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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

El Conde de Montecristo (126 page)

BOOK: El Conde de Montecristo
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Una mañana nos mandó llamar mi padre. Mi madre había llorado toda la noche. Le encontramos bastante tranquilo, pero más pálido que de costumbre.

—Ten paciencia, Basiliki —dijo—. Hoy se acabará todo. Hoy llega el permiso del señor y mi suerte quedará decidida. Si la gracia es entera, volveremos triunfantes a Janina. Si la nueva es mala, huiremos esta noche.

—Pero ¿y si no nos dejan huir? —dijo mi madre.

—¡Oh!, tranquilízate —respondió Alí sonriendo—. Selim y su mecha me responden de ellos. Quisieran verme muerto, mas no bajo la condición de morir junto conmigo.

Mi madre no respondía sino con suspiros a estos consuelos que no salían en verdad del corazón de mi padre.

Preparóle agua helada, que bebía a cada instante, porque después de su retirada al quiosco se hallaba consumido por una fiebre ardiente. Perfumó su blanca barba y encendió su pipa, en la que a veces durante horas enteras seguía distraído con los ojos el humo que se dispersaba en el aire.

De repente hizo un movimiento tan brusco que yo me sobrecogí de miedo. Y sin apartar la vista del punto que reclamaba su atención, pidió su anteojo.

Mi madre se lo entregó, más blanca que el estuco contra el que se apoyaba. Yo vi temblar a mi madre.

—¡Una barca…!, ¡dos…!, tres… —murmuró mi padre—, ¡cuatro!

Y se levantó cogiendo sus armas, llenando de pólvora, me acuerdo, la cazoleta de sus pistolas.

—Basiliki —dijo a mi madre con un visible estremecimiento—, éste es el instante que va a decidir de nosotros. Dentro de media hora sabremos la respuesta del sublime emperador. Retírate al subterráneo con Haydée.

—No quiero separarme de vos —dijo Basiliki—, si morís, señor, con vos quiero morir también.

—¡Idos al lado de Selim! —gritó mi padre.

—¡Adiós, señor! —murmuró mi madre, obediente a las órdenes de mi padre.

—¡Acompañad a Basiliki! —gritó mi padre a sus palicarios.

Pero a mí me habían olvidado. Me precipité hacia él y extendí mis manos. Me vio, e inclinándose hacia mí, puso sus abrasados labios sobre mi frente. ¡Oh!, ¡este beso! Este beso fue el último y aún lo siento sobre mi frente.

Al bajar distinguíamos a través de las ventanas las barcas, cuyo tamaño aumentaba sobre la superficie de las ondas, y que, semejantes a puntos negros, parecían ahora aves marinas deslizándose sobre el agua.

Durante este tiempo, veinte palicarios sentados a los pies de mi padre, y ocultos por los pedestales, esperaban con ojos inyectados en sangre la llegada de las barcas, y tenían preparados sus largos fusiles incrustados de nácar y de plata. Cartuchos en gran número estaban esparcidos sobre el pavimento. Mi padre miraba su reloj y se paseaba con angustia.

Fue lo que más me sorprendió cuando me separé de mi padre después de recibir de él su último beso.

Mi madre y yo atravesamos el subterráneo. Selim continuaba en su puesto. Al vernos se sonrió tristemente. Fuimos a buscar unos almohadones a la parte opuesta de la caverna, y nos sentamos al lado de Selim; en los grandes peligros se siente una impresión inexplicable y aunque yo era muy niña, conocía que pesaba sobre nuestras cabezas un grave desastre.

Alberto había oído contar, no a su padre, que jamás hablaba de ello, sino a sus conocidos, los últimos momentos del visir de Janina; había leído varios párrafos que los periódicos dedicaron a describir su muerte. Pero aquella historia, contada por la hija del bajá, y aquel tierno acento, le infundían a la vez un encanto y un horror inexplicables.

En cuanto a Haydée, entregada a aquellos terribles recuerdos, había hecho una pausa. Su frente, como una flor que se dobla en un día de tempestad, descansaba sobre su mano, y sus ojos, perdidos vagamente, parecían ver en el horizonte las montañas y las aguas azules del lago de Janina, espejo mágico que reflejaba el sombrío cuadro que describía.

Montecristo la miraba con una inefable expresión de interés y de piedad.

—Continúa, hija mía —le dijo en griego.

Haydée levantó su frente, como si las sonoras palabras que acababa de pronunciar Montecristo la hubiesen sacado de un sueño, y replicó:

—Eran las cuatro de la tarde. Pero, aunque el día estaba diáfano y brillante, nos hallábamos sumergidos en la sombra del subterráneo.

Un solo resplandor brillaba en la caverna, semejante a una estrella en el fondo de un cielo negro. Era la mecha de Selim.

Mi madre era cristiana, y rezaba.

Selim repetía de cuando en cuando estas alabanzas:

—¡Dios es grande!

Sin embargo, mi madre tenía alguna desconfianza.

Al bajar había creído reconocer al francés que había sido enviado a Constantinopla, y en el cual mi padre tenía toda su confianza, porque sabía que los soldados del suelo francés son por lo general nobles y generosos.

Avanzó hacia la escalera y se puso a escuchar.

—Se acercan —dijo—, ¡con tal que traigan la paz y la vida!

—¿Qué temes, Basiliki? —respondió Selim con su voz suave y fiera a la vez—. Si no traen la vida, les daremos la muerte.

Y atizaba la llama de su lanza con un ademán que le hacía asemejarse al Dionysos de la antigua Creta.

Pero yo, que no era más que una pobre niña, tenía miedo de aquel valor, que me parecía feroz e insensato, y me asustaba aquella muerte espantosa en el aire y en las llamas.

Mi madre sufría las mismas impresiones, porque la veía estremecerse.

—¡Dios mío! ¡Dios mío!, mamá —exclamé—. ¿Vamos a morir?

Y al oír esto, el llanto y los lamentos de las esclavas subieron de punto.

—Hija mía —dijo Basiliki—. ¡Dios le preserve de llegar a desear esta muerte que tanto temes hoy!

Y después dijo en voz baja:

—Selim, ¿cuál es la orden de tu señor?

—Si me manda su puñal, es que el Sultán se niega a perdonarle, y prendo fuego. Si me manda su anillo, es que el Sultán le perdona, y apago la mecha.

—Amigo —díjole mi madre—, cuando llegue la orden de lo amo, si lo envía el puñal, en lugar de matarnos a las dos con esa muerte que nos espanta, te presentaremos el cuello y nos matarás antes con el mismo puñal.

—Está bien, Basiliki —respondió tranquilamente Selim.

De repente oímos unos fuertes gritos. Escuchamos. Eran gritos de alegría. El nombre del francés que había sido enviado a Constantinopla resonaba repetido por nuestros palicarios: Era evidente que traía la respuesta del sublime emperador y que esta respuesta era favorable.

—¿Y no os acordáis de ese nombre? —dijo Morcef pronto a ayudar a la narradora.

Montecristo le hizo una seña.

—No, no me acuerdo —respondió Haydée—. El ruido aumentaba y oyéronse pasos más cerca de nosotros. Bajaban la escalera del subterráneo. Selim preparó su lama. Pronto apareció una sombra en el crepúsculo azulado que formaban los rayos de luz al penetrar hasta la puerta de la cueva.

—¿Quién eres? —gritó Selim—. Pero quienquiera que seas, no des un paso más.

—¡Gloria al Sultán! —dijo la sombra—. Se le ha concedido el perdón al visir Alí, y no sólo puede vivir, sino que hay que devolverle su fortuna y sus bienes.

Mi madre profirió un grito de alegría y me estrechó contra su corazón.

—¡Detente! —le dijo Selim al ver que se lanzaba ya para salir—. ¡Sabes que necesito el anillo!

—Es verdad —dijo mi madre, y cayó de rodillas, levantándome hacia el cielo, como si al mismo tiempo que rogaba a Dios por mí, quisiera levantarme hacia El.

Haydée se detuvo por segunda vez, vencida por una emoción tal, que su frente pálida estaba bañada por el sudor, y su fatigada voz parecía incapaz de salir de su garganta.

El conde de Montecristo llenó un vaso de agua helada y se lo presentó, diciendo con una dulzura que dejaba traslucir una gran ternura:

—Valor, hija mía.

Haydée enjugó sus ojos y su frente, y prosiguió:

—Durante este tiempo nuestros ojos, acostumbrados a la oscuridad, habían reconocido al enviado del bajá. Era un amigo.

Selim le había reconocido, pero el valeroso joven no sabía más que una cosa: ¡Obedecer!

—¿En nombre de quién vienes? —dijo.

—Vengo en nombre de vuestro señor Alí-Tebelín.

—¿Sabes lo que debes entregarme, si vienes en nombre de Alí?

—Sí —dijo el enviado—, lo traigo su anillo.

Al mismo tiempo levantó su mano sobre su cabeza, pero estábamos demasiado lejos para conocer qué era lo que en ella tenía.

—No veo lo que tienes ahí —dijo Selim.

—Acércate —dijo el mensajero—, o me acercaré yo.

—Ni uno ni otro —respondió el joven soldado—, deja en el sitio donde estás el objeto que me muestras y retírate hasta que lo haya visto.

—De acuerdo —dijo el mensajero.

Y después de haber colocado la señal de reconocimiento en el sitio indicado, se retiró.

Nuestro corazón palpitaba fuertemente, porque, en efecto, el objeto parecía ser un anillo. Pero… ¿sería el de mi padre?

Selim, siempre con su lanza en la mano y la mecha encendida, se dirigió a la abertura, se inclinó radiante hacia el rayo de luz y recogió la señal.

—¡El anillo del visir! —dijo besándolo—. ¡Dios es grande!

Y agarró la mecha, la tiró contra el suelo y allí la apagó con el pie.

El mensajero lanzó un grito de alegría y dio tres palmadas. Al oír esta señal, cuatro soldados del seraskier Kourchid aparecieron en la puerta y Selim cayó atravesado de cinco puñaladas. Cada cual había dado la suya.

Y enseguida, ebrios de codicia, aunque pálidos de miedo, se precipitaron en el subterráneo, buscando por todos los rincones y recogiendo sacos de oro.

Entretanto, mi madre me cogió en sus brazos, y con toda la agilidad de que era capaz, se precipitó hacia unas sinuosidades, llegó a una escalerilla falsa, en la cual reinaba un tumulto espantoso.

Las salas bajas estaban pobladas enteramente por los tehodoars de Kourchid, es decir, por nuestros enemigos.

Cuando mi madre iba a empujar la puertecita, oímos la terrible y amenazadora voz de mi padre.

Mi madre se asomó a las hendiduras de las planchas. Una abertura había también delante de mis ojos y miré.

—¿Qué queréis? —decía mi padre a unos hombres que tenían en la mano un papel con caracteres dorados.

—Queremos —respondió uno de ellos— comunicarte las órdenes de Su Alteza ¿Ves esta firma?

—La veo —dijo mi padre.

—Pues bien, lee. Pide tu cabeza.

Mi padre arrojó una carcajada más espantosa que una amenaza, y aún no había cesado, cuando disparó dos pistoletazos matando a dos hombres.

Los palicarios que se hallaban escondidos alrededor de mi padre se levantaron a hicieron fuego. La sala se llenó de ruido, llamas y humo.

Al momento empezó el fuego en la parte opuesta y las balas agujerearon los tabiques alrededor de nosotras.

¡Oh! ¡Cuán bello y majestuoso estaba el visir Alí-Tebelín, mi padre, en medio de las balas, con la cimitarra empuñada, y el rostro ennegrecido por la pólvora! ¡Cómo huían sus enemigos!

—¡Selim! ¡Selim!, guardián del fuego, ¡cumple con lo deber!

—¡Selim ha muerto! —respondió una voz sorda que parecía salir delas profundidades del quiosco—, y tú, Alí, estás perdido.

Al mismo tiempo se oyó una detonación sorda, y un tabique voló en mil pedazos alrededor de mi padre.

Sin embargo, no estaba herido.

Los tehodoars tiraban por las aberturas de los tabiques. Tres o cuatro palicarios cayeron mortalmente heridos.

Mi padre rugía como un león. Introdujo sus dedos por los agujeros de las balas y arrancó una tabla entera, dejando un hueco bastante grande para poder huir, como pensaba.

Sin embargo, al mismo tiempo, estallaron veinte tiros por esta abertura, y las llamas, que salían como de un volcán, llegaron hasta los arabescos del techo.

En medio de todo este espantoso tumulto, en medio de estos gritos terribles, dos de ellos más fuertes que los demás, dos de ellos más desgarradores que todos, me helaron de espanto.

Aquella última explosión hirió mortalmente a mi padre y él fue quien lanzó los dos gritos.

No obstante, había permanecido en pie y habíase agarrado a una ventana. Mi madre sacudía la puerta para ir a morir con él, pero la puerta estaba cerrada por dentro.

A su alrededor los palicarios luchaban con las convulsiones de la agonía. Dos o tres que no estaban heridos se lanzaron por las ventanas.

Al mismo tiempo, el pavimento se estremeció, mi padre cayó sobre una rodilla. Al punto se extendieron hacia él veinte brazos, armados de sables, pistolas y puñales, a hirieron a la vez a un solo hombre, y mi padre desapareció en un torbellino de fuego, atizado por aquellos demonios rugientes, como si el infierno se hubiera abierto a sus pies.

Yo caí al suelo. Mi madre también se había desmayado.

Haydée dejó caer sus brazos, lanzando un gemido y mirando al conde como para preguntarle si estaba satisfecho de su obediencia.

El conde se levantó, se dirigió a ella, le cogió una mano y le dijo en griego:

—Descansa, hija mía, y recobra un poco de valor pensando que hay un Dios que castiga a los traidores.

—Es una historia espantosa, conde —repuso Alberto asustado de la palidez de Haydée—, y ahora me echo en cara el haber sido tan cruelmente indiscreto.

—Eso no es nada —respondió Montecristo, y poniendo su mano sobre la cabeza de la joven, continuó—, Haydée es una valerosa mujer; algunas veces ha encontrado alivio a sus males hablando de sus dolores.

—Porque mis dolores me recuerdan tus beneficios, señor —dijo vivamente la joven.

Alberto le dirigió una mirada de curiosidad, porque aún no le había contado lo que deseaba saber, es decir, cómo había llegado a ser esclava del conde.

Haydée vio expresado el mismo deseo en las miradas del conde y en las de Alberto y continuó:

—Al recobrar mi madre los sentidos, nos hallábamos delante del seraskier.

—Matadme —dijo—, pero respetad el honor de la viuda de Alí-Tebelín.

—No es a mí a quien tienes que dirigirte —dijo Kourchid.

—¿A quién, pues?

—Al nuevo amo.

—¿Quién es?

—Mírale ahí.

»Y Kourchid nos mostró uno de los que habían contribuido más a la muerte de mi padre —continuó la joven con cólera sombría.

—Luego —preguntó Alberto—, ¿fuisteis esclavas de aquel hombre?

—No —respondió Haydée—, no se atrevió a quedarse con nosotras, nos vendió a unos mercaderes de esclavos que iban a Constantinopla. Atravesamos Grecia y llegamos moribundas a la Puerta Imperial, atestada de curiosos que se hacían a un lado para dejarnos pasar, cuando de repente mi madre siguió con la vista la dirección de sus miradas, lanzó un grito y cayó, mostrándome una cabeza que había encima de la Puerta. Debajo de esta cabeza estaban escritas estas palabras:

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