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Authors: Jacqueline Kelly

Tags: #Aventuras, infantil y juvenil

La evolución Calpurnia Tate (10 page)

BOOK: La evolución Calpurnia Tate
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Mamá intentó conversar con ella de música, pero la señorita no tenía ni idea. Papá intentó que le diera su opinión sobre la línea telefónica que pronto llegaría a la ciudad, pero tampoco tenía ni idea. Sólo sonreía y cuchicheaba y mangoneaba a Harry. Me ponía realmente enferma.

La velada siguió su curso. No sé cómo, resistimos esa cena interminable; luego, para entretenernos, la señorita Brown se sentó al piano y nos tocó su pieza de las fiestas, El vals del minuto, en cincuenta y dos segundos según el reloj de bolsillo de papá. Después acompañó a la señorita Goodacre, que cantó Bébeme sólo con los ojos con una voz que a mí me pareció del todo vulgar, mientras ponía cara de emoción mirando a Harry. 

Bébeme sólo con los ojos

y yo lo haré con los míos.

O deja un beso dentro de la copa

y no pediré vino.

Durante esta actuación nauseabunda me percaté de que el abuelito la contemplaba como fascinado, con lo que se me cayó el alma a los pies. No le bastaba con conquistar a Harry: tenía que cautivar a todos los hombres que eran importantes para mí. Entonces Harry cantó Bella durmiente mientras la señorita Goodacre lo miraba con ojos de deseo. La odiosa señorita Brown me hizo salir a tocar mi pieza del recital. Con una terrible migraña y una falsa sonrisa emplastada en la cara, logré ofrecer una actuación mediocre. Luego fui a la cocina a pedirle a Viola una pastilla para el dolor de cabeza.

—¿Cómo es? —preguntó ésta—. Desde aquí tampoco parece tan guapa. Con lo apuesto y todo que es el señorito Harry. 

—Es espantosa, Viola. No sabe hablar más que de vestidos. 

—Bueno, es un tema interesante —comentó Viola.

—No si es el único que tienes —dije.

—Eso es verdad. Tampoco es una gran cantante. ¿Cómo lo lleva tu mamá?

—Bien, supongo.

—Estupendo. Toma la pastilla. Y saca estos bombones. Lleva la cuenta.

Regresé a la fiesta y repartí los bombones, manteniéndolos lo más lejos posible de mis hermanos. SanJuanna reunió a los más pequeños para llevarlos a la cama. El reverendo Goodacre debatía con mi padre sobre los caprichos del mercado del algodón. El abuelito acorraló a Harry y a la señorita Goodacre en un rincón y les dio una detallada explicación de las diferencias entre los machos y las hembras de la Deinacrida o langosta gigante. La sonrisa de la señorita se fue volviendo más rígida.

—Venga a la biblioteca —la invitó el abuelito—. Tengo un magnífico par de especímenes para demostrarle la diferencia.

La cogió del hombro y se la llevó de la habitación. 

—Devuélvanosla pronto —gritó Harry—. No nos prive de su compañía demasiado tiempo. Ja, ja.

Harry irradiaba jovialidad. Me quedé a su lado y le pasé una trufa de chocolate. Deseaba a toda costa que mi hermano me volviera a querer. Con voz débil (yo, la mayor y más gorda mentirosa del mundo), dije:

—Parece muy agradable, Harry.

Las ronchas de mi cuello entraron en erupción; esta vez era la urticaria de la hipocresía.

—Sí —confirmó él—, es una chica estupenda, ¿verdad? Sabía que te caería bien en cuanto tuvieras oportunidad de conocerla. Qué bueno este chocolate. Dame otro.

«Ciego —pensé—, estás ciego.»

En aquel momento, la señorita Goodacre irrumpió en el salón ruborizada y tensa. Muy apurada, se acercó a la señora Goodacre y las dos hablaron en murmullos agitados. La señora Goodacre se volvió hacia la concurrencia y dijo:

—Minerva sufre una fuerte migraña; me temo que debemos llevarla a casa. Cuánto lo siento, es una reunión adorable, pero su madre me la confió para que cuidara de ella. Estoy segura de que se hacen ustedes cargo.

Recogieron sus cosas y se despidieron de forma abrupta mientras el señor Goodacre y Harry preparaban la calesa. Le dieron a mi madre las gracias varias veces, pero no le prometieron volverlo a repetir. Y desaparecieron en la noche.

Harry se puso pensativo.

—Abuelo, ¿ha ido todo bien con la señorita Goodacre en la biblioteca?

—A mí me ha parecido que sí. Ha mostrado cierto interés por las mariposas licénidas. Me hubiera gustado que lo mostrara también por la colección de escarabajos peloteros: al fin y al cabo, son unos ejemplares excelentes. —Se encendió un puro—. En general, hemos tenido una buena charla, diría yo. 

Al día siguiente mi madre recibió cartas de agradecimiento entregadas en mano de parte de nuestros invitados, y las dejó en la mesa del comedor para que aprendiéramos una lección sobre buenos modales. Eran notas floridas y efusivas, salvo la de la señorita Goodacre, que, aunque correcta, era tan seca que rayaba la grosería.

Al cabo de dos días, Harry intentó visitarla, pero su tía le informó de que no estaba en casa. Tres días después, la señorita Goodacre regresó a Austin sin previo aviso. Harry lo averiguó cuando volvió a pasar por allí y la doncella de los Goodacre se lo dijo. Vino a casa y se encerró en su habitación.

Mis hermanos mayores especulaban sobre si iban a administrarle aceite de hígado de bacalao. Si no, ¿a qué edad se libraba uno exactamente? ¿Estaría el límite en los dieciséis años? ¿En los catorce? Era un tema de gran interés.

A Harry no le dieron el apestoso aceite. En cambio, recibió una buena dosis de tristeza y confusión cuando sus cartas a la señorita Goodacre le fueron devueltas sin abrir. Se pasó varios días dando tumbos por la casa como si estuviera herido. Daba pena verle. En cuanto a mí, mi tremendo morado fue adoptando un color más desvaído y juré renunciar a mi cargo de entrometida.

Capítulo 8

Microscopio

La corteza terrestre es un vasto museo [...].

D
espués de nuestro pequeño roce con la sensiblera señorita Goodacre, la casa estuvo un poco descolocada unas cuantas semanas, con Harry lamentándose alicaído. Yo mantuve mi promesa de no meterme más, excepto para escuchar por el ojo de la cerradura cuando el abuelito tuvo una charla con Harry en la biblioteca días después. Algo sobre cómo la ley de la selección natural, que en la naturaleza siempre funcionaba, a veces fracasaba inexplicablemente en el hombre. Mi hermano pareció sentirse algo mejor después de eso, pero tardamos un poco en volver a tener a nuestro Harry de siempre. Me preguntaba si él culpaba en parte al abuelo por enseñarle a la señorita Goodacre sus escarabajos peloteros. Pero si hacía falta tan poco para apartarla de mi hermano, es que no lo merecía.

Me di cuenta de que a mamá le aliviaba que la horrible Goodacre se hubiera esfumado. Su habitual actitud de evasiva formalidad hacia su suegro derivó en algo más cálido, como gratitud o incluso afecto. Le preguntaba por su salud durante la cena y se aseguraba de que tuviera los mejores trozos, aunque no creo que él se percatara.

Harry me perdonó. Después de todo, yo no había podido evitar que tuviera su gran oportunidad con la señorita Goodacre. En la fiesta había mostrado mis mejores modales y no se me podía echar nada en cara. Ocurriera lo que ocurriese esa noche no había sido culpa mía, no le había dado ningún motivo para salir corriendo de la casa. Además, yo era la preferida de Harry desde siempre, su bicho, a la que llevaba a caballito desde pequeña. Y fue un gran alivio ver que volvía a ser todo eso.

El verano seguía adelante. A veces papá le pedía consejo al abuelito sobre un aspecto u otro de la granja o la limpiadora de algodón. A papá le costaba apartar a su padre del estudio del mundo natural y hacer que se centrara en algún tema relacionado con el comercio. El abuelito había fundado el negocio y había triunfado, pero ahora no se le podía molestar. Me parecía raro que mis padres no entendieran cómo el abuelito había podido darle la espada a su antigua vida. Desde que me contó lo del murciélago, para mí era muy lógico.

—Tampoco me quedan tantos días —dijo al sentarnos juntos en la biblioteca—. ¿Por qué iba a dedicarlos a asuntos como las canalizaciones o las facturas atrasadas? Tengo que ir con cuidado e invertir cada hora con sabiduría. Sólo lamento no haber llegado a esta conclusión hasta que alcancé los cincuenta años. Calpurnia, harías bien en adoptar esta actitud a una edad más temprana. Invierte con atención cada una de las horas que te han tocado.

—Sí, señor —dije—. Haré lo que pueda.

No había silla para las visitas, así que me sentaba en un escabel inclinado, en teoría una silla de montar a camello. No se parecía a ninguna silla que yo hubiera visto, pero olía raro y estaba cubierta de montones de pelitos de color beis similares a los de un chihuahua, así que supongo que era real. Nunca me cansaba de mirar las cosas del abuelito: su catalejo de latón de la guerra; cajones anchos y hondos con filas de lagartos, arañas y libélulas disecadas; un reloj de cucú negro y aparatoso que anunciaba los cuartos con voz estrafalaria y resquebrajada... O una insignia azul y mohosa con un grabado empañado que decía: AL GANADO MÁS ENGROSADO, FERIA DE FENTRESS, 1877. Gruesos y apergaminados sobres color crema de la National Geographic Society sellados con cera roja. Una sirena de madera tallada sosteniendo un reposapipas. Y hasta la piel de oso, con su boca abierta. (No sabría decir la cantidad de veces que metí el pie en esa boca.) En la vitrina cerrada con llave del estante encima del libro de oro había ese armadillo tan mal disecado, la peor muestra de taxidermia que yo había visto. ¿Por qué lo guardaba, si todos los demás ejemplares eran lo mejor de cada especie?

—Abuelito —dije—, ¿por qué guarda ese armadillo? Apuesto a que podría comprarse uno mucho mejor.

—Es cierto que podría, pero éste es un recuerdo: fue el primer mamífero que rellené yo mismo. Aprendí con un curso por correspondencia, que no te recomiendo. Si te interesa este tema, sugiero que te hagas aprendiz de un maestro. Hay algunas sutilezas de este arte que no se aprenden leyendo un folleto.

—No creo que me interese la taxidermia.

Me puse a toquetear una estantería atestada de fósiles y trozos viejos de hueso.

—Sabia decisión —dijo—: sólo el olor basta para desanimar a los principiantes. Debo decir en mi defensa que el siguiente armadillo me salió mucho mejor. Tanto, de hecho, que se lo mandé al gran hombre en persona como prueba de la alta estima en que le tenía.

Yo estaba sopesando un fósil de trilobites y escuchándole a medias. Me fascinaban las ordenadas protuberancias de piedra que antaño habían sido el cuerpo blando de un animal marino.

—Él había hecho un estudio del armadillo sudamericano, por lo que pensé que también debía de tener una muestra del norteamericano. Después de los armadillos, me puse con un lince rojo, y ahora reconozco que fui demasiado ambicioso: los rasgos faciales se me hicieron muy difíciles. Intenté reproducir el gruñido del animal cuando lo estorban en su medio salvaje. Al final, parecía que la pobre criatura tuviera paperas.

¿Cuántos millones de años tendría ese animal petrificado que sostenía en mi mano? ¿Qué antiguos mares habría surcado? Yo nunca había visto el océano; sólo podía imaginarme las olas, el viento y el salitre.

—Como agradecimiento, él me mandó la bestia embotellada que hay en ese estante, al lado del armadillo. Es mi posesión más preciada.

—¿Cómo? —dije, y aparté la vista del trilobites.

—La bestia embotellada de esa estantería. —Miré el monstruo del garrafón de vidrio grueso, con sus ojos estrambóticos y múltiples miembros—. Es una Sepia officinalis que recogió cerca del cabo de Buena Esperanza.

—¿Quién la recogió?

—Darwin, te estoy hablando del señor Darwin. 

—¿En serio? —No podía creerlo—. ¿Se la mandó él?

—Ya lo creo. A lo largo de su vida mantuvo una abundante correspondencia con muchos naturalistas de todo el mundo e intercambió especímenes con varios de nosotros.

—Está de guasa, abuelito.

—Yo nunca hago eso, Calpurnia. Y, por una vez, tu madre y yo estamos de acuerdo en un punto importante: hablar en argot es síntoma de debilidad intelectual y pobreza de vocabulario.

Yo no podía dar crédito. No sólo teníamos el libro en casa, sino que también había un monstruo recogido por el mismísimo Darwin. Contemplé esa cosa y traté de dar sentido a sus muchos brazos y patas.

—¿Qué es?

—¿A ti qué te parece que es? 

Puse cara de exasperación.

—Parece mamá diciéndome que busque una palabra en el diccionario cuando no sé cómo se escribe.

—Bien. Otro punto de acuerdo.

Me acerqué al tarro e intenté leer la pequeña etiqueta de papel que colgaba de un cordel alrededor del cuello de la botella. La escritura era antigua y estaba desteñida. No pude leerla, pero sólo saber que la había escrito el señor Darwin de su puño y letra ya era impresionante.

—¿Puedo sacarla del tarro? Cuesta verla toda apretujada ahí dentro.

—Tiene casi setenta años y se conserva en espíritu de vino. Me temo que si la tocamos, se desintegrará.

Me la quedé mirando. ¿Tierra, mar o aire? Aunque había muchos miembros, parecían de goma y no lo bastante sólidos para soportar peso, así que debía de ser un animal nadador. Mar, entonces. Pero no tenía aletas. ¿Cómo podía nadar sin aletas? Todo un problema. Y tampoco veía branquias. Otro problema. Los ojos eran dos platillos descomunales. ¿Para qué los quería tan grandes? Respuesta: para ver en la oscuridad, por supuesto. Debía de vivir en zonas de poca luz, es decir, es aguas profundas. Dije:

—Es algún tipo de pez y vive en el fondo del océano. Pero no se parece a ningún pez que yo haya visto. No sé cómo se desplaza ni cómo respira.

—De momento, has acertado. Sería injusto esperar que hicieras más conjeturas estando, como tú dices, apretujada ahí dentro. Es una sepia. La familia es Sepiida, y el género, Sepia. Se desplaza sorbiendo agua en una cavidad de su manto y expulsándola a través de un sifón muscular. El manto también esconde branquias. Cuando la sorprende un depredador, suelta una nube de tinta oscura para escapar sin ser vista. Su concha interna calcificada se usa como abrasivo. Los propietarios de aves cautivas a veces les dan la cáscara, con la que ellas se afilan los picos.

Aquello me fascinaba. Era un pedazo de historia además de una rareza. Toqué con el dedo el frío cristal.

Más tarde le comenté a Harry lo interesante que era esa bestia embotellada. Sorprendido, alzó la vista del libro que estaba leyendo y preguntó:

—¿Has estado en la biblioteca?

—Sí, me ha invitado el abuelito —contesté.

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