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Authors: Jacqueline Kelly

Tags: #Aventuras, infantil y juvenil

La evolución Calpurnia Tate (22 page)

BOOK: La evolución Calpurnia Tate
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—Calpurnia —me llamó—, ¿otra vez al río? 

Demasiado tarde.

—Sí, mamá —contesté con mi mejor voz de niña buena, alegre y obediente.

—Tráeme primero tu costura. 

—¿Qué?

—No digas «qué» de ese modo, hija. Tráeme tu costura y ya hablaremos de ir al río. ¿Y dónde está tu gorro? Te van a salir pecas.

¿Cómo iban a salirme pecas? Si prácticamente había oscurecido. Subí otra vez las escaleras dando pisotones, sintiéndome como si cargara con el peso del mundo sobre mis hombros.

—Y no pises así de fuerte —gritó mamá—. No estás cargando con el peso del mundo sobre tus hombros, que yo sepa. 

El susto que me llevé hizo que me comportara bien. A veces daba miedo cómo podía leerme la mente. Me arrastré el resto de peldaños y cerré la puerta de mi habitación. Saqué mi bordado del costurero y lo miré: al principio tuvo forma de cuadrado perfecto, pero había ido derivando en un romboide sesgado, con todas las letras inclinadas claramente a la derecha. ¿Qué se suponía que había que hacer para que los puntos salieran del mismo tamaño? ¿Cómo había que mantener una tensión uniforme? Y, por encima de todo, ¿a quién le importaba ese rollo?

Bueno, la última pregunta la podía contestar: le importaba a mi madre, y por lo visto también al resto del mundo, aunque yo fuera incapaz de entender el motivo. Y a mí me daba igual, pero iban a obligarme a que me importara. Era ridículo. Arrojé el aro de bordar a la otra punta de la habitación.

Dos horas más tarde, bajé con mi labor. El objetivo era bordar «Bienvenidos a esta casa» con una caligrafía florida. Yo había hecho hasta «Bienve», pero me había salido muy tembloroso, así que lo había deshecho todo y había vuelto a hacer la B para enseñársela a mamá.

—¿Sólo has hecho esto? —preguntó.

—¡Es una letra grande! ¡Una mayúscula!

—De acuerdo, de acuerdo, baja la voz. Te ha salido mejor, Calpurnia, lo que me demuestra que puedes hacerlo si te aplicas un poco.

Cómo odiábamos mis hermanos y yo el verbo «aplicarse». 

—¿Puedo irme?

—Sí, te puedes retirar. No llegues tarde a cenar.

Mientras ella encendía las lámparas del salón, yo guardé mi labor y salí como una flecha por la puerta principal. Ya no quedaba mucha luz. Demasiado tarde para recoger muestras diurnas. Genial. Ya veía los titulares: CHICA CIENTÍFICA FRUSTRADA PARA SIEMPRE POR ESTÚPIDO PROYECTO DE COSTURA. UNA PÉRDIDA INCALCULABLE PARA LA SOCIEDAD. LA COMUNIDAD CIENTÍFICA AL COMPLETO LO LAMENTA.

Bajé al río con la sangre encendida y llegué allí al caer la noche. Y entonces sonó la campaña de Viola a lo lejos.

Entré hecha una furia en la cocina para ir a lavarme y le dije a Viola:

—¿Por qué tengo que aprender a coser y cocinar? ¿Por qué? ¿Me lo puedes explicar, eh?

Reconozco que era un mal momento para preguntárselo (estaba removiendo los últimos grumos de la salsa), pero hizo una pausa lo bastante larga para mirarme con perplejidad, como si le hablara en chino.

—¿Qué clase de pregunta es ésa? —Y volvió a lo suyo, agitando la salsa en la cacerola humeante y aromática.

Por Dios, qué reacción tan deprimente. ¿Acaso la respuesta era una parte tan evidente y arraigada en nuestro modo de vida que nadie se paraba a planteársela? Si nadie a mi alrededor entendía siquiera la pregunta, nunca obtendría respuesta. Y sin respuesta estaba condenada a una vida de quehaceres exclusivamente femeninos. Tenía el ánimo por los suelos.

Después de cenar subí a mi cuarto, me puse el camisón y leí. Con gran satisfacción iba masticando, por decirlo así, los ejemplares de Dickens del abuelito, y ya había llegado hasta Oliver Twist. «Por favor, señor, quiero un poco más.» Las circunstancias de ese pobre infeliz eran tan terribles que me hacían reconsiderar mi propia situación.

Bajé a por un vaso de agua. Mamá y papá estaban sentados en el salón con la puerta abierta.

—¿Qué vamos a hacer con ella? —dijo mamá, y me quedé inmóvil en el rellano. Sólo había una «ella» de la que solían hablar, y era yo—. Los chicos se abrirán camino en el mundo, pero ¿y ella? Tu padre la alimenta con una dieta constante de Dickens y Darwin. Tener demasiado acceso a libros como esos puede conducir al desafecto por la propia vida. Sobre todo si se es joven. Y en especial, en el caso de una chica.

Quise gritar: «¡Estamos haciendo un trabajo importante! ¡Estamos con la planta!». Pero me habría caído una buena por escuchar a escondidas.

—Yo no veo ningún mal en ello —comentó papá.

—Anda todo el día por ahí con un cazamariposas. No sabe coser ni llevar una casa —aseguró mamá.

—Bueno, como muchas chicas de su edad —dijo papá—. ¿No?

—No sabe hacer ni un huevo frito. Y los bollos le salen... como... Yo qué sé cómo le salen.

«Como piedras —pensé—. ¿No es la palabra que estás buscando?»

—Estoy seguro de que se pondrá al día —afirmó papá. 

—Alfred, guarda ranas en su habitación.

—¿De veras?

Deseé chillar: «¡Mentira cochina, son renacuajos!». Pero entonces mi padre guardó silencio. Y ese silencio, el de su larga pausa mientras digería la información, llenó el pasillo y mi corazón y alma con tal presión invasora que no me dejó respirar. Yo nunca me clasifiqué a mí misma con las demás niñas. Era diferente, no era de su especie. Nunca pensé que mi futuro iba a ser como el de ellas. Pero ahora sabía que eso era falso, que yo era exactamente como las demás: se esperaba que entregara mi vida a una casa, un marido y unos hijos. Se suponía que dejaría mis estudios naturalistas, mi cuaderno y mi amado río. Había algo perverso en toda esa costura y cocina que intentaban imponerme, en esas lecciones pesadas que yo esquivaba y rechazaba. Me entró calor y frío a la vez. Mi vida no estaba junto a la planta, después de todo. Mi vida estaba confiscada. ¿Cómo no lo había visto? Estaba atrapada. Un coyote con la pata en el cebo.

Al cabo de una eternidad, papá suspiró:

—Ranas, ¿eh? Entiendo. Bueno, Margaret, ¿y qué vamos a hacer?

—Tiene que pasar menos tiempo con tu padre y más con Viola y conmigo. Ya le he dicho que supervisaré sus labores de cocina y de punto. Tendremos que hacer clases. Un plato nuevo por semana, creo.

—¿Nos los tendremos que comer? —preguntó papá—. Je, je, je...

—Alfred, por favor...

Los ojos se me llenaron de lágrimas: mi propio padre bromeando sobre la esclavización de su única hija.

—Te confío a ti estos asuntos, Margaret —dijo—. Siempre tengo la sensación de que están más seguros en tus manos, a pesar de la carga que representan. ¿Qué tal tus migrañas, querida? 

—Voy tirando, Alfred, voy tirando.

Mi padre atravesó la habitación y lo vi agacharse y depositar un beso en la frente de mi madre.

—Me alegro. ¿Te traigo tu tónico? 

—No, gracias, estoy bien.

Mi padre regresó a su asiento, hizo crujir su periódico y eso fue todo. Mi sentencia estaba dictada.

Me apoyé en la pared y permanecí allí, vacía, largo rato. Vacía de todo. No era más que un recipiente servicial a la espera de que lo llenaran de recetas y patrones de bordado.

Jim Bowie bajó las escaleras. Sin decir nada, me envolvió y me dio uno de sus largos y dulces abrazos.

—Gracias, J.B. —susurré, y volvimos a subir juntos, cogidos de la mano.

—¿Estás enferma, Callie Vee? —me preguntó. 

—Me parece que sí, J.B.

—Ya lo he notado.

—Es verdad. Tú siempre lo notas.

—No estés triste. Eres mi mejor hermana, Callie Vee. —Nos metimos en mi cama y él se acurrucó junto a mí—. Dijiste que jugarías más conmigo.

—Lo siento, J.B., he pasado mucho tiempo con el abuelito. —«Pero eso se acabará pronto», pensé.

—¿Él sabe quién era Big Foot Wallace? 

—Sí.

—¿Crees que me contaría cosas de Big Foot Wallace? 

—Pregúntaselo. Es posible, aunque está muy ocupado. Qué triste, ocupado sin mí.

—A lo mejor se lo pregunto —dijo J.B.—, pero me da miedo. Tengo que irme. Buenas noches, Callie. No te pongas enferma.

Cerró la puerta con cuidado. Mi último pensamiento, antes de caer en un sueño agitado, fue para el coyote. Si supiera cómo sacar la pata de allí...

Capítulo 18

Clases de cocina

Una batalla tras otra se ha de suceder siempre con éxitos diversos [...].

M
i tiempo con el abuelito se escurría mientras la rueda de la factoría doméstica cobraba velocidad, machacando su principal materia prima —que era yo— en pedacitos cada vez más pequeños.

—Calpurnia —me llamó mamá desde el pie de la escalera, con ese tono peculiar que yo ya temía—, te estamos esperando en la cocina.

Yo estaba en mi cuarto leyendo el ejemplar del abuelito de Historia de dos ciudades. Lo dejé a un lado sin responder. 

—Sé que estás ahí arriba —insistió mamá— y sé que puedes oírme. Baja.

Suspiré, coloqué en el libro una vieja cinta de pelo como punto de lectura y bajé sin ganas. Era como la aristócrata condenada que va hacia el patíbulo con la cabeza bien alta. Cosa que habría sido muchísimo mejor...

—No hay necesidad de poner esa cara —señaló mamá cuando entré en la cocina, donde ella y Viola me esperaban sentadas a la mesa de pino—. Sólo es una clase de cocina.

Sobre la mesa había la tabla de mármol, el tarro de azúcar, un rodillo, un cuenco grande de manzanas verdes y un limón amarillo brillante. Y un libro. Eso me animó, hasta que vi cuál era.

—Mira —dijo mamá—, mi libro de cocina de Fanny Farmer. Te lo presto hasta que tengas tu propio ejemplar. Contiene todo lo que puedes necesitar.

Lo dudaba. Me lo ofreció de la misma manera que mi abuelo me había entregado su libro, el otro, hacía sólo unos meses. Mamá sonrió; la expresión de Viola era decididamente ausente.

—Empezaremos por el pastel de manzana —continuó mi madre—. El secreto está en añadir un chorrito de zumo de limón y la ralladura de la piel para darle ese sabor tan agradable.

Volvió a sonreír y asintió; hablaba con esa voz de paciencia que usan las madres con los hijos reacios. Yo hice lo que pude por devolverle la sonrisa. Vete a saber cómo me salió, porque ella pareció alarmada y Viola miró hacia el rincón.

—¿A que será divertido? —añadió mamá, temblorosa. 

—Supongo.

—Viola te enseñará a hacer la masa: es su especialidad. 

—Coge dos cucharadas de harina de ese tarro, señorita Callie —ordenó Viola. Parpadeé. Nunca antes me había llamado señorita—. Échalas en ese cuenco. Bien.

Mamá repasó su libro y planificó la cena del domingo mientras Viola intentaba guiarme por el arduo sendero de la elaboración de masas. Le había visto hacer un millón de pasteles al pasar por la cocina y siempre me había parecido muy fácil. Nunca medía nada, sino que cocinaba a ojo, por instinto y por tacto, echando puñados de harina y cachos de manteca del tamaño de un pulgar, y regándolo todo con más o menos agua fría, según. No tenía nada de especial. Cualquier idiota lo aprendería en un par de minutos.

Y una hora más tarde ahí estaba yo, jadeando y azotando mi tercer cuenco de masa, con mamá y Viola más incrédulas a cada minuto. La primera tanda había salido aguada y llena de grumos; la segunda, tan espesa que no pude amasarla con el rodillo; la última había resultado pegajosa como cola de papel pintado, y con la misma consistencia poco atractiva. Tenía las manos y el delantal embadurnados, y también lo estaban la encimera y el mango de la bomba, y en el pelo llevaba pegotes enganchados. Creo que hasta había un poco en la tira matamoscas que colgaba del techo, un par de metros por encima de mi cabeza, aunque no tengo ni idea de cómo llegó allí.

—La próxima vez le pondremos un pañuelo, Viola —dijo mamá.

—Mmm.

—¿Sabes qué? Vamos a dejar que Viola termine la masa —propuso mi madre—. Tú pela las manzanas y quítales el corazón. Sostenla así y lleva el cuchillo hacia ti. Vigila, que está afilado.

Cogí el cuchillo y la manzana imitándola y, en la primera pasada, me rebané el pulgar. Menos mal que sólo manché de sangre un par de manzanas. Viola las puso en agua, pero aun así quedaban rosas. Fingimos no notarlo. Mamá fue a buscarme un esparadrapo y Viola y yo nos quedamos mirando. No pronunciamos palabra. Yo suspiré y apoyé la barbilla en mi mano. Tenía ganas de descansar la cabeza encima de la mesa, pero hubiera implicado más pegotes en mi pelo. Idabelle, como si notara mi desánimo, salió de su cesto y vino a restregar su amplia frente en mi espinilla. Yo estaba tan pringada que ni siquiera podía acariciarla. Viola se levantó y juntó harina, agua y manteca con aparente descuido y en sólo un segundo amasó una pasta perfecta, que ni era líquida ni se pegaba. Después ralló el limón por mí, no sé si para evitar que el ácido me tocase la herida o que manchara de sangre más frutas.

Mamá regresó y me curó el corte, y Viola dijo:

—Señorita Callie, ve a comprobar la temperatura del horno. 

—¿Y eso cómo se hace?

—Pon la mano dentro. Si está demasiado caliente para mantenerla ahí el tiempo que tardas en pestañear, es que está en un punto medio.

—¿Me tomas el pelo? —la miré—. ¿Lo haces así? 

—Se hace así.

—¿Y qué pasa si ya está caliente?

—Entonces no puedes poner la mano: quema demasiado. 

—¿No hay un termómetro o algo? —pregunté.

Las dos se rieron como si hubiera dicho la cosa más graciosa de toda la semana. Sí, claro, muy divertido. Abrí el horno y me asaltó una ráfaga de aire caliente como si fuese el interior de la cueva de un dragón.

—Vamos, hija —dijo Viola—. Vamos.

Ella no se había muerto todavía, así que supuse que era seguro. Respiré hondo, metí el brazo bien hondo y lo saqué medio segundo después.

—Sí —dije, abanicándome la mano en el aire—. Punto medio seguro. Puede que hasta caliente.

—Coloca estos trozos de manzana en las fuentes. Coge un poco de azúcar, más o menos así —dijo, mostrándome el azúcar que cabía en su palma ahuecada—, y échalo encima de la manzana, sin remover. Eso es. Ahora pondremos la corteza superior. 

Me dio una espátula para que pasara las cortezas de la tabla de amasar a los pasteles, cosa que se dice muy rápido, pero la masa era poco cooperativa y se doblaba en todas direcciones. Al tocarla, se me pegó; mientras la manipulaba, se puso correosa. Tardé diez minutos largos en acabar de montar tres pasteles. Los observé. Formaban un conjunto lamentable.

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