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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

El Conde de Montecristo (67 page)

BOOK: El Conde de Montecristo
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—Esa historia a que se refiere el señor Morrel —continuó Château-Renaud— es una curiosa historia que algún día os relatará cuando hayáis trabado más íntimo conocimiento. Por hoy pensemos en alimentar el estómago y no la memoria. ¿A qué hora almorzáis, Alberto?

—Alas diez y media.

—¿En punto? —preguntó Debray sacando su reloj.

—¡Oh!, me concederéis los cinco minutos de gracia —dijo Morcef—, puesto que también yo estoy esperando a un salvador.

—¿De quién?

—De mí, ¡qué diantre! —respondió Morcef—. ¿Creéis que a mí no me puedan salvar como a cualquier otro y que sólo los árabes cortan la cabeza? Nuestro almuerzo es un almuerzo filantrópico, y tendremos en nuestra mesa a dos bienhechores de la humanidad.

—¿Cómo lo haremos? —dijo Debray—; solamente tenemos un premio Montyon.

—¡Pues bien!, se le dará al que nada haya hecho —dijo Beauchamp—. De este modo, en la Academia podrán salir del apuro.

—¿Y de dónde viene? —preguntó Debray—. Dispensad que insista, ya habéis respondido a esta pregunta, pero muy vagamente.

—En realidad —dijo Alberto—, no lo sé. Cuando le invité hace tres meses, estaba en Roma; pero después, ¿quién puede saber dónde ha ido a parar?

—¿Y le creéis capaz de ser puntual? —preguntó Debray.

—Le creo capaz de todo —respondió Morcef.

—Cuidado, que ya no faltan más que diez minutos, contando los cinco de gracia.

—Pues bien, los aprovecharé para deciros unas palabras acerca de mi invitado.

—Perdonad —dijo Beauchamp—, ¿hay materia para un folletín en lo que vais a contar?

—Sí, seguramente —dijo Morcef—, y de los más curiosos.

—Entonces, ya podéis hablar.

—Estaba yo en Roma en el último Carnaval…

—Esto ya lo sabemos —dijo Beauchamp.

—Sí, pero lo que no sabéis es que fui raptado por unos bandidos.

—¡Pero si no hay bandidos! —dijo Debray.

—Sí que los hay, y capaces de asustar a cualquiera.

—Veamos, mi querido Alberto —dijo Debray—, confesad que vuestro cocinero se tarda mucho, que las ostras aún no han llegado de Marennes o de Ostende, y que siguiendo el ejemplo de Maintenon, queréis sustituir el plato por un cuento. Decidlo, querido, franqueza tenemos para perdonaros y paciencia para escuchar vuestra historia, por fabulosa que parezca a primera vista.

—Y yo os digo que, por fabulosa que sea, os la cuento por verdadera desde el principio hasta el fin. Habiéndome raptado los bandidos, me condujeron a un lugar muy triste, que se llama las Catacumbas de San Sebastián.

—Ya conozco el sitio —dijo Château-Renaud—; me faltó poco para coger allí la fiebre.

—Y yo —dijo Morcef— la tuve realmente. Me anunciaron que estaba prisionero y me pedían por mi rescate una miseria, cuatro mil escudos romanos, veintiséis mil libras francesas. Desgraciadamente no tenía más que mil quinientas; me hallaba al fin de mi viaje y mi crédito se había concluido. Escribí a Franz. ¡Y por Dios!, aguardad, al mismo Franz podéis preguntarle si miento. Escribí a Franz que si no llegaba a las seis de la mañana con los cuatro mil escudos, a las seis y diez minutos me habría ido a reunir con los bienaventurados santos y los gloriosos mártires, en compañía de los cuales tendría el honor de encontrarme, y Luigi Vampa, éste era el nombre del jefe de los bandidos, hubiera cumplido escrupulosamente su palabra.

—¿Pero llegó Franz con los cuatro mil escudos? —dijo Château-Renaud—. ¡Qué diantre!, ni Franz d’Espinay ni Alberto de Morcef pueden verse apurados por cuatro mil escudos.

—No; llegó simplemente acompañado del convidado que os anuncio y que espero presentaros.

—¡Ah!, ya. ¿Pero era ese hombre un Hércules matando a Caco, o un Perseo salvando a Andrómeda?

—No; es un poco más o menos de mi estatura.

—¿Armado hasta los dientes?

—No llevaba arma alguna.

—¿Pero trató de vuestro rescate?

—Dijo dos palabras al oído del jefe y fui puesto en libertad.

—Le daría excusas por haberos preso —dijo Beauchamp.

—Exacto —respondió Morcef.

—¡Pero era Ariosto ese hombre!

—No; era el conde de Montecristo.

—¿Se llama el conde de Montecristo? —inquirió Debray.

—No creo —añadió Château-Renaud, con la sangre fría de un hombre que tiene en la punta de los dedos la nobleza europea—, que haya en parte alguna un conde de Montecristo.

—Puede ser que venga de la Tierra Santa —dijo Beauchamp—, alguno de sus ascendientes habrá poseído el Calvario, como los Montemar el Mar Muerto.

—Perdonad —dijo Maximiliano—, pero creo que voy a arrojar luz sobre el asunto. Señores, Montecristo es una pequeña isla, de que he oído hablar muchas veces a los marinos que empleaba mi padre, un grano de arena en medio del Mediterráneo, en fin, un átomo en el infinito.

—Exactamente —dijo Alberto—. ¡Pues bien! De ese grano de arena, de ese átomo, es señor y rey ése de quien os hablo; habrá comprado su título de conde en alguna parte de Toscana.

—¿Será muy rico vuestro conde?

—¡Muchísimo!

—Se notará en el aspecto, supongo.

—Os engañáis, Debray.

—No os comprendo.

—¿Habéis leído las
Mil y una noches
?

—¡Vaya pregunta!

—Pues bien, ¿sabéis si las personas que allí se ven son ricas o pobres? ¿Si sus granos de trigo no son de rubíes o de diamantes? Tienen el aire de miserables pescadores, ¿no es esto? Los tratáis como a tales, y de pronto, os abren alguna caverna misteriosa, en donde os encontráis un tesoro que basta para comprar la India.

—¿Y qué?

—¿Y habéis visto esa caverna, Morcef? —preguntó Beauchamp.

—Yo no, Franz… Pero silencio, es preciso no decir una palabra de esto delante de él. Franz ha bajado allí con los ojos vendados, y ha sido servido por mudos y por mujeres, al lado de las cuales, a lo que parece, no hubiese sido nada Cleopatra. Por lo que se refiere a las mujeres, no está muy seguro, puesto que no entraron hasta después que hubo tomado el hachís, de suerte que podrá suceder que lo que ha creído mujeres fuesen estatuas.

Los jóvenes miraron a Morcef, como queriendo decir:

—Querido, ¿os habéis vuelto loco, o queréis burlaros de nosotros?

—En efecto —dijo Morrel pensativo—, yo he oído contar a un viejo llamado Fenelón, alguna cosa parecida a lo que ha dicho el señor de Morcef.

—¡Ah! —dijo Alberto—, me alegro de que el señor de Morrel venga en mi ayuda. Esto os contraría, ¿verdad?, tanto mejor…

—Dispensadme, mi querido amigo —dijo Debray—, pero nos contáis unas cosas tan inverosímiles…

—¡Ah, es porque vuestros embajadores, vuestros cónsules no os hablan! No tienen tiempo, es preciso que incomoden a sus compatriotas que viajan.

—¡Ah! He aquí por lo que nos incomodáis culpando a nuestras pobres gentes. ¿Y con qué queréis que os protejan? La Cámara les rebaja todos los días sus sueldos hasta que los deje sin nada. ¿Queréis ser embajador, Alberto? Yo os haré nombrar en Constantinopla.

—No, porque el Sultán, a la primera demostración que hiciera en favor de Mohamed-Alí, me envía el cordón, y mis secretarios me ahorcarían.

—¿Lo veis? —dijo Debray.

—Sí; pero todo ello no es obstáculo para que exista mi conde de Montecristo.

—¡Por Dios! Todo el mundo existe: ¿Qué tiene eso de particular?

—Todo el mundo existe, sin duda, pero no en condiciones semejantes. ¡No todo el mundo tiene esclavos negros, armas a la Casauba, caballos de seis mil francos, damas griegas!

—¿Habéis tenido ocasión de ver a la dama griega?

—Sí, la he visto y oído. La he visto en el teatro del Valle y la he oído un día que almorzaba en casa del conde.

—¿Come acaso ese hombre extraordinario?

—Si come, es tan poco, que no vale la pena de hablar de ello.

—Ya veréis como es un vampiro.

—Podéis burlaros si queréis. Esta era la opinión de la condesa de G…, que como sabéis ha conocido a lord Ruthwen.

—¡Ah, muy bien! —dijo Beauchamp—. Aquí tenemos para un hombre que no es periodista, la cuestión de la famosa serpiente de mar del
Constitutionnel
; ¡un vampiro, eso es estupendo!

—Ojo de color leonado, cuya pupila disminuye y se dilata según su voluntad —dijo Debray—, aire sombrío, frente magnífica, tez lívida, barba negra, dientes largos y agudos y modales desenvueltos.

—Y bien, eso es justamente —dijo Alberto—, y las señas están trazadas perfectamente. Sí, política aguda e incisiva. Este hombre me ha dado miedo muchas veces, y un día entre otros que presenciábamos juntos una ejecución, creí que iba a ponerme malo, más bien de verle y oírle hablar fríamente sobre todos los suplicios de la tierra, que de ver al verdugo cumplir su oficio y oír los gritos del condenado.

—¿No os condujo a las ruinas del Coliseo para ver correr la sangre, Morcef? —preguntó Beauchamp.

—Y después de haber deliberado, ¿no os ha hecho firmar algún pergamino de color de fuego, por el cual le cedáis vuestra alma como Esaú su derecho de primogenitura? —dijo Debray.

—¡Burlaos, burlaos lo que queráis, señores! —dijo Morcef un poco amoscado—. Cuando os miro a vosotros, bellos parisienses, habitantes del Boulevard de Gante, paseantes del bosque de Boulogne, y me acuerdo de ese hombre, me parece que no somos de la misma especie.

—¡Yo me lisonjeo de ello! —dijo Beauchamp.

—Siempre será —añadió Château-Renaud— vuestro conde de Montecristo un hombre galante en sus ratos de ocio, prescindiendo de esos pequeños arreglos con los bandidos italianos.

—¡Ya no hay bandidos italianos! —dijo Debray.

—¡Ni vampiros! —añadió Beauchamp.

—Ni conde de Montecristo —respondió Debray—. Aguardad, querido Alberto, que son las diez y media.

—Confesad que habéis tenido una pesadilla, y vamos a almorzar —dijo Beauchamp.

Pero aún no se había extinguido la vibración del reloj, cuando se abrió la puerta y Germán anunció:

—¡Su excelencia, el conde de Montecristo!

Todos los presentes, a pesar suyo, hicieron un gesto que denotaba la preocupación que la relación de Morcef había dejado en sus almas. Alberto mismo no pudo contener una emoción súbita. No se había oído ni carruaje en la calle, ni pasos en la antesala. La puerta misma se había abierto sin hacer ruido.

El conde apareció en el dintel, vestido con la mayor sencillez, pero el elegante más exquisito no hubiese encontrado nada que reprender en su traje. Todo era de un gusto delicado, todo salía de las manos de los más elegantes proveedores; vestidos, sombrero y ropa blanca.

Apenas aparentaba treinta y cinco años de edad, y lo que admiró a todos fue su extrema semejanza con el retrato que de él había trazado Debray.

El conde se adelantó sonriendo y se dirigió en derechura a Alberto, quien saliéndole al encuentro, le ofreció la mano con prontitud.

—La puntualidad —dijo el conde de Montecristo— es la política de los reyes, según ha dicho, creo, uno de vuestros soberanos. Pero cualquiera que sea su buena voluntad, no es siempre la de los viajeros. Sin embargo, espero, mi querido vizconde, que me disculparéis en favor de mis buenos deseos, los dos o tres segundos que he tardado a la cita. Quinientas leguas no se recorren sin algún contratiempo, particularmente en Francia, donde está prohibido, según parece, dar prisa a los postillones.

—Señor conde —respondió Alberto—, estaba anunciando vuestra visita a algunos amigos míos, que he reunido hoy contando con la promesa que tuvisteis a bien hacerme, y que tengo el honor de presentaros. Son los señores, Conde de Château-Renaud, cuya nobleza proviene de los Doce Pares, y cuyos antepasados ocuparon un puesto en la Mesa Redonda; el señor Luciano Debray, secretario particular del Ministro del Interior; Beauchamp, enérgico periodista, terror del gobierno francés. No habréis jamás oído hablar de él en Italia, donde no permiten la entrada de su periódico; en fin, el señor Maximiliano Morrel, capitán de
spahis
.

Al oír este nombre, el conde, que hasta entonces había saludado cortésmente, pero con una frialdad y una impasibilidad inglesa, dio, a pesar suyo, un paso hacia adelante, y un leve rubor tiñó por breves instantes sus pálidas mejillas.

—¿El señor lleva el uniforme de los nuevos vencedores franceses? —dijo él—; es un bonito uniforme.

No habría podido decirse cuál era el sentimiento que daba a la voz del conde una vibración tan profunda, y que hacía brillar, a pesar suyo, su mirada tan expresiva cuando no había motivo para ello.

—¿No habéis visto jamás a nuestros africanos, caballero? —dijo Alberto.

—Nunca —replicó el conde, repuesto ya por completo de su sorpresa.

—Pues bien, bajo ese uniforme late un corazón de los más valientes y nobles del ejército.

—¡Oh!, señor conde —interrumpió Morrel.

—Dejadme hablar, capitán… Además —continuó Alberto—, acabamos de enterarnos de una acción tan heroica que, aunque lo haya visto hoy por la primera vez, reclamo de él el favor de presentárosle como amigo mío.

Aún se hubiera podido notar en estas palabras en el conde de Montecristo, esa mirada fija, ese rubor fugitivo, y el ligero temblor del párpado que denotaba la emoción que sentía.

—¡Ah!, el señor tiene un corazón noble —dijo el conde—, ¡tanto mejor!

Esta especie de exclamación, que respondía al pensamiento del conde, más bien que a lo que acababa de decir Alberto, sorprendió a todo el mundo, y sobre todo a Morrel, que miró a Montecristo con admiración. Pero al mismo tiempo, el acento era tan suave, que por extraña que fuese esta exclamación, no había medio de incomodarse por ella.

—¿Por qué había de dudar? —dijo Beauchamp a Château-Renaud.

—En verdad —respondió éste, quien con su trato de mundo y su mirada aristocrática había penetrado en Montecristo todo lo que se podía penetrar en él—, en verdad, que Alberto no nos ha engañado, y que es un personaje singular el conde, ¿qué decís vos, Morrel?

—Por mi vida —dijo éste—, tiene la mirada franca y la voz simpática, de manera que me agrada a pesar de la extraña reflexión que acaba de hacerme.

—Señores —dijo Alberto—, Germán me anuncia que estamos servidos. Mi querido conde, permitidme indicaros el camino.

Pasaron silenciosamente al comedor. Cada uno ocupó su sitio.

—Señores —dijo el conde sentándose—, permitidme que os haga una confesión, que será mi disculpa por todas las faltas que pueda cometer: soy extranjero, pero hasta tal extremo, que es la vez primera que vengo a París. Las costumbres francesas me son particularmente desconocidas, y no he practicado bastante hasta ahora, sino las costumbres orientales, las más contrarias a las buenas tradiciones parisienses. Os suplico, pues, que me excuséis si encontráis en mí algo de turco, de napolitano o de árabe. Dicho esto, señores, almorcemos.

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