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Authors: Jacqueline Kelly

Tags: #Aventuras, infantil y juvenil

La evolución Calpurnia Tate (18 page)

BOOK: La evolución Calpurnia Tate
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—Hecho —respondió el abuelito sin vacilar.

El señor Hofacket pareció disgustado: tal vez se reprochaba no haber añadido un recargo especial para plantas.

—De acuerdo —dijo—. Entremos en el estudio. Niñita, tú espera aquí.

—No, señor —replicó el abuelito—. Ella forma parte de esta expedición.

El señor Hofacket lo miró y luego nos guío al otro lado de la cortina sin volver a pronunciar palabra.

En la trastienda había sillas, divanes variados y percheros de mimbre. Todo me resultaba familiar, cosa que me desconcertó hasta que me di cuenta de que había visto esos objetos en distintos retratos familiares repartidos por todo el condado: los mismos accesorios utilizados una y otra vez. El señor Hofacket hurgó en un cajón y sacó una hoja de papel blanco y liso. Después abrió otro cajón y encontró un álbum de fotos vacío, desató la cinta y sacó una hoja de papel negro y áspero.

—¿Así? —le preguntó al abuelito—. ¿Quiere una negra y una blanca?

—Sí, gracias.

—Está bien —dijo el señor Hofacket, que aún tenía problemas con el concepto—. Es su dinero.

—Sí, señor, y pronto será suyo —se explayó el abuelito con el mejor humor que le había visto nunca, sobre todo teniendo en cuenta que no había tomado whisky, por lo que yo sabía.

Me guiñó el ojo y yo intenté hacer lo mismo, pero sólo me salió con los dos ojos a la vez, lo que me hizo parecer idiota. Otra habilidad importante que tendría que trabajar.

El señor Hofacket pegó la hoja blanca a la pared y colocó la planta enfrente, sobre una caja de madera. Después hizo rodar su gran cámara de fuelles hasta su sitio y se puso a toquetearla.

—Más cerca —dijo el abuelito—. Todo lo cerca que pueda conservando el detalle. Tenemos que poder distinguir esa hoja ganchuda, la que cuelga ahí.

—¿Ésa? —preguntó el señor Hofacket, asombrado—. ¿De eso quiere el retrato?

—Sí, señor.

El señor Hofacket frunció el ceño.

—Si me acerco demasiado, quedará borroso. Deje que lo piense un segundo. —Examinó la planta desde varios ángulos. Después dijo—: Creo que necesitaremos luz extra procedente de esta dirección. Eso dará relieve a esta zona y el flash la mostrará mejor.

Arrastró junto a la planta un ingenioso soporte con faroles apilados y los encendió, nueve en total. Giró el soporte hacia un lado y hacia otro hasta quedar satisfecho con el ángulo de la luz que proyectaba. Entonces miró a través de la lente y anunció: 

—Bien, esto es lo mejor que puedo conseguir. Pero le advierto que tendrá que pagarme aunque no le guste el resultado. 

—Sí, señor, lo comprendo.

A mí no me pareció justo, pero el abuelito no se inmutó. 

—Incluso si no se ve ese... esa cosa que cuelga de ahí. 

—Señor, acepto sus condiciones. Tenga —buscó en su bolsillo—, deje que le pague ahora.

—No, no —respondió el señor Hofacket—. Sólo quería asegurarme de que lo entendía.

Llenó una cubeta de polvo de flash y se metió debajo de la tela negra, y un segundo después oímos un suave fuup al tiempo que en la habitación estallaba una luz blanca y brillante que me cegó durante largos segundos.

—No se muevan hasta que vuelvan a ver bien —nos avisó el señor Hofacket al emerger de su carpa—. Una vez, una dama tropezó y casi se rompe el puñetero pie. —Sacó la lámina de la cámara, se volvió y, al verme, dijo—: Uy, nena, perdona mi lenguaje. Haz como que no lo has oído y no se lo cuentes a tu madre, por favor. Vuelvo en cinco minutos.

Se llevó la lámina y desapareció en un gabinete minúsculo. Le oímos entrechocando cosas y haciendo ruidos ahí dentro, y al cabo de unos minutos salió con una fotografía blanda agarrada con unas tenazas de madera.

—No suelo sacarlo cuando aún está húmedo, pero he pensado que les gustaría verlo. No lo toquen.

Miramos y ahí estaba: la planta y, claramente visible en la base del tallo, la pequeña hoja de importancia capital. El abuelito sonrió:

—Buen trabajo, señor, muy bueno.

El señor Hofacket se sonrojó y agachó la cabeza, y seguro que habría chutado una piedra de haber habido alguna en el suelo de su estudio.

—¿Le gusta? —farfulló.

—Es perfecta. Estoy muy satisfecho.

—La forma de la hoja en cuestión se ve muy clara. 

—Es perfecta. Hagamos la otra.

Creo que el señor Hofacket se habría quedado todo el día ahí, escuchando las alabanzas que le había procurado esa empresa tan extraña. Colocó la planta frente al papel, esta vez negro, y repitió todo el proceso. Cerré los ojos antes de que el magnesio chispeara, pero aun así vi un resplandor deslumbrante, incluso a través de mis párpados. El señor Hofacket se apresuró a salir con la siguiente fotografía para recibir más alabanzas. Y ahora que formaba parte del proyecto, acribilló al abuelito a preguntas sobre la nueva especie, el Smithsonian, Washington, etcétera.

Yo ya guardaba la planta en su caja de cartón para irnos a casa cuando el abuelito dijo:

—Espera, Calpurnia. Señor Hofacket, creo que sacaremos una última foto. —Puso la planta en un elaborado soporte de mimbre—. Calpurnia, tú ponte a este lado, que yo me pondré aquí.

Me alisé el delantal y el abuelito se atusó la barba. Yo adopté mi mejor postura, bien alta y orgullosa.

—Contengan el aliento —nos ordenó el señor Hofacket—. No respiren. Tres, dos, uno.

Esta vez, el destello en nuestra cara habría bastado para detener a un rinoceronte en marcha. Todo el universo se puso blanco. Me pregunté si sería ése el aspecto de la nieve. El señor Hofacket se alejó parloteando mientras mi visión volvía a la normalidad. Trajo los tres retratos al mostrador principal, y ya estaba a punto de estampar su sello con «Retratos de calidad Hofacket» en relieve dorado, en la esquina inferior izquierda de cada uno, cuando el abuelito lo detuvo:

—Señor, tenga la amabilidad de poner su sello en el dorso de los retratos, pues son muestras científicas y las imágenes deben conservarse intactas. —El señor Hofacket puso cara larga hasta que el abuelito añadió—: Con su sello en el dorso, el mundo sabrá que usted tomó estas fotografías. Puede ponerlo en la parte frontal del que nos hemos hecho mi nieta y yo para conmemorar este día.

Y le entregó tres dólares de plata. El fotógrafo envolvió los retratos en papel marrón y los ató con un cordel. Ya era hora de irnos, pero le pesaba decirnos adiós. Nos acompañó hasta la calesa sin dejar de hablar e insistió en aguantar la caja de la planta mientras yo me montaba. La observó fascinado como si esperase que le fuese a hablar. Después la cogí, me la puse en el regazo y abrí el parasol, y el abuelito le chasqueó al caballo. El señor Hofacket se quedó en la calle y chilló:

—¡Adiós, y vuelvan pronto! ¡Vengan a contarme qué pasa! ¡Háganmelo saber si gustan mis fotografías!

—Cuando lleguemos a casa —me dijo el abuelito—, escribiré una carta y mandaré las fotografías enseguida. Luego ya no quedará más que esperar, que a veces es la parte más dura. Échale a nuestro espécimen un poco de agua de la cantimplora, haz el favor.

En el largo camino de regreso a Fentress, a mi abuelo y a mí nos sobraba energía. Quemamos un poco cantando salomas marineras y canciones de piratas de letras picantes, aunque procurábamos cambiar a algún himno cuando aparecían otros viajeros a la vista. Llegamos a la hora de la cena, polvorientos y agotados pero todavía eufóricos por lo sucedido durante la tarde. Aparcamos la planta en el laboratorio y nos unimos a los demás. La cena duró una eternidad.

—¿Qué noticias traéis de Lockhart? —quiso saber papá. 

—He oído decir que los futuros del algodón están altos —comentó el abuelito—. Y Calpurnia y yo nos hemos hecho una foto.

—¿De verdad? —preguntó Sul Ross. Me lanzó una mirada acusatoria—. ¿Cómo es que tienes una foto?

—Porque hoy es un día memorable —respondió el abuelito. Miró a toda la mesa—. Es posible que Calpurnia y yo hayamos descubierto una nueva especie de planta.

—Eso está muy bien —comentó mi madre con aire distraído.

—¿Qué tipo de planta? —quiso saber Harry.

—¿Me pasas las patatas? —pidió Lamar.

—Tal vez sea una nueva especie de algarroba —contestó el abuelito.

—Oh —dijo Sam Houston—, una algarroba.

«Oh, una algarroba.» Una rabia asesina fluyó por mi pecho. Me entraron ganas de arrojarme encima de él, pero en vez de eso estuve echando humo en silencio durante el resto de esa comida interminable. Nunca antes me había sonado tan absurda la conversación obligatoria de la cena. Nunca antes mis familiares me habían parecido tan atontados, pueblerinos y estúpidos. El único que se salvaba era papá, que, como propietario de ganado, apreciaba la importancia de una posible nueva cepa de «oh, una algarroba» y preguntó si podría utilizarse como forraje, pero yo estaba demasiado enojada para prestar atención.

Finalmente aquello terminó y el abuelito y yo nos retiramos a la biblioteca y cerramos la puerta. Cogió una de las llavecitas de la cadena de su chaleco, abrió el cajón cerrado de su escritorio y sacó unas hojas de grueso papel de carta color crema. Dijo:

—Enciende la lámpara, Calpurnia. Arrojemos algo de luz en los sombríos rincones de la terra incognita. Alcemos la lámpara del conocimiento y suprimamos otro dragón del mapa.

Acerqué una cerilla a las ramitas de la chimenea y corrí a buscar algunas lámparas más, y las coloqué en el perímetro como si fuesen nuestra constelación privada. Él mojó su pluma, hizo una pausa y contempló el vacío, volvió a mojar la pluma y escribió con su caligrafía arcaica:

15 de Septiembre de 1899

Estimados señores:

Durante una de nuestras caminatas diarias por este pequeño rincón del condado de Caldwell, situado en el centro de Texas setenta kilómetros (aprox.) al sur de la capital del estado, Austin, hemos tenido conocimiento de que podría existir una nueva especie de algarroba que tenemos el honor de presentarles a ustedes, caballeros. Según un primer examen, la planta es un miembro común de la Vicia villosa, también conocida como algarroba vellosa. Verán sin embargo, como se describe más abajo y como se aprecia en la fotografía adjunta, que …..

Necesitó dos páginas enteras para describir la planta y su pequeña hoja de importancia capital. Y al terminar firmó, como vi al mirar por encima de su hombro:

Atentamente,

Walter Tate y Calpurnia Virginia Tate

—Ya está —dijo—. Y ahora, a ver. A esperar y ver qué. —Le puse la mano en el hombro. Él respiró hondo y despacio y declaró—: Pensé que nunca iba a llegar este día, pequeña. Pensé que moriría antes de que ocurriera.

Y ahí estaba. Una nueva especie. Una fotografía. Y yo, su pequeña.

Capítulo 13

Correspondencia científica

Una vez que una raza de plantas está bastante bien establecida, los criadores de semillas no eligen los mejores ejemplares, sino que sólo repasan sus almácigas y arrancan las «granujas», como llaman a las plantas que se apartan del canon correcto.

I
nstalamos la planta en la repisa de la ventana del laboratorio y, después de cierta ansiedad por mi parte, se agarró a la vida con mano firme. La examinábamos varias veces al día, atentos a los signos de falta o exceso de riego o de demasiado o poco sol y a los ácaros, las corrientes de aire, la clorosis y las dolencias en general. Cada vez que encontraba una mariquita, me la llevaba corriendo a la planta para que montase guardia contra las pestes, pero mis pequeños centinelas carmesí siempre se acababan yendo. Cada día apuntábamos notas detalladas en el registro, un nuevo cuaderno con cubierta jaspeada reservado a la planta. Como teníamos pavor a que alguien tirase la planta en un arrebato innecesario de limpieza, metí un letrero de advertencia debajo de la maceta:

Experimento en marcha

Que nadie se meta con esta planta. En serio

Calpurnia Virginia Tate (Callie Vee)

Doce días más tarde, recibimos la primera carta sobre el tema. Era del señor Hofacket, que nos escribía preguntando si sabíamos algo del Smithsonian. Había puesto una copia de las fotografías en su escaparate, entre la novia estirada y el bebé desnudo apoltronado en una alfombrilla de piel de oso, y había atraído a varios clientes nuevos que entraban a preguntar por la curiosa instantánea de un hierbajo anodino.

—Calpurnia, tú eres parte de este proyecto —me dijo el abuelito—. ¿Me harías el favor de escribirle al señor Hofacket y recordarle otra vez que aún es pronto para recibir una respuesta? Ya le dije que tardarían meses. No obstante, hemos de cultivar el entusiasmo del profano siempre y donde lo encontremos.

¡Oh! Tenía la misión de iniciar una correspondencia científica —más o menos— con un adulto. Escribí el borrador a lápiz y, cuando hube quedado satisfecha con el resultado, busqué al abuelito para enseñárselo. Llamé a la puerta de la biblioteca y contestó:

—Adelante, si no hay más remedio.

Lo encontré hurgando en uno de sus cajones de lagartos de la biblioteca, mascullando algo sobre un espécimen que faltaba. 

—Calpurnia, ¿tú has visto mi eslizón de cinco rayas? Tendría que estar ordenado entre el de cuatro y el de varias, naturalmente, pero supongo que lo puse en otro sitio.

—Pues no, señor, no lo he visto; pero le he escrito una carta al señor Hofacket y me gustaría que la viera.

—¿A quién? —preguntó mientras rebuscaba. 

—Al fotógrafo. Ya sabe, el de Lockhart.

—Ah, sí. —Hizo un gesto de rechazo con la mano y dijo—: Confío en que hayas hecho un buen trabajo; adelante, mándala. Aquí están los tritones —murmuró— y aquí las salamandras. ¿Dónde están el resto de eslizones?

La emoción me recorrió el espinazo. Me disponía a irme corriendo cuando me acordé de otro problema:

—No tengo sellos, abuelito.

—¿Eh? Ah, toma —dijo, y buscó una moneda en su bolsillo. Me dio diez centavos y los cogí y corrí a mi habitación, donde saqué un plumín nuevo y mi caja de papel satinado, reservado para las ocasiones especiales. Dispuse estos artículos sobre mi tocador y me senté. No era una carta larga, pero tardé una hora en tener la copia definitiva, pues estaba nerviosa por si hacía un borrón.

27 de Septiembre de 1899

Estimado señor:

Tengo en mi mano su carta del miércoles. Mi abuelo el capitán Walter Tate me pide que le informe de que, por ahora, no hemos recibido ninguna respuesta de la Institución Smithsonian.

Mi abuelo el capitán Walter Tate desea que sepa que se lo hará saber en el momento que reciba una respuesta. Mi abuelo le envía sus saludos y le agradece su interés en el tema.

Muy atentamente,

Calpurnia Virginia Tate

(nieta del capitán Walter Tate)

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