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Authors: Jacqueline Kelly

Tags: #Aventuras, infantil y juvenil

La evolución Calpurnia Tate (33 page)

BOOK: La evolución Calpurnia Tate
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Y la luz estaba rara. La luz que asomaba por los bordes de mis cortinas parecía más bien ausencia de luz. Todos los objetos de mi cuarto habían adquirido un aspecto plano y grisáceo. Entonces
Áyax
ladró, sólo una vez. Fue un sonido tranquilizante, aunque amortiguado y tan llano como la luz.

Aun así, mi pánico pasó a un segundo plano cuando noté que me iba a estallar la vejiga. Necesitaba el orinal desesperadamente, pero antes tenía que afrontar el horror que aguardaba fuera. Consideré el asunto. Si tenías que afrontar el horror, mucho mejor hacerlo con la vejiga vacía.

Por, otro lado, la porcelana del orinal estaría tremendamente fría. Después de sopesar ambas cosas, busqué a tientas el orinal debajo de la cama e hice malabarismos sobre el gélido redondel.

Mucho mejor. Y ahora, lo de afrontar el horror.

Me planté con firmeza ante la ventana y cuadré los hombros en posición militar, respiré hondo y descorrí la cortina. Y ahí estaba: un manto blanco y perfecto cubría el césped, los árboles, el camino y todo cuanto yo alcanzaba a ver; un manto absolutamente virgen, intacto y apacible. Nieve. Tenía que ser nieve.

El mundo no se había acabado: no había hecho más que empezar.

Miré mi habitación y los objetos familiares bajo esa luz extraña: el nido de colibrí en su caja de vidrio, mi cuaderno rojo, mis mariposas enmarcadas... Después de ponerme las zapatillas de conejo y la bata de lana encima del camisón, me desplacé rodeando las tablas ruidosas del centro de la habitación y abrí la puerta con todo el cuidado que pude, pero de todos modos crujió sonoramente por el frío. Esperé a ver si alguien daba señales de vida, pero no se oyó nada, cosa que me alivió porque quería estar sola. Quería aquello sólo para mí.

Bajé las escaleras de puntillas, salí por la puerta principal y me quedé en el porche, arropándome bien con la bata. La temperatura me sorprendió. ¿Cómo podía el mundo ser así de frío? Respiré hondo y sentí el aire como un puñal en el pecho, y el aliento que exhalé formó unas nubes en el aire que desaparecieron antes de poder atraparlas con mis manos. No se oía nada, aparte del fushhh de mi respiración y el ritmo acelerado de mis latidos. No había pájaros en el cielo argentino, ni ardillas en los árboles, ni zarigüeyas. ¿Adónde había ido toda esa abundancia de vida? La falta de seres vivos convertía el paisaje en algo hermoso y a la vez amenazador.

Mientras estaba mirando, un coyote joven salió despacio de entre los árboles, alzando y sacudiendo delicadamente cada pata antes de volver a ponerla otra vez sobre la nieve. Paso, sacudida y pausa; paso, sacudida y pausa... Su rostro mostraba tal expresión de enfado que me reí. Sorprendido, alzó la vista y me vio en el porche, y juro que me miró con desdén. Giró lentamente sobre sus talones y regresó a los árboles tal como había salido, intentando pisar sus propias huellas y con la misma fórmula de paso, sacudida y pausa que al venir.

En fin, si el coyote podía andar en esa cosa, yo también, así que bajé los peldaños y pisé la nieve. No era sólida como el hielo, sino esponjosa. Tampoco era silenciosa, sino que se comprimía bajo mis pasos con un chasquido. Los pies se me helaron de inmediato, resbalé y casi me caí, pero me dio igual. Seguí bajando la escalera frontal y miré tras de mí mis propias huellas, que rápidamente se transformaron en charcos de agua someros y con forma de pie. Ante mí se extendía la perfección. ¿Podría resistirlo? ¿Soportaría estropearla con mi presencia?

Sí, podía. Disfrutaría yo sola de ese regalo momentáneo —ese gran regalo del nuevo siglo— durante un minuto más, unos cuantos segundos preciosos, antes de que el bullicio y los gritos y las pisadas de los otros lo destrozaran para siempre. Con la bata recogida, bajé corriendo por la curva del camino lo más rápido que pude, tambaleándome y resbalando y llena de dicha; sabía que parecía una loca, pero no me importaba. Corrí hasta la calle, que no mostraba ninguna marca de rueda de carro, y me desvié y atravesé la prístina maleza en dirección al río. Allí me topé con una pacana derribada por la nieve, cuyo núcleo crudo y de tonos carne era la única nota de color en todo ese paisaje blanco y negro.

Vi unas cuantas huellas huidizas que habían dejado los pájaros y otras criaturas pequeñas, sin duda tan confundidas como yo ante ese universo blanco y silente. Y cómo no iban a estarlo, si la última nevada había sido décadas atrás. Teniendo en cuenta que un pinzón sólo vivía dos años, ¿cómo iba a transmitir a la siguiente generación la idea de algo que nunca había visto? ¿Desaparecería la palabra en el idioma y en la sociedad de los pinzones? ¿Cómo podía una especie sobrevivir a la nieve si la palabra para designarla se extinguía? Ni la raza de los pinzones ni todas las demás estarían preparadas. Tendría que dejar cantidades de semillas, sebo, heno y jamón para así proveer a todos los eslabones de la cadena alimentaria.

Los pies se me estaban convirtiendo en bloques de hielo y me di cuenta de que estaba agotada. Di media vuelta y regresé. Era la primera mañana del primer día del nuevo siglo y la nieve cubría el suelo. Cualquier cosa era posible.

La casa empezaba a mostrar sus signos habituales de vida matutina. Vi que mi abuelo me observaba desde su ventana de arriba; alzó una mano y me saludó, y yo le devolví el saludo.

Nos quedamos así un instante y luego corrí hacia el calor de nuestro hogar.

Agradecimientos

E
n aras de la ficción me he tomado algunas libertades con la historia de Texas, y pido disculpas a cualquier lector que detecte aquellos puntos en los que he sido indulgente con los hechos. También en aras de la ficción me he tomado libertades con la temporada de floración de ciertas plantas y la taxonomía del género Vicia. Apelo a la comprensión de los botánicos y horticultores con conocimientos del tema. Cualquier error referente a cuestiones científicas es de mi entera responsabilidad.

Gracias a los siguientes organismos por animarme y apoyarme desde el principio: The Mississippi Review, la Comisión para las Artes de Texas, la Asociación de Escritores de Texas y el Museo de Arte de Dallas.

Gracias a Bárbara French de la Protectora de Murciélagos, a la doctora Diana Sánchez—Bushong de la Iglesia Unida Metodista de Westlake, y al doctor Spencer Behmer de la Universidad A&M de Texas, por su experiencia.

Un agradecimiento especial a Lou Ann y Jim Bradley por dejarme usar su cabaña cuando la necesité; gracias a la profesora Roberta Walker de la Universidad de Texas, en El Paso, que sería capaz de enseñarle a escribir a una piedra; a Lee K. Abbott y Grace Paley; a Shelley Williams Austin, el doctor Michael Glasscock, a Karen Stolz, a Roberta Preston Pazdral, a Gerry Beckman, a Robin Allen y a Katherine Tanney; gracias a Mike Robinson y a su hija Callie, y a Phil y Jennie Tate por el nombre de nuestra heroína. Gracias a los Fabulosos Escritores de Austin por su apoyo infinito: Pansy Flick, Graciela Fleming, Nancy Gore, Gaylon Greer, Jim Haws, Cecilia Jones, Kim Kronzer, Laura van Landuyt, Diane Owens y Lottie Shapiro. A Houston White, Dian Donnell y Charlie Prichard por presentarme a la Old House; al difunto John Sandy Lockett por el relato del murciélago, que juraba que le ocurrió de verdad en el Scholz's Garden de Austin (una historia improbable, sí, pero nunca me dio un motivo para dudar de él). A mis primeros lectores, Joe Kulhavy, Wayne Price, Roxanne Hale Drolet, Carol Jarvis y Noeleen Thompson por sus ánimos, junto con mi «comadre» Val Brown, que enseña piano con amabilidad y aliento y no se parece en nada a la señorita Brown. A mi agente, Marcy Posner, por fijarse en mí. A Laura Godwin, Noa Wheeler, Ana Deboo, Marianne Cohen y toda la gente de Holt que ha hecho mejorar este libro.

Y, por supuesto, un agradecimiento especial a Gwen Moore Erwin. Después de todos estos años.

Notas

[1]
En inglés suena como
I'm a hog
, es decir: Soy un cerdo.
(N. de la E.)

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