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Authors: Jacqueline Kelly

Tags: #Aventuras, infantil y juvenil

La evolución Calpurnia Tate (6 page)

BOOK: La evolución Calpurnia Tate
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Nunca me paré a pensar de dónde salía Viola; simplemente siempre había estado allí, dando puñetazos a una masa, pelando manzanas, preparando asados enormes en invierno y friendo montañas de pollo en verano. Nadie, ni siquiera mamá, se metía en su territorio: la cocina. Entre una comida y otra podías encontrarla inspeccionando las gallinas, los cerdos o la huerta, a ver qué habría en el próximo menú, o sentada a la mesa de la cocina con una taza desportillada de café al lado, descansando antes de la siguiente comida gigantesca.

Debía de tener cuarenta y tantos; era guapa y enjuta, y siempre llevaba un vestido teñido a mano y un delantal largo, con el pelo recogido en un pañuelo limpio. Aunque era delgada, tenía una fuerza sorprendente cuando te agarraba del brazo para obligarte a hacerle caso. Vivía ella sola en las viejas dependencias de esclavos pasado el laboratorio del abuelito, que, aunque antaño acogieron a una docena de personas o más, eran del tamaño ideal para una sola. En algún momento habían instalado un sencillo suelo de tablones encima del de tierra batida. Disponía de una estufa de leña para el invierno y de un lavamanos de zinc con su propia bomba.

La piel de Viola no era más oscura que la mía al final del verano, aunque ella procuraba no ponerse al sol, mientras que a mí no me importaba. Sólo tenía un cuarto de sangre negra, pero eso la convertía en lo mismo que si lo fuese del todo. Supongo que en Austin hubiera podido «colar», pero era un asunto terriblemente arriesgado. Si lo hacía y la desenmascaraban, podían caerle unos azotes, la cárcel o algo incluso peor. Una mujer con una octava parte de negra que se había colado en Bastrop se casó con un granjero blanco que era un mal tipo. Tres años después, él descubrió su certificado de nacimiento en un baúl y la mató con la horca. Pasó diez meses en la cárcel del condado.

Viola y mi madre tenían una buena relación, y yo nunca vi ninguna arrogancia entre ellas. Pienso que mamá apreciaba realmente la barbaridad que era cocinar tres veces al día para tanto hombre hambriento y sabía que el barco de nuestra familia se hundiría sin sus servicios. La puerta oscilante entre la cocina y el comedor se dejaba abierta excepto cuando teníamos invitados a cenar. Al pasar, te hacías una idea de cómo iba la comida siguiente —y el humor de Viola— por la cantidad de ruido de cacharros.

En ocasiones se sentaban las dos en la cocina a decidir comidas y repasar las cuentas del hogar. Mamá se aseguraba de que, además de su sueldo semanal, Viola tuviera unas bonitas telas nuevas de algodón en verano y de franela en invierno. También compartía con ella ejemplares de la Revista para mujeres y, aunque Viola no sabía leer, disfrutaba hojeándolos y comentando la escandalosa última moda de París. En su cumpleaños recibía un dólar de plata; en Navidad, le regalaban rapé. Viola no lo tomaba a menudo, pero necesitaba una dosis generosa antes de preparar su magnífico pastel de merengue de limón, una maravilla de tarta con crema de limón y altísimas claras de huevo montadas, a las que daba vida con su cuchara de madera durante diez angustiosos minutos de un ejercicio que la dejaba jadeando y exhausta. Cada vez que la veía sacar el rapé, me decía:

—Es una costumbre asquerosa, niña. Si la coges, te muelo a palos.

Era la única vez que me amenazaba, y en general nos llevábamos bastante bien, pero no tanto como Harry y ella. Harry siempre había sido su ojito derecho, el más guapo y encantador y de todo.

Su otra compañía preferida era Idabelle, la única gata de interior, cuya ronda de guardia incluía la cocina, la despensa y el lavadero, y cuya misión era mantener a los ratones lejos del tarro de harina. Viola la adoraba, cosa bastante rara, ya que a duras penas toleraba a los demás gatos —los de exterior—, a los que a veces echaba del porche con la escoba. Idabelle era atigrada y gorda; era buena en su trabajo y, a pesar de que tenía su propia cesta en un rincón junto a la estufa, a veces subía al piso de arriba, se dormía en tu almohada y se enroscaba alrededor de tu cabeza como un sombrero peludo y ronroneante. En invierno era estupendo, pero en verano era inaguantable. En verano la echábamos de la casa un montón de veces, para gran satisfacción de los gatos de exterior.

A los perros de exterior se les acostumbraba a ver despatarrados en el porche delantero o bien encerrados junto al establo, depende de lo pesados que estuvieran ese día determinado.
Áyax
, su líder, siempre agradablemente agotado de la vida, se pasaba los días dormitando en el porche; de vez en cuando abandonaba su sueño para mordisquearse una pulga, pero se volvía a desplomar con un hondo suspiro de felicidad. A mí me gustaba pensar que soñaba con patos y palomas, a la espera de la temporada de caza, cuando pasaría a la acción y trabajaría duro un par de semanas, como el perro que era.

Áyax
tenía otro motivo para estar contento con su suerte: de todos los perros, era el único de interior. Los demás, Homero, Héroe y Zeus, eran estrictamente de exterior. Todos lo sabían, pero eso no les impedía apiñarse emocionados en la puerta principal cada vez que ésta se abría, cada puñetera vez, pese al hecho de que nunca jamás les dejábamos entrar. Esto me gustaba especialmente de los perros: que a pesar de toda una vida de negativas, nunca perdían la esperanza.

No cabe duda de que los perros de exterior pensaban que
Áyax
llevaba una vida de perrito faldero mimado una vez traspasado el mágico umbral. No entendían que las infrecuentes ocasiones en que lo juzgábamos lo bastante limpio, seco y libre de pulgas como para entrar en casa, lo obligábamos a quedarse en un rincón del recibidor y le prohibíamos entrar en el salón o subir al piso de arriba. Aun así, existía una clara jerarquía basada en este hospedaje, y él trataba con prepotencia a los demás. Todos los perros eran pacíficos y tolerantes (si no, papá no los habría tenido por allí), y mis hermanos pequeños se les podían subir encima siempre que nos les tirasen demasiado fuerte de las orejas. Cuando eso ocurría, ellos, los perros, escurrían el bulto tímidamente y se escabullían debajo del porche. A veces se acercaban a husmear por el laboratorio, y aunque el abuelito parecía tenerles cariño, nunca les dejaba entrar. Bien pensado, a los humanos tampoco les dejaba, excepto a mí.

Capítulo 5

Destilaciones

Hemos visto que sin duda el hombre puede utilizar la selección para obtener grandes resultados [...]. Pero la selección natural [...] es una potencia incesantemente lista para la acción e inmensamente superior a los pobres esfuerzos del hombre, como las obras de la naturaleza lo son a las del arte.

U
na noche que fui al laboratorio del abuelito, me encontré con que acababa de hacer algún tipo de progreso con su licor. Sostuvo un pequeño vial a contraluz y lo miró con aire reflexivo.

—Calpurnia —dijo—, creo que quizá tengamos algo que se aproxime a lo bebible. Fíjate que no estoy diciendo que esté bueno, sólo que ya no es nauseabundo. Esto otro —abarcó con un gesto las filas de botellitas tapadas— sólo sirve, que yo sepa, para fregar suelos sucios de barcazas. El nuevo no es exactamente bueno, aún no, pero...

—¿Por qué es mejor? —quise saber.

—He filtrado la cuarta destilación a través de una mezcla de carbón vegetal, cáscaras de huevo y de pacana y posos de café. Creo que lo guardaré una temporada en roble, a ver qué pasa.

Puesto que ninguna otra tanda había sido seleccionada para ese tipo de conservación, se trataba de un gran paso. Lo vertió en un pequeño barril de roble del tamaño de una hogaza de pan.

—Perdona —dijo, volviéndose hacia mí—, no he caído en ofrecerte un poco. ¿Te importa probarlo y decirme qué te parece?

Me entregó una medida pequeñísima, unas gotas de nada, y lo olisqueé con cautela. Olía mucho a pacanas —eso me tranquilizó— y un poco a algo tipo queroseno —eso no—. Creo que se había olvidado de que yo sólo tenía prácticamente doce años. 

—Será más fácil si te tapas la nariz y te lo bebes de un trago —me aconsejó el abuelito.

Me pellizqué la nariz y me eché aquello gaznate abajo.

Os diré una cosa: si lo llaman aguardiente, es por algo. Estallé en el peor ataque de tos del mundo mientras esa pócima me quemaba la garganta. Me sentí como si sufriera una combustión espontánea. Creo que estuve a punto de caerme al suelo, aunque en realidad no me acuerdo, porque tosía muy fuerte. Sí me acuerdo de que el abuelito me sentó en el brazo de su silla y estuvo varios minutos dándome golpes en la espalda, hasta que pude volver a respirar. Me miró consternado mientras mi tos se reducía a algún estallido ocasional y, por último, a un doloroso hipo que casi me disloca. Me escudriñó.

—¿Estás bien? Supongo que aún tienes que aprender a aguantar la bebida. Toma —dijo, y se sacó un caramelo de menta del bolsillo del chaleco—, esto te hará sentir mejor.

Asentí, hipé y chupé el caramelo con fruición, mientras las lágrimas corrían incontrolables por mi rostro y mi nariz. 

—Vaya por Dios —exclamó. Se sacó un enorme pañuelo blanco del bolsillo y me lo puso en la nariz—. Sopla.

Emití unos sonidos roncos y me encontré un poco mejor. Me sirvió un vaso de agua de la garrafa que tenía siempre a mano para quitarse el mal sabor de sus experimentos.

—Ya está, ya está. —Me dio unas palmadas en la espalda—. En fin, tendré que apuntar mis observaciones en el registro. Y tú, como colaboradora mía, también podrías anotar algo en este día memorable.

Acercó una lámpara y, mientras escribía en el libro de cuentas, su pluma de acero chirrió sobre el papel. El libro rebosaba de minucias sobre sus muchas tandas fracasadas. Después me pasó la pluma.

—Toma, apunta fecha y hora y tus observaciones en esta columna, y luego firma debajo.

En clase de caligrafía del colegio, acabábamos de ascender del lápiz a la tinta hacía muy poco. Me preocupaba hacer un borrón, pero no escribí demasiado mal, teniendo en cuenta mi reciente trauma:

Tanda nº 437: 21 de Julio de 1899

Ha salido muy bien

Calpurnia Virginia Tate

El abuelito observó mi comentario. Yo hipé.

—Calpurnia —dijo, mirándome—, como científica debes ser veraz con tus observaciones.

Y me volvió a entregar la pluma. Escribí en la línea siguiente: 

Provoca un poco de tos

No era un comentario inspirado ni inspirador, lo reconozco. En realidad casi me muero, pero no podía escribir eso. El abuelito giró el libro para leerlo y sonrió.

—Ya lo creo —afirmó—, y es culpa mía. Creo que lo mejor será no contarles nada de esto a Margaret y Alfred. Por desgracia, ellos no entienden los principios de la investigación científica, ni los sacrificios que uno debe estar dispuesto a hacer.

Lo miré boquiabierta. ¿Decírselo a mis padres? ¿Estaba loco? Antes me bebería toda una garrafa de esa cosa. Entonces oímos a Viola tocar la campana en la puerta de atrás: era hora de lavarse para ir a cenar. Yo estaba un poco mareada. Solté otro hipo y nos miramos el uno al otro.

—Toma —dijo—, será mejor que te comas otro caramelo. 

Fuimos a la casa y me las arreglé para lavarme las manos y ponerme un delantal limpio sin que lo notaran. Entramos en el comedor. Papá le retiró la silla a mamá y todos nos sentamos. SanJuanna vino y esperó junto al aparador para servir. Mi padre comenzó la plegaria y todos agachamos la cabeza.

—Dios, te damos las gracias por... 

—¡Hip!

Fue uno suave, y tal vez habría pasado desapercibido de no ser por los idiotas de mis hermanos. Travis y Lamar susurraron y se agitaron, y Jim Bowie me lanzó una mirada por encima de la cúpula que formaban sus manos. Mamá los fulminó con la vista y ellos se calmaron.

—Por los dones de tu cosecha y por estos alimentos, que... 

—¡Hip!

Mis hermanos se rieron con disimulo. 

—Calpurnia, chicos, ya basta —siseó mi madre. 

—Lo siento, mamá —respondí con un hilo de voz.

Supe que otro estaba naciendo en lo más hondo de mí y que no podía hacer nada al respecto, pero aun así, contuve el aliento y me resistí con todas mis fuerzas.

—Que nos dan el vigor de la gracia de Nuestro Señor... 

Por fin salió, y esta vez era gigante.

—¡Hip!

Oh, mis hermanos reventaron de risa. El abuelito miraba el techo con gran interés.

—¡Por todos los santos! —exclamó mi padre, que no entendía nada.

Mamá arrojó su servilleta sobre la mesa.

—¡Ya está bien! —gritó—. ¿Se puede saber qué te pasa? ¿Es que te has criado en un establo? Vete a tu habitación ahora mismo. Y los demás, controlaos o saldréis detrás de ella. Nunca había visto un comportamiento semejante durante la bendición de la mesa. ¡Y en mi propia familia!

Quise explicar que no podía evitarlo, que no lo hacía a propósito, pero eso habría significado revelar el secreto que teníamos el abuelito y yo, y prefería que me partiera un rayo a contarlo. Cuando me levanté de la mesa, el abuelito escudriñó la araña y se atusó el bigote con el dedo índice. Pasé por detrás de la silla de mamá, que dijo:

—¿Qué es ese olor?

—Menta —farfullé sin detenerme.

Me sentía rara y con unas ganas repentinas de echar un sueñecito. Mientras subía las escaleras pude oír a mi padre empezar la plegaria otra vez desde cero. Me encerré en mi habitación y trepé a mi alta cama de latón.

Debí de dormirme, porque me desperté tiempo después con mi propio ronquido. El sol se había puesto y se oía a mis hermanos menores preparándose para la cama, por lo que calculé que serían las ocho o así. La garganta me quemaba un poco menos. Me senté y me di cuenta de que me moría de hambre. Me quedaba una hora hasta tener que acostarme. ¿Llegaría a la despensa sin que me viera mamá? Sería difícil. No me importaba tanto que me viera alguno de los chicos: no creía que fueran a chivarse. Sabían que si me echaban una mano con esto luego podrían cobrárselo cuando lo necesitaran.

Una suave llamada a la puerta interrumpió mi reflexión. ¿Era mamá que venía a reñirme o Harry que venía a rescatarme? Ninguno de los dos. Era Travis, el de diez años, con una de sus nuevas crías de gato en brazos, todas bautizadas con nombres de pistoleros, bandidos y demás maleantes.

—Mira —murmuró mientras me ponía la peluda criatura en las manos—, te he traído a Jesse James. Es el mejor. Te hará compañía.

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