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Authors: Jacqueline Kelly

Tags: #Aventuras, infantil y juvenil

La evolución Calpurnia Tate (28 page)

BOOK: La evolución Calpurnia Tate
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Una larga cola de gente esperaba para probar el nuevo invento. Se me cayó el alma a los pies cuando el señor Grassel se puso detrás de mí.

—Hola, Callie —me saludó muy jovial—. Veo que llevas una medalla. ¿Me la dejas mirar?

Hizo como si fuese a tocarla, pero yo me encogí y me aparté de él.

—Es por hacer puntilla —dije en tono aburrido—. Señor.

—¿Cómo está tu familia?

—Bien.

Travis apareció luciendo una cinta azul, contento por primera vez en mucho tiempo. Vino a enseñármela y yo lo agarré de brazo y lo atraje a la cola conmigo.

—Déjame ver tu medalla, chico —le dijo el señor Grassel—. ¿Por qué es? «Mejor conejo de angora». Se gana un dinero considerable con la angora, hijo. Empiezas pronto, ¿eh?

—Gracias, señor —respondió Travis con cara de sorpresa—, pero Bunny es mi mascota: no lo puedo vender. Es el conejo más grande y con más pelo que he tenido nunca.

—No hay necesidad de venderlo —señaló el señor Grassel—. Puedes ponerlo de semental y cobrar por hacer que críe. 

Travis pareció intrigado. Él se dedicaba sobre todo a los gatos, y nadie le había sugerido nunca que pudiese ganar dinero haciendo criar a Jesse James o a Bat Masterson.

—¿Y no tienes que vender el conejo? —preguntó.

—No, Travis —contestó el señor Grassel—. Alguien te alquila a Bunny por una hora y lo junta con su coneja para que tengan bebés.

—¿Y después te lo devuelven? 

—Claro que sí.

—¿Y te dan dinero? 

—Precisamente. En metálico.

—Jo, nunca lo había pensado. ¿Y cree que a Bunny no le importaría?

—Oh —dijo el señor Grassel, y guiñó el ojo con una tímida sonrisa—, seguro que a Bunny le gustaría mucho. Iría a trabajar de lo más animado. —Se rió con disimulo.

Travis se puso pensativo y vi que un universo nuevo se abría ante él, mientras avanzábamos muy poco a poco hacia el mostrador.

Le di la espalda al señor Grassel y fingí interesarme en el letrero rojo y blanco colgado en lo alto, y él acabó entablando conversación con la gente que tenía detrás y nos dejó tranquilos. Cuando nos llegó el turno a mi hermano y a mí, cada uno pagó sus cinco centavos por una Coca—Cola. Con cuidado, nos llevamos nuestras bebidas burbujeantes afuera. Travis levantó la suya para beber y dijo:

—¡Oh, pica!

Yo alcé la mía y noté las burbujas bailando contra mis labios; le di un sorbo y la sentí arder en mi garganta, cortante y dulce y distinta a todo lo que había probado. ¿Cómo podías volver a beber leche o agua después de eso? Ambos lo engullimos con avaricia y corrimos directos a la carpa para volver a la cola. Esta vez compramos dos vasos cada uno, con lo que nos gastamos todo el dinero, pero nos los bebimos más despacio, mientras veíamos ascender las burbujas y los hacíamos durar. Nos sentimos extraordinariamente vitales y extremadamente refrescados, diría yo. Travis soltó un eructo apoteósico y nos dio una risa incontrolable.

—¡Como te oiga mamá! —dije.

—¡Uy, no! —Sluurp—. ¡Qué va! —Sluuuuurp.

Lula y la señorita Gates pasaron por allí, y mi amiga llevaba tantas medallas que parecía un árbol de Navidad con patas. Travis y ella se saludaron y él la siguió. Ya no me importaba haber quedado la tercera de tres principiantes en puntillas. ¿Qué más daba? Me pregunté dónde estaría el abuelito mientras acotaba mi dudoso derecho a la celebridad en la elaboración de encajes. Lamar pasó en busca de Lula.

—Lamar —le dije—, ¿has visto al abuelito?

—La última vez estaba en la carpa de maquinaria. Creo que se ha pasado el día ahí. Está después del ganado. Oye, Callie, ¿me prestas cinco centavos?

—No tengo ni uno.

Me miró con aire de sospecha. 

—¿Y el dinero del premio? 

Me reí.

—¡El dinero del premio! ¡Ésta sí que es buena! ¡Si sólo me han dado esta cinta!

—¿Y para qué sirve una cinta? ¿Por qué te ríes así? ¿Por qué no te dan algo de dinero en vez de eso? Lo necesito para el tiro al blanco, yo nunca tengo.

—Ganaste un montón en la limpiadora, ¿qué has hecho con él?

—Nada —contestó taciturno.

—Te lo has gastado en la tienda, ¿no? En esos caramelos de un centavo.

No obtuve respuesta. Lo dejé refunfuñando sobre el estado de su economía y fui hacia la tienda de maquinaria. Cómo no, ahí es donde estaba el abuelito. Tendría que habérseme ocurrido: el ganado y el algodón ya no tenían ningún atractivo para él. A medida que me acercaba, el tabaco volvía el aire más denso. Auténticas nubes de humo salían flotando por la puerta de la carpa y se filtraban por las costuras. Había tantos hombres fumando en el interior que parecía que estuviera en llamas.

Tosiendo, entré y me abrí paso entre la muchedumbre de hombres y chicos, apiñados con gran excitación alrededor de lo último en arados y trilladoras. Pero el mayor puñado de curiosos y admiradores se arremolinaba en torno a algo que había al fondo de la carpa. Mientras empujaba para llegar allí, recitando un mecánico «perdone» entre la ruidosa aglomeración, me topé con Harry, que escoltaba a Fern Spitty y le abría un pasillo para que ella avanzara en aquel desmadre.

—¡Harry! —grité—. ¿Has visto al abuelito?

—Está ahí, al lado de eso. No se ha movido en todo el día. 

—¿Qué es eso? —chillé.

—¡Un automóvil! 

—¡Ah!

Fern y yo nos dijimos hola y adiós moviendo los labios y gesticulando y él se la llevó. Me di cuenta de que iba cogida del brazo de Harry.

Aquello estaba absolutamente abarrotado. Tardé otros cinco minutos en llegar y creí me asfixiaba con todos esos puros y pipas, pero al menos estaba cerca del suelo, donde el aire era un poco más fresco. Imposible ver la cima de la carpa, pues las volutas de humo lo oscurecían todo. Al final, justo cuando pensaba que me iba a desmayar, me abrí paso entre el último corro de espectadores y ahí estaba, en toda su deslumbrante gloria, algo nunca visto hasta entonces: un carruaje sin caballos.

¿Cómo describirlo? Parecía la velocidad encarnada, como si su perfil lo hubiera esculpido el viento. Estaban los accesorios de metal reluciente, el faldón de gráciles curvas y el asiento de cuero negro almohadillado. Y estaba mi propio abuelo sentado en él, escudriñando atentamente el volante como hipnotizado. A su lado había sentado un señor alto, que le gritaba al oído y hacía gestos señalándole los mandos. Resulta que era el propietario, y el abuelito le estaba ofreciendo dinero ahí mismo por la máquina —el doble de lo que había pagado él, después el triple y después el quíntuplo—, pero el señor alto no vendía a ningún precio. Logré subir junto al automóvil y tiré del abrigo del abuelito mientras el propietario gritaba: «¡Lo siento, no está en venta!» y se bajaba de la máquina.

Cuando el abuelito me vio, le dijo algo más al señor y me señaló a mí. Yo no oía lo que decía, pero le estaba contando nuestro parentesco y al cabo de un segundo el señor alto me alzó y me puso en el asiento junto a mi abuelo. Cosa que a la multitud le gustó, como quedó claro por la sonora ovación que me dedicó y que llevó el estruendo a un nivel increíble. Por un momento el ruido me aturdió, y sólo pude pensar en que las pantorrillas se me pegaban al cuero y tenía que bajarme el vestido más allá de las rodillas. Pero al cabo de un segundo alguien me levantó en volandas y me devolvió al suelo. El abuelito se bajó por el otro lado y el señor alto les asintió a otros dos curiosos, que se apresuraron a ocupar nuestros puestos. Nadie condujo esa cosa; ya era una experiencia abrumadora sentarse en ella, verla y tocarla y estar en su presencia, aunque estuviese parada.

El abuelito me cogió de la mano e iniciamos nuestra lucha por volver a la entrada. El ruido, el humo y la presión de la gente me hicieron sentir mareada y débil. Pensé: «Bueno, al final voy a ver cómo es desmayarse, pero si lo hago aquí tendré que hacerlo de pie, porque no hay donde caerse. Y sería toda una primicia». En el instante en que creí que no podía más, irrumpimos en el exterior y respiramos aire fresco.

—Ha intentado comprar la máquina, ¿verdad? —resoplé. 

—No la vende a ningún precio, y no lo culpo —dijo—. Tenemos que volver a casa: tengo que escribir... no, telefonear a la fábrica de Duryea, en Massachusetts, y encargar uno. Motor de combustión interna. ¡Piénsalo! ¡La potencia de cuatro caballos!

—No me encuentro muy bien —respondí—. Creo que descansaré un rato. Vaya tirando.

El abuelito me observó y dijo:

—Estás colorada. ¿Seguro que todo va bien?

—No pasa nada, es el humo —contesté sin energía mientras el mundo se oscurecía y yo caía hacia atrás.

Los desmayos. Un tema que siempre me había intrigado. Las heroínas de los libros se desmayaban mucho: se balanceaban con elegancia y caían en un sofá acolchado y bien a mano, o en los oportunos brazos de un preocupado pretendiente. Esas heroínas siempre eran esbeltas y conseguían aterrizar en posturas gráciles y reposadas, y volvían en sí con sólo pasarles por la nariz un frasco de sales ornamentado.

Yo, en cambio, caí como un toro derribado y tuve suerte de aterrizar en la hierba y no abrirme la cabeza. Y si me recuperé no fue gracias a los vahos de las sales, sino a medio cubo de agua fría que me arrojaron a la cara. Abrí los ojos y miré el cielo. Un corro de rostros me observaba. «Qué cielo tan azul —pensé—. Y mira, ahí hay una nube parecida al pelaje de Bunny, ¿y por qué toda mi familia me mira de esta manera, y cuál de mis estúpidos hermanos me está tirando agua?»

—Bicho, bicho, ¿me oyes?

La voz de Harry me llegó desde muy lejos. Localicé su cara, que por algún extraño motivo era ondulante, y le dije con voz ronca:

—Claro que sí, Harry. —A su lado vi a Fern Spitty, que vibraba de una forma curiosa y cuyo enorme sombrero me tapaba buena parte del horizonte. Y aunque ya la había visto una docena de veces, la saludé, soñolienta—: Hola. Encantada de conocerte.

Con esto me gané otro medio cubo de agua en la cara. Vale, ya tenía suficiente. Me incorporé y me sacudí el agua del rostro como un perro empapado, y contemplé el corro a mi alrededor. El abuelito me cogió la muñeca para buscarme el pulso.

—Calpurnia, ¿a qué orden pertenece la araña que comúnmente se conoce como zancuda? —me preguntó.

—Al de los Opiliones.

—Muy bien —dijo—. Creo que ya está mejor. 

—Paren de echarme agua —le pedí al corro en general. 

Junto al abuelito estaban Travis y Sam Houston. No vi ningún cubo por allí; seguro que uno de los dos lo escondía detrás de la espalda. Luego, cómo no, se montó una gran tangana cuando me pusieron en pie, me quitaron la hierba, me dieron limonada y me metieron en una calesa prestada para llevarme a casa. No estaba lejos, pero no me dejaron ir caminando. Y como no encontraron a mamá ni a papá, me llevó Harry y Fern Spitty nos acompañó.

El aire fresco que me dio en la cara mientras trotábamos a buen paso camino de casa me hizo sentir muchísimo mejor. Al principio agradecí las atenciones, pero a medida que me reanimé enseguida me resultaron opresivas.

Viola nos recibió en la puerta, me echó un vistazo y dijo:

—Ay señor, ¿y ahora qué, señorito Harry?

No me pareció que hubiera necesidad de adoptar ese tono, en especial delante de una visita.

—No es nada, Viola —dije con gran dignidad—. Sólo me he desmayado. No hace falta que te preocupes por mí.

—Se encuentra bien, Viola —confirmó Harry—. En la carpa había mucho humo y hacía mucho calor. Vamos a sentarnos. Señorita Spitty, ¿le apetece una taza de té? ¿O tal vez una limonada fría?

Y como la señorita Spitty opinó que una taza de té sería deliciosa, Viola se fue a prepararla. Nos sentamos en el salón y nos miramos la una a la otra. Examiné bien su rostro y encontré su expresión absolutamente carente de ese matiz avaricioso que había mostrado Minerva Goodacre. La señorita Spitty tenía el pelo de un rubio frambuesa, que desde luego no estaba de moda, pero a mí me parecía un color bonito. Tenía la piel rosa claro y los ojos azul pálido, y aunque en conjunto daba una impresión de palidez y fragilidad, su mirada alerta y sus rasgos expresivos la salvaban de parecer insípida. Comparada con la odiosa Minerva Goodacre, salía bien parada. A lo mejor tendría que acabar concediéndole mi aprobación. Seguro que eso aliviaría mucho a todo el mundo. Me sonrió y yo le sonreí a ella. El reloj hacía tictac en la repisa de la chimenea.

Viola entró con una bandeja de la mejor porcelana, la dejó en la mesa y me miró.

—Señorita Calpurnia —dijo. 

—¿Qué?

—Creo que es hora de que te vayas a descansar, después de desmayarte y todo.

—Me encuentro bien.

—Creo —repitió— que es hora de que te vayas a descansar. 

—Me apetece un poco de té —respondí.

—Creo que es hora. Ya. Vamos. 

—Oh.

—Te subiré el té a la habitación —dijo. 

—Vale.

Otra vez me echaban. Aun así, la idea de acurrucarme con La isla del tesoro y un paño frío no estaba tan mal. Dejé el salón con acompañamiento de un incitante entrechocar de la vajilla y un leve tintineo de cucharillas y subí las escaleras. SanJuanna me trajo una jarra de agua fresca y una toalla limpia. Viola llegó después trayendo una bandeja con la segunda mejor porcelana, como ofrenda de paz por haberme desterrado. 

—Ten cuidado con esta bandeja —me avisó—. Si rompes algo...

—No hace falta que me lo digas.

Dejó la bandeja e inspeccionó la medalla, que yo había dejado en el tocador.

—Te han dado un premio —comentó—. ¿Cómo ha sido? 

—¿Tú que crees? —respondí con mal humor.

—¿Todos los jueces eran ciegos? 

—Ja, ja.

—Ya lo tengo: sólo participabais tres. 

—Sí.

—Mmm. Pero eso no tienes por qué contárselo a la gente. En fin, no desportilles nada.

Cerró la puerta al irse. Admiré el gracioso dibujo de flores doradas y rosas en la translúcida porcelana fina y pensé que, al fin y al cabo, algunos aderezos de la civilización no eran tan malos. Bebí té y volví a mi compañía de esa tarde: loros, piratas y el mar.

Capítulo 24

Harry corteja otra vez

El hombre, tan débil, puede hacer mucho mediante el poder de la selección artificial [...].

A
ceite de hígado de bacalao. El fantasma sombrío de la cuchara cargada con ese aceite apestoso me vino de pronto a la cabeza dos horas después, cuando oí que el carromato enfilaba el camino de grava con mamá, papá y los tres pequeños. Si mamá pensaba que me había desmayado porque estaba enferma, iba lista. Harry me contó más tarde que junto a Fern habían regresado a la feria y allí se lo habían explicado todo a mis padres. Harry hizo hincapié en el humo que había en la carpa para evitarme la infame medicina, y por lo visto funcionó, junto con el hecho de que salí a buscarles al porche principal, todo lo alegre y vivaz que pude, con mi medalla puesta y casi brincando de tanta salud.

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