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Authors: Jacqueline Kelly

Tags: #Aventuras, infantil y juvenil

La evolución Calpurnia Tate (4 page)

BOOK: La evolución Calpurnia Tate
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Dejé caer la red y el bicho ya era mío. Él lo extrajo y lo sostuvo en la mano para que lo examináramos juntos. Medía un par de centímetros y era de un verde ordinario; en apariencia no tenía nada de excepcional. Pero cuando el abuelito le dio la vuelta, vi que por la parte de abajo era de un verde azulado lustroso y sorprendente, irisado y con toques violeta. Los colores cambiaban mientras el animal se retorcía desesperado. Me recordó al broche de caracola de mi madre, raro y precioso.

—Qué bonito.

—Está emparentado con el mismo escarabajo que los antiguos egipcios adoraban como símbolo del sol matinal y la vida después de la muerte. A veces los llevaban a modo de joyas. 

—¿En serio?

Me pregunté cómo conseguías que un escarabajo se te quedara en el vestido. Me imaginé clavándole un alfiler o quizá pegamento, pero ninguna de las dos cosas parecía muy buena idea.

—Toma —dijo, y me lo tendió.

Me lo puso en la palma, y me enorgullezco de decir que no parpadeé. El escarabajo me hacía cosquillas al caminar. 

—¿Nos lo quedamos, señor? —pregunté.

—Ya tengo uno en mi colección de la biblioteca. A éste lo podemos soltar.

Puse la mano en el suelo y el bicho, o mejor dicho, el
Cotinus texana
se bajó y se alejó despreocupado.

—¿Qué sabes del Método Científico,
Calpurnia
?

Por el modo en que lo dijo, supe que eran palabras que se escribían con mayúscula.

—Pues... poca cosa.

—¿Qué estás estudiando en la escuela? Porque vas a la escuela, ¿no?

—Por supuesto que voy. Aprendemos a leer, a escribir, aritmética y caligrafía. Ah, y conducta. A mí me pusieron un suficiente en postura y un insuficiente en el uso del pañuelo y el dedal. A mamá no le hizo mucha ilusión.

—Dios santo, es peor de lo que creía —exclamó. Aunque no la entendí, fue una afirmación interesante—. ¿Y no hay ciencia? ¿Ni física?

—Un día tuvimos botánica. ¿Qué es física?

—¿No has oído hablar de sir Isaac Newton? ¿O sir Francis Bacon?

—No.

Ese nombre tan ridículo me dio risa, pero algo en la expresión del abuelito me decía que estábamos tocando un asunto muy serio y que se decepcionaría si yo no me lo tomaba así.

—Y supongo que te enseñan que el mundo es plano y que hay dragones que se zampan a los barcos que se caen por el borde. —Me miró fijamente—. Tenemos muchas cosas de que hablar. Sólo espero que no sea demasiado tarde. Vamos a buscar un lugar para sentarnos.

Reanudamos nuestro camino hacia el río y hallamos sombra bajo un hospitalario árbol en la parte baja de las pacanas. Entonces me contó unas cosas increíbles. Me contó maneras de llegar a la verdad de cualquier tema, no sólo sentándote a pensar en ello como Aristóteles (un señor griego, listo pero confundido), sino saliendo a mirar con tus propios ojos; me habló de hacer hipótesis e idear experimentos, y de comprobar las cosas mediante la observación y llegar a una conclusión. Y de verificar luego la fuerza de tu conclusión una y otra vez. Me habló de la navaja de Occam, de Ptomoleo y la música de las esferas, y de que todo el mundo llevaba siglos equivocado sobre el Sol y los planetas. Me habló de Linneo y su sistema para nombrar a todos los seres vivos de la naturaleza, y de que él seguía ese sistema siempre que le ponía nombre a una nueva especie. Me habló de Copérnico y Kepler y de por qué la manzana de Newton se caía hacia abajo y no hacia arriba. De que la Luna siempre sigue un círculo alrededor de la Tierra. De la diferencia entre razonamiento deductivo e inductivo y de cómo el señor del nombre peculiar, sir Francis Bacon, dio en el clavo. El abuelito me contó que había viajado a Washington en 1888 para unirse a una nueva organización de caballeros que se autodenominaban National Geographic Society. Se organizaron en un grupo para llenar los puntos vacíos del globo, y sacar al país del lodazal de superstición y pensamiento atrasado en que se quedó atrapado tras la Guerra de Secesión. Todo eran novedades vertiginosas sobre un mundo muy alejado de los pañuelos y los dedales, que me fue revelado con paciencia bajo un árbol entre abejas amodorradas y marchitas flores silvestres.

Pasaron las horas y el sol se fue moviendo allá en lo alto (o, para ser exactos, lo hicimos nosotros aquí abajo, rotando despacio desde el día hacia la noche). Compartimos un grueso sándwich de queso con cebolla, un gran trozo de pastel de pacana y una cantimplora de agua. Luego él tomó un par de sorbos de su petaca de plata y echamos una siesta, mientras los insectos zumbaban y las sombras moteadas se desplazaban a nuestro alrededor.

Cuando nos despertamos, mojamos los pañuelos en el río para refrescarnos y nos pusimos en camino a paso de tortuga siguiendo la orilla. Respetando las instrucciones que me daba, atrapé algunos bichos raros que trepaban, volaban o nadaban y los examinamos a todos, pero sólo se quedó un insecto y lo metió en un tarro de conservas con agujeros en la tapa, que reconocí de nuestra cocina. (Viola no paraba de quejarse a mamá de que le desaparecían los tarros, y mamá echaba la culpa a mis hermanos, que, por primera vez en la historia, resultaba que eran inocentes.) El tarro llevaba una pequeña etiqueta de papel pegada. Escribí con lápiz la fecha y la hora de recogida tal como me mandó, pero no supe qué poner sobre la localización.

—Piensa en dónde estamos —me aconsejó el abuelito—. ¿Lo sabrías describir de una manera concisa, para volver a encontrar este sitio si tuvieras que hacerlo?

Miré el ángulo del sol a través de los árboles y pensé en el rato que llevábamos andando.

—¿Puedo poner medio kilómetro al oeste de la casa Tate, cerca del roble con forma de horca?

Sí, era correcto. Seguimos adelante y encontramos uno de los senderos habituales de los ciervos, salpicado de excrementos. Nos sentamos y aguardamos en silencio. Una cierva de cola blanca apareció sin hacer ningún ruido; casi podía extender la mano y tocarla. ¿Cómo una criatura tan grande podía ser tan silenciosa moviéndose en el crujiente sotobosque? Volvió su largo cuello y me miró directamente, y por primera vez vi toda la inocencia de una mirada. Sus profundos ojos castaños eran enormes, y su expresión, suave y tierna. Sus grandes orejas se agitaban en todas direcciones, independientes la una de la otra. Cuando les dio un rayo de luz del sol, se volvieron de un rosa luminoso debido a la sangre que corría por ellas. Me pareció la criatura más preciosa que había visto, hasta que, segundos después, su cervatillo moteado se dejó ver. Oh, ese cervatillo me llegó al corazón, con su dulce rostro convexo, sus patas absurdamente frágiles y su pelaje todavía difuso. Deseé estrecharlo en mis brazos y protegerlo de un inevitable futuro de coyotes, hambre y cazadores. ¿Cómo era capaz la gente de dispararle a una belleza como ésa? Entonces el cervatillo hizo algo milagroso: plegó las patas delanteras, después las traseras y se tumbó en el suelo... ¡donde desapareció! Las manchas blancas repartidas por su lomo marrón se camuflaban tan bien en la luz moteada que en cuestión de un segundo ya sólo se veía el sotobosque.

El abuelito y yo nos quedamos inmóviles cinco minutos largos y luego, con cuidado, recogimos nuestras cosas y nos fuimos. Seguimos el río hasta que las sombras se alargaron; entonces cruzamos en arco la maleza rumbo a casa. Durante la vuelta, él divisó el objeto más delicado del mundo salvaje: un nido de colibrí, frágil y tejido con destreza, más pequeño que una huevera.

—¡Qué suerte tan extraordinaria! —exclamó el abuelito—. Acuérdate de esto, Calpurnia. Puede que no vuelvas a ver otro en toda tu vida.

Aquel nido era una construcción intrincadísima, como algo fabricado por las hadas de mis cuentos infantiles. Estuve a punto de decirlo en voz alta, pero me detuve a tiempo: los miembros de la comunidad científica no decían esas cosas.

—¿Cómo podemos llevárnoslo a casa? —pregunté. Me daba miedo tocarlo.

—De momento lo meteremos en un tarro. En la biblioteca tengo una caja de vidrio del tamaño adecuado. Puedes exponerlo en tu habitación. Sería una pena esconderlo en un cajón.

La biblioteca era hasta tal punto territorio del abuelito, que ni mis padres iban mucho por allí. SanJuanna tenía permiso para quitar el polvo una vez cada tres meses. El abuelito solía cerrarla con llave, pero lo que no sabía era que, en las pocas ocasiones en que no había adultos por allí, a veces mis hermanos se alzaban unos a otros para mirar por el montante. Hubo un día que el segundo por arriba, Sam Houston, pudo echar un largo vistazo al libro de fotos de campos de batalla de Mathew Brady y nos describió sin aliento a los caballos masacrados que yacían en el barro y a los muertos descalzos con la mirada vacía y fija en el cielo.

Llegamos a casa hacia las cinco de la tarde. Jim Bowie y
Áyax
salieron corriendo a saludarnos en cuanto nos vieron por el camino de grava.

—Te has metido en un lío, Callie —resopló J.B.—. Mamá está hecha una furia. —Ignoró al abuelito—. Dice que te has saltado las prácticas de piano de hoy.

Era cierto. Habíamos reanudado las clases y supe que tendría que recuperar esas prácticas, además de media hora adicional como castigo. Eran las normas, pero no me importó: el día había valido la pena. Habría valido mil horas extra de piano.

Entramos en casa y el abuelito guardó el nido de colibrí en una cajita de vidrio y me lo dio. Después de entretenerme un momento en la biblioteca, dejé al abuelo y fui a defender mi caso ante mamá, pero fue en vano.

Me las arreglé para concentrar mi castigo de piano antes de la cena y toqué con el corazón ligero y con espíritu brioso y seguro, aunque esté mal decirlo. Esa noche me acosté agotada y llena de júbilo, con el nido de colibrí en su bonita caja sobre el tocador, junto a mis horquillas y cintas para el pelo.

Una semana después, éste era el aspecto de mi lista matutina:

6.15, claro y despejado, vientos del sur

8 conejos (7 comunes y 1 tipo liebre)

1 mofeta (joven, con pinta de perdida)

1 zarigüeya (muesca en la oreja izquierda)

5 gatos ( 3 nuestros, 2 salvajes)

1 serpiente (de las de hierba, inofensiva)

1 lagarto (verde, del mismo color de las hojas de lirio de día, muy difícil de ver)

2 halcones de cola roja

1 zopilote

3 sapos

2 colibríes (¿Trufas?)

Odonata, Hymenoptera y Arachnidae variados y no contados

Se lo enseñé al abuelito, que asintió para dar su aprobación. Es asombroso lo que uno puede ver cuando se sienta a mirar.

Capítulo 3

Guerras de zarigüeyas

Semillas del mismo fruto y crías de la misma camada pueden diferir considerablemente entre ellas, aunque crías y padres [...] hayan sido expuestos aparentemente a unas condiciones de vida exactas.

L
as guerras de zarigüeyas habían empezado otra vez y éstas se pasaban el rato enzarzándose en el porche de atrás —si es que a una guerra de pasividad e inacción se le puede llamar enzarzarse, claro—. Esto me ofreció un excelente campo de estudio, pues cada noche la batalla tenía lugar exactamente así: una zarigüeya corpulenta y grisácea surgía de debajo de la casa en busca de su desayuno nocturno de sobras de la cocina o lo que fuera. Inevitablemente la sorprendía un gato de exterior que patrullaba por el porche como parte de sus dominios. Gato y zarigüeya se quedaban mirando con unos ojos grandes y redondos de mutua sorpresa, y entonces la zarigüeya gruñía y se pegaba al suelo. Permanecía así, inmóvil y tiesa, con una mueca en la boca que dejaba a la vista sus dientes de aguja fina. Mantenía los ojos y los bigotes petrificados. Parecía realmente que se hiciera la muerta.

El gato, siempre atónito ante esta exhibición como si la viera por primera vez, la observaba maravillado. Se acercaba al cadáver con cautela y, vacilando, olisqueaba el suelo a su alrededor. Entonces adoptaba esa forma de hogaza propia de los gatos y contemplaba a su enemigo vencido con gran satisfacción felina, una vez cumplida su misión. Al cabo de un rato se aburría y se alejaba hacia la puerta de la cocina, con la esperanza de gorronearle alguna limosna a Viola. El cadáver yacía tal cual otros cinco minutos y entonces, sin previa ceremonia ni aviso, se levantaba tambaleándose y se alejaba como si nada en busca de su propia comida.

Esta escena sucedió noche tras noche durante todo el verano. Ni los contendientes ni yo nos cansábamos de ella. Qué satisfacción ver una guerra sin sangre en que cada parte estaba igual de convencida de su propio triunfo.

Cada mañana, la zarigüeya regresaba a las cinco en punto. Volvía a meterse por debajo de la casa y subía por dentro de la pared que había junto a mi cama. Su correteo me despertaba con la fiabilidad de un despertador: era mi zarigüeya de las cinco en punto. No le hablé a nadie de ella porque, de haberlo sabido mamá, habría mandado a Alberto, el marido de SanJuanna, a rellenar el agujero de debajo de la casa y poner una trampa. Pero yo no lamentaba que la casa de la zarigüeya estuviera en la nuestra. (Pregunta para el cuaderno: ¿cómo sabe la zarigüeya la hora exacta?)

Le pregunté al abuelito por este tema. Dijo, muy serio: 

—A lo mejor lleva un reloj en el bolsillo, como el conejo de Alicia.

—Sí, claro —contesté yo intentando no sonreír, sin conseguirlo. Lo apunté en mi cuaderno para acordarme de explicárselo a Lula, mi mejor amiga.

Una tarde, mientras el abuelito se afanaba con su fórmula para hacer licor con las pacanas, me senté en un taburete alto a su lado y lo observé trabajar. Del techo de las viejas dependencias de esclavos había colgado a diferentes alturas cerca de una docena de lámparas de queroseno, así que había que vigilar con la cabeza. Las lámparas llenaban el pequeño espacio de una luz amarilla y danzarina. A mamá le aterraba que aquello se incendiara, y le decía a Alberto que dejara siempre un cubo grande de arena húmeda del río en cada esquina. Las ventanas no tenían cristales, sólo trozos de saco de estopa colgados en un fútil intento por mantener a los insectos fuera. Era el paraíso de las polillas.

El abuelito llevaba años trabajando en la forma de destilar pacanas en licor. El experimento en sí no me interesaba, pero con él nunca me aburría, pues hablábamos mientras trabajaba. Yo le iba pasando cosas y le afilaba los lápices, que él guardaba en un viejo tazón agrietado.

Tendía a tararear alegres fragmentos de Vivaldi si el trabajo marchaba bien; cuando no lo iba tanto, siseaba suavemente bajo el matorral de su bigote. Elegí un momento en que tarareaba en clave mayor para preguntar:

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