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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

El Conde de Montecristo (129 page)

BOOK: El Conde de Montecristo
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—¡Por aquí, por aquí, mi querido Alberto! —dijo, presentando al joven—. ¿Qué es lo que os trae por acá? ¿Venís a almorzar conmigo? Veamos, buscad una silla. Mirad, allí hay una junto a aquel geranio, que es lo único que recuerda que haya hojas en el mundo además de las de papel.

—Beauchamp —dijo Alberto—, vengo a hablaros de vuestro periódico.

—¡Vos, Morcef! ¿Qué deseáis?

—Deseo una rectificación.

—¡Una rectificación! ¿Respecto a qué, Alberto? Pero sentaos.

—Gracias —respondió Alberto por segunda vez y con un ligero movimiento de cabeza.

—Vamos, explicaos.

—Una rectificación sobre un hecho que ataca el honor de mi familia.

—¡Vamos! —dijo Beauchamp sorprendido—. ¿Qué hecho? Me parece que no se podrá…

—Lo que os han escrito de Janina.

—¿De Janina?

—Sí, de Janina. No os hagáis el ignorante.

—¡Palabra de honor que nada sé…! ¡Bautista, un número de ayer! —gritó Beauchamp.

—Es inútil. Traigo el mío en el bolsillo.

Beauchamp leyó:

«Nos escriben de Janina…, etc».

—Ya podéis ver que el hecho es grave —dijo Morcef, así que Beauchamp hubo leído.

—¿Ese oficial es pariente vuestro? —preguntó el periodista.

—Sí —dijo Alberto sonrojándose.

—Pues bien, ¿qué queréis que haga por serviros? —dijo Beauchamp con dulzura.

—Quisiera que retractaseis este hecho, mi querido Beauchamp.

Beauchamp miró a Alberto con una atención que anunciaba seguramente mucha bondad.

—Veamos —dijo—, es cosa de tomarlo despacio, porque una retractación es siempre asunto de gravedad. Sentaos. Voy a leer otra vez estas tres o cuatro líneas.

Alberto se sentó y Beauchamp volvió a leer las líneas acriminadas por su amigo, con más cuidado que antes.

—Ya lo veis —dijo Alberto con firmeza y hasta con sequedad—, en vuestro periódico se ha insultado a un miembro de mi familia, y exijo una retractación.

—Exigís…

—Sí, exijo una retractación.

—Permitidme que os diga, mi querido vizconde, que vuestro lenguaje no es parlamentario.

—No trato de que lo sea —replicó el joven levantándose—, quiero la retractación de un hecho que habéis anunciado ayer, y la obtendré. Sois bastante amigo —prosiguió Alberto, apretando los dientes, viendo que Beauchamp empezaba a levantar la cabeza con aire desdeñoso—, sois bastante amigo, y por lo mismo supongo que me conocéis suficientemente para comprender mi tenacidad en semejante caso.

—Con palabras como las que acabáis de decir, Morcef, conseguiréis hacerme olvidar que soy amigo vuestro, como decís. Pero, veamos, no nos enfademos o dejémoslo para más adelante… ¡Sepamos quién es ese pariente que se llama Fernando!

—Es mi padre, nada menos —dijo Alberto—, el señor Fernando Mondego, conde de Morcef, un veterano que ha visto veinte campos de batalla y cuyas cicatrices se trata de cubrir con fango impuro.

—¡De vuestro padre! —replicó Beauchamp—, la cosa ya cambia.

Ahora comprendo vuestra incomodidad, querido Alberto. Volvamos a leer.

Y leyó otra vez la nota, deteniéndose a cada palabra.

—Pero ¿en dónde veis —preguntó Beauchamp— que el Fernando del periódico sea vuestro padre?

—En ninguna parte. Pero lo verán otros, y por eso quiero que se desmienta el hecho.

Al oír la palabra
quiero
, Beauchamp levantó la vista para mirar a Morcef, pero bajándola al instante se quedó un momento pensativo.

—Desmentiréis este hecho, ¿no es verdad? —repitió Morcef con una cólera que iba en aumento y que procuraba reprimir.

—Sí —respondió Beauchamp.

—¡Está bien! —dijo Alberto.

—Pero después que me haya cerciorado de que es falso.

—¡Cómo!

—Sí; la cosa merece la pena de que se aclare, y yo la aclararé.

—Y qué tenéis que aclarar —dijo Alberto fuera de sí—. Si creéis que no es mi padre, decidlo sin rodeos, y si, por el contrario, creéis que es de él de quien se trata, explicadme los motivos que para ello tenéis.

Beauchamp miró a Alberto con esa sonrisa que le era peculiar y que sabía adaptarse a todas las pasiones.

—Caballero —repuso—, puesto que ya debemos tratarnos así, si habéis venido a exigirme una satisfacción, debíais haberlo hecho desde el principio, y no haberme hablado de amistad y de otras cosas ociosas como las que tengo la paciencia de oír hace media hora. Sepamos, ¿es por este terreno por el que debemos marchar en lo sucesivo?

—Sí; en el caso de que no retractéis la infame calumnia.

—Entendámonos y dejemos a un lado las amenazas, señor Alberto Mondego, vizconde de Morcef. No acostumbro sufrirlas de mis enemigos, y con mucho más motivo de mis amigos. Es decir, que tenéis formal empeño en que desmienta el hecho acerca del general Fernando, hecho en que, bajo mi palabra de honor, aseguro no haber tenido parte.

—¡Sí, lo quiero! —dijo Alberto, cuya mente empezaba a extraviarse.

—¿Sin lo cual nos batiremos? —continuó Beauchamp con la misma calma.

—Sí —replicó Alberto levantando la voz.

—Pues bien —dijo Beauchamp—. Ahí va mi contestación. Yo no he insertado ese hecho ni lo conozco, pero con vuestra conducta me habéis llamado la atención acerca de él. Subsistirá, pues, hasta que sea desmentido o confirmado por quien corresponda.

—¡Caballero! —dijo Alberto levantándose—. Tendré el honor de enviar mis padrinos. Discutiréis con ellos el sitio y las armas.

—Está bien.

—Y esta tarde, si os parece, o mañana, a más tardar, nos veremos.

—¡No, no! Estaré en el campo cuando deba estar, y me parece estoy en mi derecho, toda vez que soy el provocado, y me parece, digo, que todavía no ha llegado la hora. Sé que sois buen espadachín, mientras que yo manejo medianamente la espada; de seis blancos, soléis quitar tres, poco más o menos me sucede a mí. Sé que un desafío entre nosotros sería un desafío formal, porque vos sois valiente, y yo… lo soy también. No quiero, pues, exponerme a mataros o a que me matéis sin fundado motivo. Ahora voy a preguntaros a vos categóricamente: ¿Insistís en conseguir esa retractación hasta el extremo de matarme si no la hago, a pesar de haberos dicho, a pesar de repetiros y aseguraros bajo mi palabra de honor que no conocía el hecho, y a pesar, en fin, de declararos que nadie que no sea un visionario como vos, puede reconocer al señor conde de Morcef bajo ese nombre de Fernando?

—Este es mi empeño.

—Pues bien, señor mío, consiento en darme de estocadas con vos. Pero quiero tres semanas. Dentro de tres semanas me encontraréis para deciros: «Sí, el hecho es falso, y lo retracto», o bien: «Sí, el hecho es cierto», y desenvaino la espada, o saco las pistolas de la caja. Lo que vos elijáis.

—Tres semanas —exclamó Alberto—, pero tres semanas son tres siglos, durante los cuales estaré deshonrado.

—Si hubieseis seguido siendo mi amigo, os habría dicho: Paciencia, amigo mío; pero os habéis hecho mi enemigo, y os digo: ¿Qué me importa?

—¡Está bien! ¡Dentro de tres semanas! —dijo Morcef—. Pero, expirado ese plazo, no habrá dilación ni subterfugio que pueda dispensaros…

—Caballero Alberto de Morcef —repuso Beauchamp levantando—, no puedo arrojaros por la ventana hasta tres semanas, es decir, en veinticuatro días, y hasta esta época no tenéis derecho para insultarme. Estamos a 29 de agosto, hasta el 21 de septiembre. Hasta entonces, creedme, y es un consejo de caballero el que voy a daros, excusemos los ladridos de dos perros encadenados a larga distancia uno de otro.

Y saludando con gravedad al joven, Beauchamp le volvió la espalda y entró en la imprenta.

Alberto se vengó en un montón de periódicos que dispersó a latigazos, después de lo cual se marchó, no sin haberse encaminado antes dos o tres veces hacia la puerta de la imprenta.

Mientras Alberto fustigaba el caballo de su cabriolé, vio al atravesar el bulevar a Morrel, que con la cabeza erguida pasaba por delante de los baños chinescos, viniendo por la puerta de San Martín y encaminándose hacia la Magdalena.

—¡Ah! —dijo suspirando—. ¡He ahí un hombre feliz!

Casualmente Alberto no se equivocaba.

Capítulo
XXVI
La limonada

E
fectivamente Morrel era feliz.

El señor Noirtier le había mandado llamar y tenía tanta ansiedad por saber la razón de ello, que no tomó un carruaje, fiándose más de sus dos piernas que de las cuatro de un caballo de alquiler. Partió, pues, ligero como un rayo, y se dirigió por la calle Meslay al arrabal de Saint-Honoré.

Caminaba con paso gimnástico, y el pobre Barrois apenas podía seguirle. En algo había de verse que Morrel tenía treinta y un años y Barrois sesenta. El primero estaba ebrio de amor, y el segundo sofocado por el gran calor. Estos dos hombres de intereses y de edad tan diversos, semejaban las dos líneas que forman el triángulo, que separadas de su base se reúnen en el vértice.

El vértice era el señor Noirtier, que envió a buscar a Morrel, recomendándole la prontitud, recomendación que, con gran disgusto de Barrois, seguía al pie de la letra.

Al llegar, Morrel no estaba cansado. El amor confiere alas; pero Barrois, que hacía mucho tiempo que no amaba, apenas podía moverse.

El viejo servidor hizo entrar a Morrel por la puerta secreta, cerró la del despacho y no tardó mucho en oírse el rumor de un vestido cuyos bordes rozaban el suelo y anunciaba la visita de Valentina. Estaba encantadora con el traje de luto.

Noirtier acogió benévolamente al joven, y recibió con agrado las muestras de gratitud que éste le daba, por la maravillosa intervención que había salvado a Valentina y a él de la desesperación. Su mirada se dirigió en seguida a la joven, que sentada a cierta distancia, esperaba que se la invitase a hablar, y aquella mirada era toda una pregunta.

Noirtier la miró también a su vez.

—¿Digo lo que me habéis encargado? —preguntó ella.

—Sí —respondió Noirtier.

—Señor Morrel —añadió entonces Valentina al joven que la miraba absorto—, mi abuelo tenía mil cosas que deciros; hace tres días que me las ha confiado, y os ha enviado a buscar hoy para que yo os las repita.

Lo haré, ya que me ha escogido como su intérprete, sin cambiar una sílaba ni separarme en lo más mínimo de sus intenciones.

—¡Ah!, os escucho, espero con impaciencia. Hablad, hablad.

Valentina bajó los ojos, lo que pareció de buen agüero a Morrel, porque ella era débil en los momentos en que se sentía dichosa.

—Mi padre quiere dejar esta casa —dijo—. Barrois se ha encargado de buscar una que nos convenga.

—Pero, señorita, vos a quien el señor Noirtier quiere y necesita… —dijo Morrel.

—Yo —dijo la joven— no dejaré a mi abuelo. Estamos ya de acuerdo en esto. Mi habitación será contigua a la suya. O el señor de Villefort me dará su consentimiento para vivir junto a mi abuelo, o me lo rehusará. En el primer caso, parto ahora mismo; en el segundo, esperaré a ser mayor, lo que sólo tardará diez meses, y entonces, libre, independiente, con una buena fortuna, y…

—¿Y…? —preguntó Morrel.

—Y con la autorización de mi abuelo, os cumpliré la promesa que os he hecho.

Pronunció Valentina estas palabras con una voz tan débil que Morrel no las hubiera comprendido sin el grande interés que en ello tenía.

—¿He expresado bien vuestras intenciones, mi querido abuelo? —añadió Valentina dirigiéndose al señor Noirtier.

—Sí —respondió el anciano.

—Establecida en casa de mi abuelo, el señor Morrel podrá venir a verme en casa de este bueno y digno protector, y si el lazo que nuestros corazones ignorantes o caprichosos han empezado a formar, parece suave, y presenta garantías de una dicha futura, ¡ay!, según dicen, los corazones inflamados por los obstáculos se enfrían fácilmente al cesar éstos, entonces el señor Morrel me pedirá a mí misma y yo le atenderé.

—¡Oh! —dijo Morrel, queriendo arrodillarse ante el anciano, como ante un dios, y ante Valentina como ante un ángel—. ¡Oh! ¡Qué he hecho yo en toda mi vida para merecer tanta ventura!

—Hasta entonces —continuó la joven con su voz pura y severa—, es necesario respetar las conveniencias, la voluntad de nuestros padres, con tal que no signifique separarnos para siempre. En una palabra, y la repito porque ella lo dice todo: Esperaremos.

—Y los sacrificios que esta palabra impone —dijo Morrel—, os juro que sabré cumplirlos con resignación y con honor.

—Así, pues —continuó Valentina dirigiendo una dulce mirada, que penetró hasta el corazón de Maximiliano—, no más imprudencias, amigo mío, no comprometáis a la que de hoy en adelante se considera destinada a llevar pura y dignamente vuestro nombre.

Morrel puso la mano sobre su corazón.

Noirtier los contemplaba con la mayor ternura. Barrois, que había permanecido en el fondo del gabinete, como persona para quien nada hay oculto, sonreía, enjugando las gotas de sudor que se desprendían de su calva frente.

—¡Ay, Dios mío!, qué calor tiene este buen Barrois —dijo Valentina.

—¡Ah!, es que he corrido mucho, señorita, pero debo hacer justicia al señor Morrel, corría más que yo.

Noirtier indicó con los ojos una salvilla en que había una botella de limonada y un vaso. La limonada que faltaba la había tomado poco antes el señor Noirtier.

—Toma, buen Barrois, toma, porque veo que diriges una mirada codiciosa a la limonada:

—Es cierto —dijo Barrois— que me muero de sed, y que bebería de buena gana un vaso de limonada a vuestra salud.

—Bebe, pues —le dijo Valentina—, y vuelve en seguida.

Barrois se llevó la salvilla, y apenas había llegado al corredor, cuando por entre la puerta que dejó medio abierta le vieron echar atrás la cabeza para apurar el vaso que había llenado Valentina.

Despidióse ésta de Morrel en presencia de su abuelo, cuando se oyó resonar en la escalera la campanilla del señor de Villefort. Ello era señal de que llegaba alguna visita, y Valentina miró al reloj.

—Son las doce —dijo—, hoy es sábado, querido abuelo, es sin duda el médico.

Noirtier hizo una señal afirmativa.

—Va a venir aquí, es necesario que el señor Morrel se retire. ¿No es verdad, abuelo?

—Sí —respondió éste.

—Barrois —gritó Valentina—. Barrois, ven.

Oyóse la voz del criado que respondía.

—Voy, señorita.

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