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Authors: Jacqueline Kelly

Tags: #Aventuras, infantil y juvenil

La evolución Calpurnia Tate (8 page)

BOOK: La evolución Calpurnia Tate
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—Lula, mira qué han hecho con mi pelo. Qué horror, ¿no? 

Como tenía los labios sellados, respondió con una respiración larga y vibrante a través de la nariz. Me dio la sensación de que se le había olvidado cómo hablar.

—Lo harás muy bien, Lula —continué—. Has tocado esa pieza un millón de veces. Respira hondo un poco más. Y si no funciona, bueno, siempre te queda tu cubo.

Miré alrededor. Harry estaba de pie frente al espejo de una esquina, echándose pomada de lavanda y dividiéndose el pelo minuciosamente con un peine, una y otra vez. Nunca antes le había visto preocuparse tanto por su aspecto. Al ser el mayor, tocaría el último, pero tendría que sentarse en el escenario y sufrirnos a todos los demás hasta que le tocara.

La señorita Brown regresó y nuestras madres nos hicieron unas advertencias finales antes de irse corriendo. Mis últimas instrucciones me las murmuró Viola:

—No te toques el pelo. Lo digo muy en serio.

Hicimos una fila en silencio. Nadie hablaba ni empujaba y todos nos estábamos quietos. Harry me guiñó el ojo desde la cola. Lula temblaba delante de mí, de las trenzas a los dedos de los pies.

—Lula —dijo la señorita Brown—, tienes que dejar ese cubo. —Lula no se movió—. Calpurnia, cógeselo.

Le di una palmada a Lula en el hombro y dije: 

—Dámelo, Lula. Ya es la hora.

Se me quedó mirando con cara de súplica. Acabé por arrancarlo de sus manos sudorosas. La señorita Brown dijo: 

—Niños, hoy tenéis que mostrar vuestro mejor porte. Barbillas arriba, pechos fuera.

Abrió la puerta lateral del auditorio y marchamos tras ella hacia lo que sonaba como una fuerte lluvia sobre un techo de hojalata. Eran aplausos, y Lula se estremeció como un cervatillo asustado. Por un momento pensé que echaría a correr. Hice un rápido y complejo cálculo mental de hasta qué punto podían culparme a mí si se iba, pero la pobre Lula aguantó y permaneció en la fila.

Entonces vi a la señorita Brown flotar majestuosamente hacia arriba en cabeza de fila. ¿Por qué? ¿Cómo? ¿Qué estaba ocurriendo? Tardé un segundo en recordar que había una docena más o menos de escalones para acceder al escenario, y ella los estaba subiendo.

¡Escalones! Me había olvidado de que los había. Cientos y cientos de ellos. Los había visto antes, pero no eran parte de mi práctica mental; no los había ensayado con el ojo de mi mente. Los tobillos me temblaron y me entró frío y calor a la vez. Lula se alzó delante de mí sin problema aparente. La seguí aterrada y no sé cómo logré llegar arriba sin caerme de bruces, y entonces me detuve justo a tiempo para fijarme en los focos deslumbrantes que señalaban el borde del precipicio. Fuimos a nuestras sillas y los aplausos amainaron como una tormenta pasajera.

La señorita Brown se acercó al borde del escenario e hizo una reverencia al público. Dio un pequeño discurso sobre lo magnífico de la ocasión, sobre los avances que hacía la cultura en el condado de Caldwell, oh, sí, y de cómo las mentes y los dedos más jóvenes se beneficiaban del conocimiento de los grandes compositores, y dijo que esperaba que los padres valorasen su duro trabajo para enseñarles a sus hijos a apreciar las cosas más refinadas de la vida, puesto que todavía vivíamos, al fin y al cabo, casi en el filo del Salvaje Oeste. Se sentó entre más aplausos y entonces nos levantamos, uno por uno, en distintos estados de absurda confianza o de terror paralizante.

No es necesario explicaron lo que pasó. Fue una masacre. No es necesario explicaron que Georgie se cayó de espaldas de la banqueta del piano antes de tocar una sola nota y su madre tuvo que llevárselo en brazos mientras él berreaba. O que Lula tocó de forma impecable y se empezó a encontrar mal en el instante en que acabó. O que a Hazel Dauncey le resbaló el pie del pedal en el mortal silencio de antes de empezar, con lo que el auditorio se llenó de un profundo y retumbante sprrroiiinnnnggg. O que Harry tocó bien pero sin dejar de mirar a una determinada parte del público sin ningún motivo, que yo supiera. O que yo toqué como un reloj de cuerda con dedos de madera y me olvidé de hacer la reverencia hasta que la señorita Brown me siseó.

Recuerdo poco más sobre aquel día. Me las apañé para borrarlo. Pero me acuerdo de que, en el carromato de vuelta a casa, me prometí no volver a hacerlo nunca. Se lo dije a papá y a mamá, y debí de hacerlo con una voz especial, porque al año siguiente, pese a los formidables esfuerzos de la señorita Brown, me dediqué a repartir programas igual que Lula, que quedó excluida del recital de por vida.

Capítulo 7

Harry se echa novia

Razas domésticas de la misma especie [...] tienen a menudo un carácter algo monstruoso [...]. A menudo difieren en grado extremo en alguna parte.

P
oco después del recital de piano, el peligro entró en nuestras vidas y acechó a la familia.

En cierto modo me daba cuenta de que Harry se casaría algún día y tendría su propia familia, pero calculé que para eso faltaban décadas, como mínimo. Al fin y al cabo, Harry ya tenía una familia, que éramos nosotros. Y especialmente yo. Su bicho.

En los días posteriores a la debacle de Lockhart estuvo muy raro. Se quedaba observando el vacío con una expresión de bobo en la cara que daba ganas de pegarle una bofetada. No contestaba cuando le hablaban; de hecho apenas parecía presente. Yo no tenía ni idea de qué estaba pasando, pero aquél no era mi querido y espabilado Harry. No: era una versión diluida y aguada de él. Lo abordé en el porche y dije:

—Harry. 

—¿Mmm? 

—¡Harry! ¿Qué te pasa? ¿Estás enfermo? ¿Por qué estás así? 

—Mmm —dijo, y sonrió.

—¿Te encuentras bien? ¿Quieres ir al médico?

—No te preocupes por mí. No pasa nada. De hecho, me siento genial —respondió.

—¿Entonces qué es?

Sonrió de forma misteriosa y se sacó una manoseada carte de visite del bolsillo. Era una de esas tarjetas nuevas con retrato fotográfico incluido. («El colmo de la vulgaridad», según mamá.)

Y allí estaba ella. Una mujer joven (desde luego ya no era una niña) de ojos grandes y protuberantes; elegante boca fruncida y pequeña; cuello largo y esbelto como el tallo de una planta; y tal cantidad de pelo concentrado en lo alto que parecía una borla de diente de león antes de que el viento la decapitara.

—¿Verdad que es un bombón? —dijo, con una voz congestionada que no le había oído nunca y que odié al instante.

A ella también la odié al instante, pues veía claramente lo que era: una arpía, una bruja encorvada, una devoradora de carne de hermanos adorados. La destructora de la felicidad de mi familia. De mi felicidad. Me quedé mirando esa aparición.

—¿Un bombón? —repliqué, mareada.

Mi hermano se evaporaba ante mis ojos y yo debía encontrar el modo de detener esa temible abducción. Mis pensamientos se dispersaron en todas direcciones como soldados indisciplinados ante su primer fuego, y me llevó un rato poner orden. Pero antes de mi primera escaramuza, necesitaba información.

—¿Dónde la has conocido, Harry? —pregunté, con la inocencia de una espía.

Durante un segundo, sus ojos dejaron de estar vidriosos y titubeó. Capté cierta vena tierna, pero no comprendía su alcance.

—Pues, esto... la otra noche me pasé por la cena que daban en los terrenos de la pradera de Lea. Me vieron en la carretera y me invitaron un rato.

Ya. Pero había dos iglesias en la pradera de Lea: la Baptista, que era aceptable, y la Iglesia Independiente de la pradera de Lea, que no lo era. A éstos los llamaban saltadores y mucha gente los consideraba de lo peor, incluidos mis padres, ambos metodistas convencidos. (El abuelito afirmaba que ya había tenido suficientes sermones para toda una vida y que ahora prefería pasarse las mañanas de domingo recorriendo los campos. El reverendo Barker, que disfrutaba de la compañía del abuelito, parecía tomárselo bien. Sólo mamá se avergonzaba.) Y aunque mamá había recibido a saltadores en casa un par de veces, tendía a tacharlos a todos, con razón o sin ella, de encantadores de serpientes, convulsionistas, babeadores y otros ejemplos marginales de las sectas de catetos.

Una parte de mi mente, que hasta ese momento yo no sabía que existía, se impuso y llamó al orden como un gran general. Preparé mis armas, inspeccioné el terreno y seleccioné mi objetivo. Podía ver la batalla ante mí en el espacio y en el tiempo. Era el gran general Stonewall. ¡Era el general Lee en persona! 

—¿La iglesia Baptista, Harry? —pregunté, dulce como un pastel.

—No. —Vaciló—. La Iglesia Independiente de la pradera de Lea.

Me inundó un alivio dichoso: el enemigo ya era mío. 

—Oh, Harry —dije, toda preocupación fraternal—. ¿Es una saltadora?

—Sí, ¿y qué? —replicó él con terquedad—. Y no los llames así. Se llaman independientes.

—¿Se lo has contado a mamá y a papá? —dije. 

—Pues... no.

Se le veía tenso. Mi primer asalto había surtido efecto. Entonces miró la fotografía y se quedó atontando otra vez. 

—¿Cuántos años tiene? —pregunté, sin aflojar—. Parece como mayor.

—No lo es —respondió él, indignado—. Sólo hace cinco años que se presentó en sociedad.

Sumé cinco a dieciocho, la edad típica de las presentaciones, y me salió el resultado que tenía que salir.

—Veintitrés —exclamé, horrorizada (y secretamente entusiasmada)—. Es prácticamente una solterona. Además, tú sólo tienes diecisiete.

—¿Y eso qué más da?

Me quitó la tarjeta de la mano y se fue resoplando.

En la cena, Harry comentó que a lo mejor enganchaba a Ulises a la calesa y lo sacaba para que hiciera ejercicio.

—¿Por qué no lo montas? —quiso saber papá—. No necesitas la calesa.

—Ya hace tiempo que no le ponemos el arnés. Le irá bien —contestó Harry.

Era el momento de disparar mi próximo cañonazo. En voz alta, dije:

—¿Vas a verla a ella?

A toda la mesa le pareció una pregunta interesante y se hizo el silencio. Todos salvo el abuelito dejaron de comer y observaron a Harry con interés, incluidos los chicos, que eran demasiado pequeños para entender lo que pasaba. Mamá giró la cabeza para mirarme primero a mí y después a Harry. El abuelito continuó ocupándose plácidamente de su bistec.

Harry se sonrojó y me miró dándome a entender que ya arreglaría cuentas conmigo. Nunca me había mirado así antes, con una mirada en la que había algo parecido al odio. El miedo se apoderó de mí. Me empezó a picar todo.

—¿Qué habláis? —dijo mamá.

El cuchillo del abuelito chirrió contra el plato. Se secó el bigote con la gran servilleta de lino blanco que le caía pecho abajo y se dirigió con gentileza a su única nuera:

—Margaret, Margaret... es «de qué habláis», no «qué habláis». Como verbo intransitivo, «hablar» necesita un complemento con «de», por ejemplo. Seguro que a estas alturas ya lo sabes. —Se fijó en ella y continuó—: ¿Cuántos años tienes, Margaret? Calculo que estarás cerca de los treinta. Lo bastante mayor para hacerlo mejor, diría yo —señaló, y volvió a centrar la atención en su cena. Mi madre, que tenía cuarenta y uno, lo ignoró.

—¿Harry? —dijo, y lo taladró con la mirada.

El picor avanzaba por toda mi piel convirtiéndose en ronchas rosas que escocían. El futuro de nuestra familia pendía de un hilo.

—Habrá una chica, una joven dama, en el picnic de la pradera de Lea de esta noche y me gustaría llevarla a dar un paseo —tartamudeó Harry—. Uno muy corto.

—¿Y quién es exactamente esa joven dama? —replicó mamá con voz gélida—. ¿La conocemos? ¿Conocemos a los suyos?

—Se llama Minerva Goodacre. Su familia vive en Austin. Está pasando este mes con su tío y su tía en la pradera de Lea. 

—¿Y sus tíos son... ? —continuó mamá.

El hilo se tensaba.

—El reverendo y la señora Goodacre —respondió Harry. 

—¿Te refieres al reverendo Goodacre de la Iglesia Independiente de la pradera de Lea?

El hilo crujía y se deshilachaba.

—Sí —admitió Harry, y se puso más colorado. Se apartó de la mesa y salió disparado de la habitación, diciendo ya de espaldas con falsa voz despreocupada—: Estupendo, pues. No llegaré tarde.

Papá miró a mamá y preguntó: 

—¿De qué iba todo esto?

Mamá reparó en que los demás estábamos ahí sentados con la boca abierta y soltó:

—Qué obtuso eres a veces, Alfred. Ya lo discutiremos luego.

Sul Ross, que estaba sentado a mi lado y era muy rápido para su edad, se puso a canturrear:

—Harry tiene una chica, Harry tiene una chi...

Llegados a este punto, mamá parecía a punto de estallar. Susurré:

—Cállate, Sully. —Y le di un codazo brutal en las costillas bajas.

El abuelito nos pilló a todos por sorpresa cuando dijo:

—Y ya era hora: ese muchacho empezaba a preocuparme. ¿Qué hay de postre?

Algo curioso en él era que nunca sabías si estaba presente o no.

Esa cena no se acababa nunca. No sé qué había de postre, pero a mí me sabía a cenizas. Cuando SanJuanna vino a quitar la mesa, mamá dijo:

—Podéis iros todos. Excepto Calpurnia.

Los demás salieron en tropel mientras yo me encogía en mi asiento. Papá se encendió un puro y se sirvió un vaso de oporto más largo de lo normal. Mamá, que tenía aspecto de necesitar uno desesperadamente, se frotó las sienes.

—A ver, Calpurnia —empezó—, ¿qué sabes tú de esa... esa... joven dama?

Pensé en cómo me había mirado Harry.

—Nada, mamá —dije, tocando a retirada y evacuando a mis tropas lo más rápido posible.

—Vamos, vamos. Seguro que Harry te ha contado algo. 

—Yo no sé nada —repetí.

—Ya basta, Calpurnia. ¿Cómo has sabido de ella? ¿Y qué te pasa en la cara? Estás llena de manchas.

—Harry me ha enseñado su tarjeta de visita, eso es todo —dije.

—¿Su tarjeta? —Mamá alzó la voz—. ¿Tiene tarjeta? ¿Cuántos años tiene?

—No lo sé —contesté. 

Mamá miró a papá y dijo: 

—Alfred, tiene tarjeta.

Mi padre pareció interesado, pero no alarmado. Era evidente que la importancia de este hecho se le escapaba. Mi madre se levantó y empezó a pasearse.

—Tiene edad suficiente para tener tarjeta, y mi hijo la ha estado visitando sin decírnoslo. La ha estado cortejando y ni siquiera la hemos conocido. Es una salta... es una independiente, Alfred. —Mamá se volvió hacia mí—. Es una independiente, ¿no? Cuéntamelo, Calpurnia.

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