El Conde de Montecristo (65 page)

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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

BOOK: El Conde de Montecristo
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—Vuelvo a preguntaros, ¿qué veis en todo eso de particular? Sabéis mejor que nadie que los bandidos corsos no son ladrones, sino pura y sencillamente fugitivos a quienes alguna
vendetta
ha proscrito de su ciudad o de su aldea; bien puede uno verlos sin comprometerse. En cuanto a mí, os aseguro que si alguna vez voy a Córcega, antes de hacerme presentar al gobernador y al prefecto, me hago presentar a los bandidos de Colomba, por lo que pueda suceder; simpatizo mucho con ellos.

—Pero Vampa y su banda —dijo Franz— son bandidos que detienen para robar, no lo negaréis, ya que tenemos muchas pruebas de ello; ¿qué diréis, pues, de la influencia que ejerce el conde sobre semejantes hombres?

—Diré, querido, que, como según toda probabilidad, debe la vida a esa influencia no debo juzgarla con rigidez. Así, pues, en lugar de acusarle como vos, de un crimen capital, deberé excusarle, si no por haberme salvado la vida, lo cual es exagerar mucho las cosas, por haberme al menos ahorrado cuatro mil piastras, que son veinticuatro mil de nuestra moneda, suma en la que seguramente no me hubieran estimado en Francia, lo cual demuestra —añadió Alberto— que nadie es profeta en su tierra.

—A propósito, decidme, ¿de qué país es el conde? ¿Cuáles son sus medios de existencia? ¿De dónde le ha venido esa inmensa fortuna? ¿Cuál ha sido esa primera parte de su vida misteriosa y desconocida? ¿Quién ha esparcido en la segunda esa tinta sombría y misantrópica? Eso es lo que quisiera saber.

—Querido Franz —dijo Alberto—, al recibir mi carta y ver que teníamos necesidad de la influencia del conde, habéis ido a decirle: «Alberto de Morcef, mi amigo, corre un gran peligro, ayudadme a sacarle de él», ¿no es verdad?

—Sí.

—Entonces os preguntó: ¿Quién es ese Alberto de Morcef? ¿De dónde le viene ese nombre, su fortuna? ¿Cuáles son sus medios de existencia? ¿Cuál es su país? ¿Dónde ha nacido? ¿Os ha preguntado todo eso? Decid.

—No; es cierto.

—Fue y me libró de las manos de Vampa, donde a pesar de mi apariencia desenvuelta, como decís, hacía una triste figura, lo confieso. Pues bien, querido, cuando a cambio de semejante servicio, me pide que haga por él lo que se hace todos los días por el príncipe ruso o italiano que pasa por París, es decir, presentarlo en sociedad, ¿queréis que se lo rehúse? ¡Vamos, Franz, estáis loco!

Preciso es decir que, contra su costumbre, la razón estaba entonces de parte de Alberto.

—En fin —repuso Franz dando un suspiro—, haced lo que os plazca, querido vizconde; todo cuanto me estáis diciendo es muy convincente, pero no por eso dejo de creer que el conde de Montecristo es un hombre extraño.

—El conde de Montecristo es un filántropo, ¿no os ha dicho qué objeto le guiaba a París?, pues estoy convencido de que va para concurrir al premio Montyon, y si sólo necesita mi voto para obtenerlo, se lo daré. De modo que, mi querido Franz, no hablemos de esto, sentémonos a la mesa, y vamos en seguida a hacer la última visita a San Pedro.

Así lo hicieron, y al día siguiente, a las cinco de la tarde, los dos jóvenes se separaban. Alberto de Morcef para volver a París, y Franz d’Epinay para ir a pasar unos quince días en Venecia.

Sin embargo, pocos momentos antes de subir al carruaje, Alberto entregó al mozo de la fonda —tanto temía que su convidado faltase a la cita— una tarjeta para el conde de Montecristo, en la cual, bajo estas palabras: «
Vizconde Alberto de Morcef
», había escrito con lápiz: «21 de mayo, a las diez y media de la mañana, número 27, calle de Helder».

Capítulo
XVI
Los invitados

E
n la casa de la calle de Helder, donde Alberto de Morcef había citado en Roma al conde de Montecristo, todo se preparaba para hacer honor a la palabra del joven.

Alberto de Morcef ocupaba un pabellón situado en el ángulo de un gran patio y frente a otro edificio, dos ventanas daban a la calle, las otras tres al patio y otras dos al jardín.

Entre el patio y el jardín se elevaba, construida con el mal gusto de la arquitectura imperial, la habitación vasta y cómoda del conde y la condesa de Morcef.

Toda la propiedad estaba rodeada por una gran pared con pilastras, y en ellas jarrones de flores, interrumpida en su centro por una gran reja dorada que servía para las entradas que requerían aparato; una puerta pequeña, casi pegada al cuarto del portero, daba paso a los que entraban y salían a pie.

En esta elección del pabellón destinado a la habitación de Alberto adivinábase la delicada prevención de una madre que, sin querer separarse de su hijo, había comprendido al mismo tiempo que un joven de la edad del vizconde necesitaba de toda su libertad. Conocíase también por otro lado, preciso es decirlo, el inteligente egoísmo del joven, amante de la vida libre y ociosa, de los hijos de familia.

Por las ventanas que daban a la calle podía hacer sus reconocimientos. Las vistas al exterior son tan necesarias a los jóvenes, que quieren siempre ver al mundo atravesar por su horizonte, aunque este horizonte no sea más que la calle. Hecho un reconocimiento, si merecía examen más profundo para entregarse ’a sus pesquisas, podía salir por una puertecita situada frente a la que hemos mencionado, junto al cuarto del portero, y que merece una descripción particular.

Era una puertecita, al parecer olvidada de todo el mundo desde que se hizo la casa y que cualquiera supondría condenada para siempre, ¡tan sucia y cubierta de polvo estaba!, pero cuya cerradura y goznes, cuidadosamente untados en aceite, anunciaban una práctica misteriosa y continua. Esta puertecita, como hemos dicho, hacía juego con otras dos y se burlaba del portero, abriéndose como la famosa puerta de la caverna de las
Mil y una noches
, como el Sésamo encantado de Alí-Babá, por medio de algunas palabras cabalísticas o de algunos golpecitos convenidos, pronunciadas por una dulce voz o dados por los dedos más lindos del mundo.

Al extremo de un corredor largo y pacífico, con el cual comunicaba esta puerta, y que hacía las veces de antesala, estaban a la derecha el comedor, que daba al patio, y a la izquierda el saloncito que daba al jardín. Plantas de enredaderas que crecían delante de la ventana, ocultaban al patio y al jardín el interior de estas dos piezas, únicas en el piso bajo donde pudiesen penetrar las miradas indiscretas.

En el principal, en vez de dos, las piezas eran tres: un salón, una alcoba y un gabinete.

El gabinete del principal estaba al lado de la alcoba, y por una puerta invisible comunicaba con la escalera. Como vemos, estaban bien tomadas todas las medidas de precaución.

Encima de este piso principal había un vasto taller que ampliaron echando abajo los tabiques, pandemonio en que el artista disputaba al dandy. Allí se refugiaban y confundían todos los caprichos sucesivos de Alberto; los cuernos de caza, las flautas, los violines, una orquesta completa, pues Alberto había tenido por un instante, no la afición, sino el capricho de la música; los caballetes, los pasteles, ya que al capricho de la música había seguido el de la pintura; en fin, los floretes, los guantes del pugilato, las espadas y los bastones de todas clases, porque siguiendo las tradiciones de los jóvenes a la moda de la época a que hemos llegado, Alberto de Morcef cultivaba con una perseverancia infinitamente superior a la que había tenido con la pintura y la música, las tres artes que completan la educación
leonina
: la esgrima, el pugilato y el palo, y recibía sucesivamente en esta pieza destinada a todos los ejercicios corporales, a Grisier, Coolas y Carlos Lecour.

Los otros muebles de esta pieza privilegiada eran antiguos cofres y mesas del tiempo de Francisco I, chineros llenos de porcelana, de vasos del Japón, jarrones de Lucca de la Robbia y platos de Bernard y de Palissy, antiguos sillones donde quizá se habrían sentado Enrique IV, Luis XIII o Richelieu, porque dos de ellos con un escudo esculpido, donde brillaban sobre el azul las tres flores de lis de Francia, encima de las cuales había una corona real, forzosamente habían salido de los guardamuebles del Louvre, o de algún palacio real. Sobre estos sillones, de fondos sombríos y severos, estaban esparcidas en profusión ricas telas de vivos colores, teñidas al sol de Persia, o hechas por las mujeres de Calcuta y de Chandernagor. Se ignora lo que hacían allí estas telas; esperaban sin duda, recreando la vista, un destino desconocido a su propietario, y mientras la estancia con sus sedosos y dorados reflejos.

En lugar preferente se elevaba un piano, construido por Roller y Blanchet, de madera de rosa, que contenía una orquesta en su estrecha y sonora cavidad, y que gemía bajo las obras de Beethoven, de Weber, de Mozart, Haydn, Gretry y Porpora.

Además, en la pared, en el techo, en las puertas, había suspendidos puñales, espadas, lanzas, corazas, hachas, armaduras completas damasquinadas, pájaros disecados abriendo para un vuelo inmóvil sus alas color de fuego y su pico que jamás se cerraba.

Faltaba decir que esta pieza era la predilecta de Alberto de Morcef.

Sin embargo, el día de la cita, el joven, vestido de media toilette, había establecido su cuartel en el saloncito del piso bajo. Allí, sobre una mesa, había todos los excelentes tabacos conocidos, desde el de Petersburgo hasta el negro de Sinaí. Al lado de éstos, en cajas de maderas odoríferas, estaban dispuestos por orden de tamaños y de calidad los puros, los de regalía, los habanos, y los manileños. En fin, en un armario abierto, una colección de pipas alemanas, con boquillas de ámbar, adornadas de coral, e incrustadas de oro, con largos tubos de tafilete arrollados como serpientes, aguardaban el capricho o la simpatía de los fumadores. Alberto había presidido el arreglo o más bien el desorden simétrico que gustan tanto de contemplar después del café los convidados de un almuerzo moderno, al través del vapor que se escapa de su boca, y que sube hasta el techo en largas y caprichosas volutas.

A las diez menos cuarto entró un criado.

Venía con un pequeño
groom
de quince años, que no hablaba más que inglés, y que respondía al nombre de Juan.

El criado, que se llamaba Germán, y que gozaba de la entera confianza de su joven amo, llevaba en la mano unos periódicos, que depositó sobre la mesa, y un paquete de cartas que entregó a Alberto.

Alberto echó una mirada distraída sobre estos diferentes objetos, tomó dos cartas de papel satinado y perfumado, las abrió y leyó con cierta atención.

—¿Como han venido estas cartas? —inquirió.

—La una por el correo, la otra la ha traído el criado de madame Danglars.

—Decid a madame Danglars que acepto el lugar que me ofrece en su palco… Esperad…, a eso de mediodía pasaréis a casa de Rosa, le diréis que iré, como me ha invitado, a cenar con ella al salir de la ópera, y le llevaréis seis botellas de vinos de Chipre, de Jerez, de Málaga, y un barril de ostras de Ostende… compradlas en casa de Borrel, y sobre todo, decid que son para mí.

—¿A qué hora queréis ser servido?

—¿Qué hora es?

—Las diez menos cuarto.

—Entonces, servidnos para las diez y media en punto. Debray tendrá que ir a su ministerio… Y por otra parte… —Alberto miró a su cartera—. Sí, ésa es la hora que indiqué al conde; el 21 de mayo, a las diez y media de la mañana, y aunque no cuente con su promesa, quiero ser puntual. A propósito, ¿sabéis si se ha levantado la señora condesa?

—Si quiere el señor vizconde, puedo informarme.

—Sí, sí; le pediréis una de sus cajas de licores, la mía está incompleta, y le diréis que tendré el honor de pasar a su cuarto a eso de las tres, y que le pido permiso para presentarle una persona.

El criado salió. Alberto se echó en un diván, rasgó la faja de dos o tres periódicos, miró los teatros, hizo un gesto al ver que representaban una ópera y no un ballet, buscó en vano en los anuncios de perfumería cierta agua para los dientes de que le habían hablado, y tiró uno tras otro, los periódicos, murmurando en medio de un prolongado bostezo:

—Realmente estos periódicos están cada vez más insípidos.

En este momento un carruaje ligero se detuvo delante de la puerta, y un instante después el criado entró para anunciar al señor Luciano Debray.

Un joven alto, rubio, de ojos grises y mirada penetrante, de labios delgados y pálidos, con un frac azul con botones de oro, corbata blanca, lente de concha, suspendido al cuello por una cinta de seda negra, y que por un esfuerzo del músculo superciliar lanzaba miradas profundas y fijas, entró sin sonreír, sin hablar, y con un aire medio oficial.

—Buenos días, Luciano —dijo Alberto—. ¡Ah!, me asombra vuestra puntualidad! ¿Qué digo? ¡Puntualidad! ¡Yo que os esperaba el último, y llegáis a las diez menos cinco minutos, cuando la cita era a las diez y media! ¡Esto es milagroso! ¿Ha caído el ministerio?

—No, querido —repuso el joven incrustándose en el diván—, tranquilizaos. Vacilamos siempre, pero nunca caemos, y empiezo a creer que pasamos buenamente a la inamovilidad, sin contar con que los asuntos de la Península nos van a consolidar completamente.

—¡Ah!, sí, es verdad; arrojáis de España a don Carlos.

—No, querido, no nos confundamos, le traemos del otro lado de la frontera de Francia, y le ofrecemos una hospitalidad real en Bourges.

—¿En Bourges?

—Sí; no tendrá motivos de queja, ¡qué demonio! Bourges es la capital de Carlos VII. ¿Cómo es que no sabíais esto? Todo el mundo lo sabe desde ayer en París, y anteayer la cosa marchaba bien en la bolsa, porque el señor Danglars, no sé cómo se entera ese hombre de las noticias al mismo tiempo que nosotros, jugó a la alza y ha ganado un millón.

—Y vos una nueva cinta, según parece.

—¡Psch!, me han enviado la placa de Carlos III —respondió sencillamente Debray.

—Vamos, no os hagáis el indiferente y confesad que la noticia os habrá complacido.

—Sí; a fe mía, una placa siempre cae bien sobre un frac negro abotonado, es elegante.

—Y —dijo Morcef, sonriendo— se tiene el aire de un príncipe de Gales o de un duque de Reichstadt.

—Por eso me veis tan de mañana, querido.

—¿Porque tenéis la placa de Carlos III y queríais anunciarme esta buena noticia?

—No; porque he pasado la noche redactando veinticinco despachos diplomáticos. De vuelta a mi casa quise dormir, pero me dio un fuerte dolor de cabeza y me levanté para montar una hora a caballo. En Boulogne me avisaron de tal modo el hambre y el aburrimiento, que me acordé que hoy dabais un almuerzo, y aquí me tenéis; tengo hambre, dadme de comer; me fastidio, distraedme.

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