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Authors: Jacqueline Kelly

Tags: #Aventuras, infantil y juvenil

La evolución Calpurnia Tate

BOOK: La evolución Calpurnia Tate
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Calpurnia, Callie Vee, es una niña que vive en un pueblo de Texas. A pesar de que su madre insiste en que aprenda a tocar el piano, coser y cocinar, ella está más interesada en lo que ocurre tras la puerta cerrada de la biblioteca, o en el laboratorio de su abuelo. Poco a poco irá ganándose a este señor un tanto huraño y empezará a colaborar con él en sus observaciones del medio natural, aprenderá quién es Darwin, qué son las especies y las subespecies y también lo idiotas que se vuelven los hermanos mayores cuando se enamoran.

Jacqueline Kelly

La evolución de Calpurnia Tate

ePUB v1.0

Mística
08.12.11

Primera edición: marzo de 2010

Traducción: Isabel Margelí

Para mi madre, Noeline Kelly

Para mi padre, Brian Kelly

Para mi esposo, Robert Duncan

Capítulo 1

El origen de las especies

Cuando un joven naturalista emprende el estudio de un grupo de organismos desconocido para él, al principio está demasiado perplejo para establecer las diferencias que hay que considerar [...], pues desconoce el grado y el tipo de variación al que ese grupo está sujeto.

Darwin,
El origen de las especies

E
n 1899 ya habíamos aprendido a dominar la oscuridad, pero no el calor de Texas. Nos levantábamos de noche, horas antes del amanecer, cuando apenas había una mancha añil en el cielo oriental y el resto del horizonte seguía negro como el carbón. Encendíamos nuestras lámparas de queroseno y salíamos con ellas por delante, como si fueran nuestros propios solecitos titilantes. Nos esperaba mucho trabajo antes del mediodía, cuando el mortal calor nos devolvía a todos al interior de nuestra gran casa y nos tumbábamos en los cuartos sombríos de postigos cerrados y techos altos, como víctimas sudorosas. El habitual remedio veraniego de mamá de salpicar las sábanas con refrescante colonia sólo duraba un minuto. A las tres de la tarde, cuando era hora de ponerse en pie, la temperatura aún era criminal.

El calor era un suplicio para todos los que vivíamos en Fentress, pero las que más lo sufrían eran las mujeres, con sus enaguas y corsés. (A mí todavía me faltaban unos años para esa forma de tortura exclusivamente femenina.) Se aflojaban las cotillas y se pasaban las horas suspirando, y maldecían el calor y también a sus maridos, por haberlas llevado al condado de Caldwell a plantar algodón y pacanas y criar ganado. Mamá abandonaba temporalmente sus peinados postizos: un falso flequillo ondulado y un mechón rizado de pelo de caballo, las bases sobre las que cada día construía una elaborada montaña de su propio pelo. Como eran días en que no recibíamos visitas, hasta metía la cabeza bajo el grifo de la cocina mientras Viola, nuestra cocinera mulata, le daba a la bomba de agua y se la dejaba empapada. Teníamos orden de no reírnos ante ese espectáculo asombroso. Y a medida que la dignidad de mamá iba sucumbiendo al calor, descubríamos (igual que papá) que lo mejor era apartarse de su vista.

Aquel verano, yo tenía once años y era la única chica de siete hermanos. ¿Os podéis imaginar una situación peor? Me llamo Calpurnia Virginia Tate, pero entonces todo el mundo me llamaba Callie Vee. Estaba justo entre tres hermanos mayores —Harry, Sam Houston y Lamar— y tres más jóvenes —Travis, Sul Ross y el benjamín, Jim Bowie, al que llamábamos J.B.—. Los pequeños conseguían dormirse de verdad a mediodía, a veces incluso apilados unos encima de otros como cachorros empapados y humeantes. Tanto los hombres que llegaban del campo como mi padre, de vuelta de su despacho en la limpiadora de algodón, también dormían, después de regarse con cubos de agua tibia del pozo en el porche de la siesta, antes de caer noqueados en sus camas de cuerda.

El calor era un suplicio, sí, pero también me daba libertad. Mientras el resto de la familia se tambaleaba y dormitaba, yo me iba en secreto al río San Marcos a disfrutar de mi paréntesis diario sin escuela, sin unos hermanos irritantes y sin madre. No es que tuviera permiso para hacerlo, exactamente, pero nadie me había dicho que no pudiera. Y si salía airosa era porque tenía mi propia habitación, mientras que todos mis hermanos tenían que compartirla y se habrían chivado de ello en medio segundo. Que yo supiera, eso era lo único bueno de ser una sola chica.

Nuestra casa estaba separada del río por una parcela, con forma de media luna, de dos hectáreas de hierba salvaje y caótica. Habría sido muy complicado abrirme camino atravesándola de no ser porque los clientes habituales del río —perros, ciervos y hermanos— mantenían un estrecho sendero pisoteado entre los traicioneros pinchos de los abrojos, que crecían a la altura de mi cabeza y se me enganchaban en el pelo y en el delantal cuando me encogía para pasar por en medio. Después me desnudaba hasta quedarme en camisola y flotaba de espaldas, con la tela hinchándose delicadamente a mi alrededor en las suaves corrientes, y me deleitaba con la frescura del agua que fluía en torno a mí. Yo era una nube del río que giraba despacio en los remolinos y alzaba la vista hacia las vaporosas bolsas de larvas, colgadas de la bóveda de exuberantes robles que se curvaban sobre el agua. Las larvas parecían un reflejo de mí, flotando en sus globos de gasa contra el pálido cielo turquesa.

Aquel verano, todos los hombres salvo mi abuelo, Walter Tate, se raparon el pelo y se afeitaron los espesos bigotes y barbas. Durante la semana que más o menos tardamos en acostumbrarnos a sus barbillas pálidas y débiles, parecieron desnudos como salamandras ciegas. Curiosamente, al abuelo no le angustiaba el calor, ni siquiera con toda esa barba blanca que le caía por el pecho; según él, porque era un hombre de costumbres fijas y moderadas, y nunca bebía whisky antes de mediodía. Su viejo y roñoso abrigo con faldones ya estaba totalmente pasado de moda, pero no quería ni oír hablar de separarse de él. Y a pesar de que nuestra criada SanJuanna lo frotaba de vez en cuando con benceno, el abrigo nunca perdía su olor a moho y ese extraño color que no era negro ni verde.

El abuelo vivía bajo el mismo techo que nosotros, pero era una especie de figura misteriosa. Tiempo atrás había dejado el negocio familiar en manos de su único hijo, mi padre, Alfred Tate, y se pasaba el día haciendo «experimentos» en su «laboratorio» de la parte de atrás. El laboratorio no era más que un viejo cobertizo que una vez formó parte de las dependencias de los esclavos. Cuando no estaba allí, salía a cazar especímenes o se refugiaba con sus apolillados libros en un rincón sombrío de la biblioteca, donde nadie se atrevía a molestarle.

Yo le pregunté a mamá si podía cortarme el pelo, que me colgaba denso y sofocante por toda la espalda. Dijo que no, que no quería verme por ahí como una bestia esquilada. Me pareció claramente injusto, por no hablar del calor que pasaba, así que ideé un plan: cada semana me cortaría un par de dedos de cabello —sólo unos dedos de nada— y mamá no lo notaría, porque me camuflaría con buenos modales. Cuando me disfrazaba de muchachita educada, a menudo conseguía escapar de su riguroso análisis. Normalmente, mamá estaba agobiada por la exigencia constante de llevar una casa y por el alboroto incesante de mis hermanos. No os creeríais el caos y el jaleo que pueden armar seis hermanos. Además, el calor empeoraba sus terribles dolores de cabeza y tenía que recurrir a una cucharada grande del concentrado vegetal de Lydia Pinkham, considerado el mejor purificador de sangre para mujeres.

Esa noche cogí unas tijeras de coser y, eufórica y con el corazón a mil, corté el primer trozo. Miré el suave almiar de cabello cortado en la palma de mi mano. Acababa de dar mi primer paso adelante, al encuentro de ese siglo nuevo y reluciente para el que sólo faltaban unos meses. De hecho, fue un gran momento para mí. Esa noche dormí mal por miedo a la mañana siguiente.

Ya de día, bajé a desayunar conteniendo el aliento. Las tortas de pacana me supieron a cartón. ¿Y sabéis lo que ocurrió? Absolutamente nada. Nadie se dio cuenta de nada. Fue un alivio tremendo, pero al mismo tiempo pensé: «Muy típico de esta familia». En realidad, nadie notó nada hasta que pasaron cuatro semanas con sus cuatro pares de dedos; entonces, una mañana nuestra cocinera Viola se me quedó mirando. Pero no dijo una palabra.

Hacia finales de junio, el calor era tal que por primera vez en la historia mamá dejó las velas y la araña apagadas durante la cena. Hasta permitió que Harry y yo nos saltásemos las clases de piano durante dos semanas. Menos mal: Harry sudaba encima de las teclas, que se quedaban mates después de todo un minueto en sol. Por más que lo intentaran mamá o SanJuanna, era imposible devolverle el brillo al marfil. Además, nuestra profesora de música, la señorita Brown, ya estaba mayor, y su decrépito caballo tenía que arrastrar su calesa cinco kilómetros desde la pradera de Lea. Era posible que los dos se desplomasen y hubiera que sacrificarlos. Lo que, pensándolo bien, no era tan mala idea. Cuando papá se enteró de que nos perderíamos las clases, dijo:

—Claro que sí. A un chico le hace tanta falta el piano como a una serpiente un tutú.

Mamá no quería escucharlo. Deseaba que su primogénito Harry, de diecisiete años, se convirtiera en un caballero. Tenía pensado enviarlo a la Universidad de Austin, a ochenta kilómetros de distancia, cuando cumpliera los dieciocho. Según el periódico, había quinientos alumnos en la universidad, diecisiete de los cuales eran chicas que estudiaban humanidades (como música, inglés o latín). Los planes de papá eran distintos: él quería que Harry fuese un hombre de negocios, algún día se encargase de la limpiadora de algodón y las plantaciones de pacana, y se uniera a los masones, como él. Sin embargo, por lo visto, las clases de piano no le parecían tan mala idea para mí, si es que alguna vez se paró a pensar en ello.

A finales de junio, el
Fentress Indicator
informó de que la temperatura era de 41°C en plena calle, a la salida de las oficinas del periódico. El artículo no mencionaba la temperatura a la sombra. Me pregunté por qué, si nadie en su sano juicio permanecía más de un segundo al sol salvo para ir corriendo al siguiente trozo de sombra, ya fuese bajo un árbol, en un granero o junto a un caballo de tiro. Me pareció que a los ciudadanos les resultaría mucho más útil la temperatura a la sombra. Escribí una carta al director señalándoselo y, para mi enorme sorpresa, apareció en el periódico la semana siguiente. Y, para sorpresa aún mayor de mi familia, empezaron a publicar también la temperatura a la sombra. Leer que ésta era de sólo 35°C nos hacía sentir algo más frescos a todos.

Hubo un aumento repentino de la actividad de los insectos, dentro y fuera de la casa. Los saltamontes salían en tropel de debajo de las pezuñas de los caballos. Las luciérnagas eran tantas que nadie recordaba un verano más espectacular. Cada noche, mis hermanos y yo nos reuníamos en el porche delantero y competíamos a ver quién descubría la primera. Ganar era todo un honor, además de muy excitante, sobre todo a partir de que mamá rescatara un pedazo de seda azul de su costurero e hiciera una estupenda medalla, que remató con unas largas cintas. Entre dolor de cabeza y dolor de cabeza, bordó en ella PREMIO LUCIÉRNAGA DE FENTRESS con hilo dorado. Era un premio elegante y muy codiciado, que el ganador llevaba hasta la noche siguiente.

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