Popolo, y en el palacio de Venecia, atravesando aquel horrible tumulto, anunció que iban a comenzar las carreras. Las carreras, cómo los
moccoli
, son unos episodios particulares de los últimos días de Carnaval. Al ruido de aquellas cajas, los carruajes rompieron al instante las filas y se refugiaron en la calle transversal más cercana. Todas estas evoluciones se hacen, por otra parte, con una habilidad inconcebible y una rapidez maravillosa, y esto sin que la policía se ocupe de señalar a cada uno su puesto, o de trazar a cada uno su camino.
Las gentes que iban a pie se refugiaron en los portales o se arrimaron a las paredes, y al punto se oyó un gran ruido de caballos y de sables.
Un escuadrón de carabineros a quince de frente, recorría al galope y en todo su ancho la calle del Corso, la cual barría para dejar sitio a los
barberi
. Cuando el escuadrón llegó al palacio de Venecia, el estrépito de nuevos disparos de cohetes anunció que la calle había quedado expedita.
Casi al mismo tiempo, en medio de un clamor inmenso, universal, inexplicable, pasaron como sombras siete a ocho caballos excitados por los gritos de trescientas mil personas y por las bolas de hierro que les saltan sobre la espalda. Unos instantes más tarde, el cañón del castillo de San Angelo disparó tres cañonazos, para anunciar que el número tres había sido el vencedor.
Inmediatamente, sin otra señal que ésta, los carruajes se volvieron a poner en movimiento, llenando de nuevo el Corso, desembocando por todas las bocacalles como torrentes contenidos do instante, y que se lanzan juntos hacia el río que alimentan, y la ola inmensa de cabezas volvió a proseguir más rápida que antes su carrera entre los dos ríos de granito. Pero un nuevo elemento de ruido y de animación se había mezclado aún a esta multitud, porque acababan de entrar en la escena los vendedores de
moccoli
.
Los
moccoli
o
moccoletti
son bujías que varían de grueso, desde el cirio pascual hasta el cabo de la vela, y que recuerdan a los actores de esta gran escena que pone fin al Carnaval romano, suscitando dos preocupaciones opuestas, cuales son, primero la de conservar encendido su
moccoletto
, y después la de apagar el
moccoletto
de los demás.
Con el
moccoletto
sucede lo que con la vida. Es verdad que el hombre no ha encontrado hasta ahora más que un medio de transmitirla y este medio se lo ha dado Dios, pero, en cambio ha descubierto mil medios para quitarla, aunque también es verdad que para tal operación el diablo le ha ayudado un poco.
El
moccoletto
se enciende acercándolo a una luz cualquiera. Pero ¿quién será capaz de describir los mil medios que para apagarlo se han inventado? ¿Quién podría describir los fuelles monstruos, los estornudos de prueba, los apagadores gigantescos, los abanicos sobrehumanos que se ponen en práctica? Cada cual se apresuró a comprar y encender
moccoletto
y lo propio hicieron Franz y Alberto.
La noche se acercaba rápidamente, y ya al grito de ¡
Moccoli
! repetido por las estridentes voces de un millar de industriales, dos o tres estrellas empezaron a brillar encima de la turba. Esto fue lo suficiente para que antes de que transcurrieran diez minutos, cincuenta mil luces brillasen descendiendo del palacio de Venecia a la plaza del Popolo y volviendo a subir de la plaza del Popolo al palacio de Venecia. Hubiérase dicho que aquella era una fiesta de fuegos fatuos, y tan sólo viéndolo es como uno se puede formar una idea de aquel maravilloso espectáculo.
Imaginemos que todas las estrellas se destacan del cielo y vienen a mezclarse en la tierra a un baile insensato. Todo acompañado de gritos, cual nunca oídos humanos han percibido sobre el resto de la superficie del globo.
En este momento sobre todo, es cuando desaparecen las diferencias sociales. El
facchino
se une al príncipe, el príncipe al
transteverino
, el
transteverino
al hombre de la clase media, cada cual soplando, apagando, encendiendo. Si el viejo Eolo apareciese en este momento sería proclamado rey de los
moccoli
, y Aquilón, heredero presunto de la corona.
Esta escena loca y bulliciosa suele durar unas dos horas; la calle del Corso estaba iluminada como si fuese de día; distinguíanse las facciones de los espectadores hasta el tercero o cuarto piso. De cinco en cinco minutos Alberto sacaba su reloj; al fin éste señaló las siete. Los dos amigos se hallaban justamente a la altura de la Vía Pontifici; Alberto saltó del carruaje con su
moccoletto
en la mano.
Dos o tres máscaras quisieron acercarse a él para arrancárselo o apagárselo, pero, a fuer de hábil luchador, Alberto las envió a rodar una tras otra a diez pasos de distancia y prosiguió su camino hacia la iglesia de San Giacomo. Las gradas estaban atestadas de curiosos y de máscaras que luchaban sobre quién se arrancaría de las manos la luz. Franz seguía con los ojos a Alberto, y le vio poner el pie sobre el primer escalón. Casi al mismo tiempo, una máscara con el traje bien conocido de la aldeana del ramillete, extendiendo el brazo, y sin que esta vez hiciese él ninguna resistencia, le arrancó el moccoletto.
Franz se encontraba muy lejos para escuchar las palabras que cambiaron, pero sin duda nada tuvieron de hostil, porque vio alejarse a Alberto y a la aldeana cogidos amigablemente del brazo. Por espacio de algún tiempo los siguió con la vista en medio de la multitud, pero en la Vía Macello los perdió de vista.
De pronto, el sonido de la campana que da la señal de la conclusión del Carnaval sonó, y al mismo instante todos los
moccoli
se apagaron como por encanto.
Habríase dicho que un solo e inmenso soplo de viento los había aniquilado. Franz se encontró en la oscuridad más profunda.
Con el mismo toque de campana cesaron los gritos, como si el poderoso soplo que había apagado las luces hubiese apagado también el bullicio, y ya nada más se oyó que el ruido de las carrozas que conducían a las máscaras a su casa, ya nada más se vio que las escasas luces que brillaban detrás de los balcones. El Carnaval había terminado.
N
ingún otro momento de su vida había sido para Franz tan impresionable, tan vivo, como el paso rápido que de la alegría a la tristeza sintió en aquel instante. Hubiérase dicho que Roma, bajo el soplo mágico de algún demonio nocturno, acababa de cambiarse en una vasta tumba. Por una casualidad que aumentaba aún las tinieblas, la luna se encontraba en su cuarto menguante, no debía salir hasta las doce de la noche. Las calles que el joven atravesaba estaban sumergidas en la mayor oscuridad, pero como el trayecto era corto, al cabo de diez minutos su carruaje, o más bien el del conde, se detuvo delante de la fonda de Londres.
La comida estaba preparada, pero como Alberto había avisado que no le esperasen, Franz se sentó solo a la mesa. Maese Pastrini, que acostumbraba verlos comer juntos, se informó de la causa de su ausencia, pero Franz limitóse a responder que Alberto había recibido una invitación, a la cual había acudido.
La súbita extinción de los
moccoletti
, aquella oscuridad que había reemplazado a la luz, aquel silencio que había sucedido al ruido, habían dejado en el espíritu de Franz cierta tristeza que participaba también de alguna inquietud. Comió, pues, sin decir una palabra, a pesar de la oficiosa solicitud de su posadero, que entró dos o tres veces para informarse de si tenía necesidad de algo.
Franz estaba resuelto a esperar a Alberto hasta bastante tarde. Pidió, pues, el carruaje para las once, rogando a maese Pastrini que le avisase al instante mismo en que volviese Alberto, pero transcurrieron las horas una tras otra, y al dar las once Alberto no había llegado aún. Franz se vistió y partió, avisando a su posadero de que pasaría la noche en casa del duque de Bracciano.
La casa del duque de Bracciano es una de las mejores de Roma; su esposa, una de las últimas herederas de los Colonna, hace los honores de ella de una manera perfecta, y de esto resulta que las fiestas que da tienen una celebridad europea.
Franz y Alberto habían llegado a Roma con cartas de recomendación para él; así, pues, su primera pregunta fue interrogar a Franz qué había sido de su compañero de viaje. Franz le respondió que se había separado de él en el momento de apagar los moccoletti, y le había perdido de vista en la Vía Macello.
—¿Entonces no habrá vuelto? —preguntó el duque.
—Hasta ahora le he estado aguardando —respondió Franz.
—¿Y sabéis dónde iba?
—No, exactamente. Sin embargo, creo que se trataba de una cita.
—¡Diablo! —dijo el duque—. Mal día es éste o mala noche para tardar de ese modo, ¿verdad, señora condesa?
Estas últimas palabras se dirigían a la condesa de G…, que acababa de llegar y que se paseaba apoyada en el brazo del señor de Torlonia, hermano del duque.
—Creo, por el contrario, que es una noche encantadora —respondió la condesa—, y los que están aquí no se quejarán más que de una cosa; de que pasará demasiado pronto.
—Pero —replicó el duque, sonriendo—, yo no hablo de las personas que están aquí, porque de ellas no corren más peligro los hombres que el de enamorarse de vos, y las mujeres que el de caer enfermas de celos al contemplar vuestra hermosura. Hablo de los que recorren las calles de Roma.
—¡Oh! —preguntó la condesa—. ¿Y quién recorre las calles de Roma a esta hora, como no sea para venir a este baile?
—Nuestro amigo, el vizconde de Morcef, señora condesa, de quien me separé dejándole con su desconocida hacia las siete de la noche —dijo Franz—, y a quien no he visto después.