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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

El Conde de Montecristo (62 page)

BOOK: El Conde de Montecristo
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—¡Qué! ¿Y no sabéis dónde está?

—Ni lo sospecho.

—¿Y tiene armas?

—¿Cómo iba a tenerlas, si estaba disfrazado?

—No deberíais haberle dejado ir —dijo el duque a Franz—, vos que conocéis mejor a Roma.

—Sí, sí, lo mismo hubiera adelantado que si hubiese intentado detener al número tres de los
barberi
que ha ganado hoy el premio de la carrera —respondió Franz—; además, ¿qué queréis que le ocurra?

—¡Quién sabe! La noche está sombría, y el Tíber está cerca de la Via Marcello.

Franz estremecióse al ver que el duque y la condesa estaban tan acordes en sus inquietudes personales.

—También he dejado dicho en la fonda que tenía el honor de pasar la noche en vuestra casa, señor duque —dijo Franz—, y deben venir a anunciarme su vuelta.

—Mirad —dijo el duque—, creo que allí viene buscándoos uno de mis criados.

El duque no se engañaba. Al ver a Franz, el criado se acercó a él.

—Excelencia —dijo—, el dueño de la fonda de Londres os manda avisar que un hombre os espera en su casa con una carta del vizconde de Morcef.

—¡Con una carta del vizconde! —exclamó Franz.

—Sí.

—¿Y quién es ese hombre?

—No lo sé.

—¿Por qué no ha venido a traerla aquí?

—El mensajero no ha dado ninguna explicación.

—¿Y dónde está el mensajero?

—En cuanto me vio entrar en el salón del baile para avisaros, se marchó.

—¡Oh, Dios mío! —dijo la condesa a Franz—. Id pronto, ¡pobre joven! Tal vez le habrá sucedido alguna desgracia.

—Voy volando —dijo Franz.

—¿Os volveremos a ver para saber de él? —preguntó la condesa.

—Sí, si la cosa no es grave; si no, no respondo de lo que será de mí mismo.

—En todo caso, prudencia —dijo la condesa.

—Descuidad.

Franz tomó el sombrero y partió inmediatamente. Había mandado venir su carruaje a las dos, pero por fortuna el palacio Bracciano, que da por un lado a la calle del Corso, y por otro a la plaza de los Santos Apóstoles, está a diez minutos de la fonda de Londres. Al acercarse a ésta, Franz vio un hombre en pie en medio de la calle, y no dudó un solo instante de que era el mensajero de Alberto. Se dirigió a él, pero con gran asombro de Franz, el desconocido fue quien primero le dirigió la palabra.

—¿Qué me queréis, excelencia? —dijo, dando un paso atrás como un hombre que desea estar siempre en guardia.

—¿No sois vos —preguntó Franz— quien me trae una carta del vizconde de Morcef?

—¿Es vuestra excelencia quien vive en la fonda de Pastrini?

—Sí.

—¿Es vuestra excelencia el compañero de viaje del vizconde?

—Sí.

—¿Cómo se llama vuestra excelencia?

—El barón Franz d’Epinay.

—Muy bien; entonces es a vuestra excelencia a quien va dirigida esta carta.

—¿Exige respuesta? —preguntó Franz, tomándole la carta de las manos.

—Sí; al menos, vuestro amigo la espera.

—Subid a mi habitación; allí os la daré.

—Prefiero esperar aquí —dijo riéndose el mensajero.

—¿Por qué?

—Vuestra excelencia lo comprenderá cuando haya leído la carta.

—¿Entonces os encontraré aquí mismo?

—Sin duda alguna.

Franz entró; en la escalera encontró a maese Pastrini.

—¡Y bien! —le preguntó.

—Y bien, ¿qué? —le respondió Franz.

—¿Visteis al hombre que desea hablaros de parte de vuestro amigo? —le preguntó a Franz.

—Sí; le vi —respondió éste—, y me entregó esta carta. Haced que traigan una luz a mi cuarto.

El posadero transmitió esta orden a un criado.

El joven había encontrado a maese Pastrini muy asustado, y esto había aumentado naturalmente su deseo de leer la carta. Acercóse a la bujía, así que estuvo encendida, y desdobló el papel. La misiva estaba escrita de mano de Alberto, firmada por él mismo, y Franz la leyó dos o tres veces una tras otra, tan lejos estaba de esperar su contenido.

He aquí lo que decía:

Querido amigo: En el mismo instante que recibáis la presente, tened la bondad de tomar mi cartera, que hallaréis en el cajón cuadrado del escritorio; la letra de crédito, unidla a la vuestra. Si ello no basta, corred a casa de Torlonia, tomad inmediatamente cuatro mil piastras y entregadlas al portador. Es urgente que esta suma me sea dirigida sin tardanza. No quiero encareceros más la puntualidad, porque cuento con vuestra eficacia, como en caso igual podríais contar con la mía.

P. D. I believe now to be Italian banditti.

Vuestro amigo,

Alberto de Morcef

Debajo de estos renglones había escritas, con una letra extraña, estas palabras italianas:

Se alle sei della mattina, le quattro mille piastre non sono nelle mie mani, alle sette il conte Alberto avrà cessato di vivere.

Luigi Vampa

Esta segunda firma fue para Franz sumamente elocuente, y entonces comprendió la repugnancia del mensajero en subir a su cuarto. La calle le parecía más segura. Alberto había caído en manos del famoso jefe de bandidos cuya existencia tan fabulosa le había parecido.

No había tiempo que perder. Corrió al escritorio, lo abrió, halló en el cajón indicado la consabida cartera, y en ella la carta de crédito que era de valor de seis mil piastras, pero a cuenta de la cual Alberto había ya tornado y gastado la mitad, es decir, tres mil. Por lo que a Franz se refiere, no tenía ninguna letra de crédito. Como vivía en Florencia y había venido a Roma para pasar en ella siete a ocho días solamente, había tornado unos cien luises, y de esos cien luises le quedaban cincuenta a lo sumo. Necesitaba, de consiguiente, siete a ochocientas piastras para que entre los dos pudiesen reunir la soma pedida. Es verdad que Franz podía montar en un caso semejante con la bondad del señor Torlonia. Así, pues, se disponía a volver al palacio Bracciano sin perder un instante, cuando de súbito una idea cruzó por su imaginación.

Pensó en el conde de Montecristo.

Franz iba a dar la orden de que avisasen a maese Pastrini, cuando éste en persona se presentó a la puerta.

—Querido señor Pastrini —le dijo ansiosamente—, ¿creéis que el conde esté en su cuarto?

—Sí, excelencia, acaba de entrar.

—¿Habrá tenido tiempo de acostarse?

—Lo dudo.

—Llamad entonces a su puerta, y pedidle en mi nombre permiso para presentarme en su habitación.

Maese Pastrini se apresuró a seguir las instrucciones que le daban. Cinco minutos después estaba de vuelta.

—El conde está esperando a vuestra excelencia —dijo.

Franz atravesó el corredor, y un criado le introdujo en la habitación del conde. Hallábase en un pequeño gabinete que Franz no había visto aún, y que estaba rodeado de divanes. El mismo conde le salió al encuentro.

—¡Oh! ¿A qué debo el honor de esta visita? —le preguntó—. ¿Vendríais a cenar conmigo? Si así fuera, me complacería en extremo vuestra franqueza.

—No; vengo a hablaros de un grave asunto.

—¡De un asunto! —dijo el conde mirando a Franz con la fijeza y atención que le eran habituales—. ¿Y de qué asunto?

—¿Estamos solos?

El conde se dirigió a la puerta y volvió.

—Completamente —dijo.

Franz le mostró la carta de Alberto.

—Leed —le dijo.

El conde leyó la carta.

—¡Ya, ya! —exclamó cuando hubo terminado la lectura.

—¿Habéis leído la posdata?

—Sí, la he leído también.

Se alle sei della mattina le quattro mille piastre non sono nelle mie mani, alle sette il conte Alberto avrà cessato di vivere.

Luigi Vampa

—¿Qué decís a esto? —preguntó Franz.

—¿Tenéis la suma que os pide?

—Sí; menos ochocientas piastras.

El conde se dirigió a su gaveta, la abrió, y tiró de un cajón lleno de oro que se abrió por medio de un resorte.

—Espero —dijo a Franz—, que no me haréis la injuria de dirigiros a otro que a mí.

—Bien veis —dijo éste— que a vos me he dirigido primero que a otro.

—Lo que os agradezco mucho. Tomad.

E hizo señas a Franz de que tomase del cajón cuanto necesitase.

—¿Es necesario enviar esta suma a Luigi Vampa? —preguntó el joven, mirando a su vez fijamente al conde.

—¿Que si es preciso? Juzgadlo vos mismo por la postdata, que ni puede ser más concisa ni más terminante.

—Creo que vos podríais hallar algún medio que simplificase mucho el negocio —dijo Franz.

—¿Y cuál? —preguntó el conde, asombrado.

—Por ejemplo, si fuésemos a ver a Luigi Vampa juntos, estoy persuadido de que no os rehusaría la libertad de Alberto.

—¿A mí? ¿Y qué influencia queréis que tenga yo sobre ese bandido?

—¿No acabáis de hacerle uno de esos servicios que jamás pueden olvidarse?

—¿Cuál?

—¿No acabáis de salvar la vida a Pepino?

—¡Ah, ah! —dijo el conde—. ¿Quién os ha dicho eso?

—¿Qué importa, si lo sé?

El conde permaneció un instante silencioso y con las cejas fruncidas.

—Y si yo fuese a ver a Vampa, ¿me acompañaríais?

—Si no os fuese desagradable mi compañía, ¿por qué no?

—Pues bien; vámonos al instante. El tiempo es hermoso, y un paseo por el campo de Roma no puede menos de aprovecharnos.

—¿Llevaremos armas?

—¿Para qué?

—¿Dinero?

—Es en vano. ¿Dónde está el hombre que os ha traído este billete?

—En la calle.

—¿En la calle?

—Sí.

—Voy a llamarle, porque preciso será que averigüemos hacia dónde hemos de dirigirnos.

—Podéis ahorraros este trabajo, pues por más que se lo dije, no ha querido subir.

—Si yo le llamo, veréis como no opone dificultad.

El conde se asomó a la ventana del gabinete que caía a la calle, y emitió cierto silbido peculiar. El hombre de la capa se separó de la pared y se plantó en medio de la calle.

—¡
Salite
! —dijo el conde con el mismo tono que si hubiera dado una orden a su criado.

El mensajero obedeció sin vacilar, más bien con prisa, y subiendo la escalera, entró en la fonda; cinco minutos después estaba a la puerta del gabinete.

—¡Ah! ¿Eres tú, Pepino? —dijo el conde.

Pero Pepino, en lugar de responder, se postró de hinojos, cogió una mano del conde y la aplicó a sus labios repetidas veces.

—¡Ah, ah! —dijo el conde—, ¡aún no has olvidado que lo he salvado la vida! Eso es extraño, porque hace ya ocho días.

—No, excelencia, y no lo olvidaré en toda mi vida —respondió Pepino, con el acento de un profundo reconocimiento.

—¡Nunca! Eso es mucho decir, pero en fin, bueno es que así lo creas. Levántate y responde.

Pepino dirigió a Franz una mirada inquieta.

—¡Oh!, puedes hablar delante de su excelencia —dijo—, es uno de mis amigos. ¿Permitís que os dé este título? —dijo en francés el conde, volviéndose hacia Franz—, es necesario, para excitar la confianza de este hombre.

—Podéis hablar delante de mí —exclamó Franz, dirigiéndose al mensajero—, soy un amigo del conde.

—Enhorabuena —dijo Pepino volviéndose a su vez hacia el conde—; interrógueme su excelencia, que yo responderé.

—¿Cómo fue a parar el conde Alberto a manos de Luigi?

—Excelencia, el carruaje del francés se ha encontrado muchas veces con aquel en que iba Teresa.

—¿La querida del jefe?

—Sí, excelencia. El francés la empezó a mirar y a hacer señas; Teresa se divertía en dar a entender que no le disgustaban, el francés le arrojó unos ramilletes y ella hizo otro tanto, pero todo con el consentimiento del jefe, que iba en el coche.

—¡Cómo! —exclamó Franz—. ¿Luigi Vampa iba en el mismo carruaje de las aldeanas romanas?

—Era el que le conducía disfrazado de cochero —respondió Pepino.

—¿Y después? —preguntó el conde.

—Luego el francés se quitó la máscara. Teresa, siempre con consentimiento del jefe, hizo otro tanto, el francés pidió una cita, Teresa concedió la cita pedida, pero en lugar de Teresa, fue Beppo quien estuvo en las gradas de San Giacomo.

—¡Cómo! —interrumpió Franz—, ¿aquella aldeana que le arrancó el
moccoletto
…?

—Era un muchacho de quince años —respondió Pepino—, pero no debe de ningún modo avergonzarse el amigo de su excelencia de haber caído en el lazo, porque no es el primero a quien Beppo ha echado el guante de esté modo.

—¿Y qué hizo Beppo? ¿Le condujo fuera de la ciudad? —preguntó el conde.

—Exactamente. Un carruaje esperaba al extremo de la Vía Macello. Beppo subió invitando al francés a que subiera también, el cual no aguardó a que se lo repitiera. Beppo le anunció que iba a conducirle a una población que estaba a una legua de Roma, y el francés dijo que estaba a punto de seguirle al fin del mundo. El cochero dirigióse en seguida a la calle de Ripetta, llegó a la puerta de San Pablo, y a unos doscientos pasos de la misma, estando ya en el campo, como el francés redoblase sus instancias amorosas, siempre persuadido de que iba junto a una mujer, Beppo se levantó y le puso en el pecho los cañones de dos pistolas. Al punto el cochero detuvo los caballos, se volvió sobre su asiento a hizo otro tanto. Al propio tiempo, cuatro de los nuestros que estaban ocultos en las orillas del Almo se lanzaron a las portezuelas. El francés tenía, por lo que se vio, bastantes deseos de defenderse, y aun estranguló un poquillo a Beppo, según he oído decir, pero nada podía contra cinco hombres completamente armados, y no tuvo por consiguiente más remedio que rendirse. Le hicieron bajar del carruaje, siguieron la orilla del río y le condujeron ante Teresa y Luigi, que le esperaban en las catacumbas de San Sebastián.

—¿Qué tal? —dijo el conde dirigiéndose a Franz—. ¿Qué os parece de esta historia?

—Que la encontraría muy chistosa —contestó—, si no fuese el pobre Alberto su protagonista.

—El caso es —dijo el conde— que si no llegáis a encontrarme en casa, hubiera sido una aventura que hubiese costado bastante cara a vuestro amigo, pero tranquilizaos, tan sólo le costará el susto.

—¿Conque vamos en su busca en seguida? —preguntó Franz.

—Sí por cierto, y tanto más cuanto que se halla en un lugar no muy pintoresco. ¿Habéis visitado alguna vez las catacumbas de San Sebastián?

—No; jamás he descendido a ellas, pero me había propuesto hacerlo algún día.

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