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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

El Conde de Montecristo (70 page)

BOOK: El Conde de Montecristo
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La habitación estaba sumida en la penumbra, sin lo cual Alberto hubiese podido ver la lívida palidez, que se extendía sobre las mejillas del conde y sorprender el temblor nervioso que sacudió sus hombros y su pecho. Hubo un instante de silencio, durante el cual Montecristo permaneció con la mirada obstinadamente clavada en esta pintura.

—Tenéis ahí una hermosa querida, vizconde —dijo Montecristo con una voz perfectamente segura—. Y ese traje de baile sin duda le sienta a las mil maravillas.

—¡Ah!, señor —dijo Alberto—, he aquí un error que no me perdonaría si al lado de este retrato hubieseis visto algún otro. Vos no conocéis a mi madre, caballero. Es a ella a quien veis en ese lienzo; se hizo retratar así hace seis a ocho años. Ese traje es de capricho, a lo que parece. La condesa mandó hacer este retrato durante una ausencia del conde. Sin duda quería prepararle para su vuelta una agradable sorpresa. Pero, cosa rara, ese retrato desagradó a mi padre, y el valor de la pintura, que es como ya veis una de las mejores de Leopoldo Rober, no pudo vencer su antipatía por el cuadro. La verdad, aquí para nosotros, mi querido conde, es que el señor Morcef es uno de los pares más asiduos del Luxemburgo, pero un amante del arte de los más medianos; en cambio, mi madre pinta de un modo bastante notable, y estimando demasiado una obra semejante para separarse de ella, me la ha dado, para que en mi cuarto esté menos expuesta a desagradar al señor de Morcef que en el suyo, donde veréis el retrato pintado por Gros. Perdonadme si os hablo de una manera tan familiar, pero como voy a tener el honor de conduciros a la habitación del conde, os digo esto para que no se os escape elogiar este retrato delante de él. Fuera de esto, posee una funesta influencia, porque es muy raro que mi madre venga a mi cuarto sin mirarle, y más raro aún que le mire sin llorar. La nube que levantó la aparición de esta pintura en el palacio, es la única que ha habido entre el conde y la condesa, quienes aunque casados hace más de veinte años, están aún unidos como el primer día.

El conde lanzó una rápida mirada sobre Alberto, como para buscar una intención oculta en estas palabras, pero era evidente que el joven lo había dicho con toda la sencillez de su alma.

—Ahora —dijo Alberto—, que habéis visto todas mis riquezas, señor conde, permitidme ofrecéroslas, por indignas que sean; consideraos aquí como en vuestra casa, y para mayor franqueza aún, dignaos acompañarme al cuarto del señor Morcef, a quien escribí desde Roma el servicio que me prestasteis y a quien anuncié la visita que me habíais prometido, y puedo decirlo, el conde y la condesa esperaban con impaciencia que les fuese permitido daros las gracias. Estáis un poco cansado de estas cosas, lo sé, señor conde, y las escenas de familia no tienen mucho atractivo para Simbad el Marino, ¡habréis visto muchas escenas! Sin embargo, aceptad la que os propongo, como iniciativa de la vida parisiense, vida de política, de visitas y de presentaciones.

Montecristo se inclinó sin responder, aceptaba la proposición sin entusiasmo y sin pesar, como una de esas conveniencias de sociedad de que todo hombre de educación se hace un deber. Alberto llamó a su criado y le mandó que avisara a los señores de Morcef de la próxima llegada del conde de Montecristo.

Alberto le siguió con el conde.

Al llegar a la antesala, veíase encima de la puerta que daba acceso al salón un escudo que por sus ricos adornos y su armonía indicaba la importancia que el propietario daba a aquel aposento.

Montecristo se detuvo delante del blasón, que examinó detenidamente.

—Campo azul y siete merletas de oro puestas en fila. ¿Sin duda será éste el escudo de vuestra familia, caballero? —inquirió—. Excepto el conocimiento de las piezas que me permite descifrarlo, soy un ignorante en cuanto a heráldica. Yo, conde de casualidad, fabricado por la Toscana, ayudado por una encomienda de San Esteban, y que hubiera pasado siendo gran señor, si no me hubiesen repetido que cuando se viaja mucho es totalmente imprescindible. Porque, al fin, siempre es preciso, aunque no sea más que para cuando los aduaneros os registran, tener algo en la portezuela de vuestro carruaje. Excusadme, pues, si os hago tal pregunta.

—De ningún modo es indiscreta —dijo Morcef con la sencillez de la convicción—, y lo habéis adivinado, son nuestras armas, es decir, las de la familia de mi padre, pero como veis, están unidas a otro escudo con una torre de oro, que es de la familia de mi madre. Por parte de las mujeres soy español, pero la casa de Morcef es francesa, y según he oído decir, una de las más antiguas del Mediodía de Francia.

—Sí —repuso el conde de Montecristo—, lo indican las aves. Casi todos los peregrinos armados que intentaron o que hicieron la conquista de Tierra Santa tomaron por armas cruces, señal de la misión que iban a cumplir; o aves de paso, símbolo del largo viaje que iban a emprender, y que esperaban acabar con las alas de la fe. Uno de vuestros abuelos paternos debió de tomar parte en una de las cruzadas, y suponiendo que no sea más que la de San Luis, ya esto os remonta al siglo XI, lo cual no deja de ser interesante.

—Es muy posible —dijo Morcef—, mi padre tiene en el gabinete un árbol genealógico que nos explicará todo esto. Pero ahora no pensemos en ello y sin embargo os diré, señor conde, y esto entra en mis obligaciones de cicerone, que empiezan a ocuparse mucho de estas cosas en estos tiempos de gobierno popular.

—¡Pues bien!, vuestro gobierno debió elegir algo mejor que esos dos carteles que he visto en vuestros monumentos, y que no tienen ningún sentido heráldico. En cuanto a vos, vizconde, sois más feliz que vuestro gobierno, porque vuestras armas son verdaderamente hermosas y hablan a la fantasía. Sí, eso es, sois a un tiempo de Provenza y de España, lo cual está explicado, si el retrato que me habéis mostrado es semejante por su hermoso color moreno que tanto admiraba yo en el rostro de la noble catalana.

Preciso hubiera sido ser otro Edipo o la misma Esfinge para adivinar la ironía que dio el conde a estas palabras, llenas en apariencia de la mayor cortesía. Morcef le dio las gracias con una sonrisa y pasando delante del conde para mostrarle el camino, abrió la puerta que estaba debajo de sus armas, y que, como hemos dicho, comunicaba con el salón. En el lugar principal de este salón veíase asimismo un retrato, era el de un hombre de treinta y ocho años, vestido con uniforme de oficial general, con sus dos charreteras, señal de los grados superiores, la cinta de la Legión de Honor alrededor del cuello, lo cual indicaba que era comendador, y en el pecho, al lado derecho, la placa de gran oficial de la Orden del Salvador, y a la izquierda la de la gran cruz de Carlos III, lo cual indicaba que la persona representada por este retrato hizo la guerra a Grecia y a España, o lo que viene a ser lo mismo, había cumplido alguna misión diplomática en ambos países.

Montecristo se hallaba ocupado en examinar este retrato con no menos atención que había examinado el otro, cuando se abrió una puerta lateral y vio al conde de Morcef en persona.

Era un hombre de cuarenta a cuarenta y cinco años, pero que aparentaba cincuenta por lo menos, cuyo bigote y cejas negras contrastaban con unos cabellos casi blancos, enteramente cortados según la moda militar. Iba vestido de paisano, y llevaba en su ojal una cinta, cuyos diferentes colores recordaban las diversas órdenes de que estaba condecorado. Este hombre entró con paso digno y presuroso. Montecristo le vio venir sin dar un paso, hubiérase dicho que sus pies estaban clavados en el suelo, como sus ojos lo estaban en el rostro del conde de Morcef.

—Padre —dijo el joven—, tengo el honor de presentaros al señor conde de Montecristo, el generoso amigo que he tenido el honor de encontrar en las difíciles circunstancias que ya conocéis.

—Tengo un gran placer en ver a este caballero —dijo el conde de Morcef sonriéndose—. Salvando usted la vida al único heredero, ha prestado a nuestra casa un servicio que avivará eternamente nuestro reconocimiento.

Y al pronunciar estas palabras el conde de Morcef señalaba un sillón al de Montecristo, mientras él se sentaba frente a la ventana. En cuanto a Montecristo, mientras tomaba el sillón señalado por el conde de Morcef, se colocó de modo que permaneciese oculto en las sombras de las grandes colgaduras de terciopelo y pudiera leer en las facciones del conde una historia de secretos dolorosos, escritos en cada una de sus arrugas, esculpidas antes de tiempo.

—La señora condesa —dijo Morcef— se hallaba en el tocador cuando el vizconde la mandó avisar la visita que iba a tener el honor de recibir, va a bajar y dentro de diez minutos estará en el salón.

—Mucho honor es para mí —dijo Montecristo— el entrar, recién llegado a París, en relaciones con un hombre, cuyo nombre iguala a la reputación, y con quien la fortuna nunca se ha mostrado adversa, pero ¿no tienen todavía en las llanuras del Misisipí o en las montañas del Atlas, algún bastón de mariscal que ofreceros?

—¡Oh! —repuso sonrojándose Morcef—, abandoné el servicio, caballero. Nombrado par en tiempo de la Restauración, estaba en la primera campaña y servía a las órdenes del mariscal Bourmont; podía, pues, aspirar a un mando superior, y quién sabe lo que habría ocurrido si la rama mayor hubiese permanecido en el trono. Pero la revolución de julio era, al parecer, demasiado gloriosa para ser ingrata, y lo fue, sin embargo, para todo servicio que no databa del periodo imperial, porque cuando como yo, se han ganado las charreteras en los campos de batalla, no se sabe maniobrar sobre el resbaladizo terreno de los salones. He abandonado la espada para entrar en la política, me dedico a la industria, estudio las artes útiles. Durante los veinte años que yo había permanecido en el servicio, lo había deseado mucho, pero me faltó tiempo.

—Tales ideas son las que conservan la superioridad de vuestra nación sobre los otros países, caballero —respondió Montecristo—; un noble perteneciente a una gran casa, con una brillante fortuna, habéis consentido en ganar los primeros grados como oscuro soldado, esto es algo rarísimo. Después general, par de Francia, comendador de la Legión de Honor, consentís en volver a empezar una segunda carrera, sin otra esperanza que la de ser algún día útil a vuestros semejantes… ¡Ah caballero, es hermoso, diré más, sublime!

Alberto miraba y escuchaba a Montecristo con asombro. No estaba acostumbrado a verle elevarse a tales grados de entusiasmo.

—¡Ay! —continuó el extranjero, sin duda para desvanecer la imperceptible nube que estas palabras acababan de producir en la frente de Morcef—, nosotros no hacemos lo mismo en Italia, obramos según nuestra cuna y clase, y siempre que podamos obraremos así durante toda nuestra vida.

—Pero, caballero —repuso el conde Morcef—, para un hombre de vuestro mérito, Italia no es una patria, y Francia os abre sus brazos, venid a ella. Francia no será ’quizás ingrata para todo el mundo, trata mal a sus hijos, pero generalmente recibe bien a los extranjeros.

—¡Ah!, padre mío —dijo Alberto sonriéndose—, bien se ve que no conocéis al señor conde de Montecristo. No aspira a los hombres, y sólo se preocupa de lo que le puede facilitar un pasaporte.

—Esa es, en mi opinión, la expresión más exacta que jamás he oído —respondió el extranjero.

—Vos habéis sido dueño de vuestro porvenir —respondió el conde de Morcef con un suspiro—, y habéis elegido el camino de las flores.

—Así es, caballero —respondió Montecristo con una de esas sonrisas que jamás podrá copiar un pintor, y en vano tratará de analizar un fisiólogo.

—Si no hubiese temido fatigar al señor conde —repuso el general, encantado de los modales de Montecristo—, le habría conducido a la Cámara; hoy hay una sesión curiosa para el que no conozca a nuestros senadores modernos.

—Os quedaré muy agradecido, caballero, si queréis renovarme esa oferta en otra ocasión, pero hoy me han lisonjeado con la esperanza de ser presentado a la señora condesa, y esperaré.

—¡Ah!, ahí está mi madre —exclamó el vizconde.

En efecto, Montecristo, volviéndose vivamente vio a la señora de Morcef en la puerta del salón opuesta a la otra por donde había entrado su marido. Pálida e inmóvil, dejó caer, cuando Montecristo se volvió hacia ella, su brazo, que, no se sabe por qué, se había apoyado sobre el dorado quicio de la puerta; estaba allí hacía algunos segundos, y había oído las últimas palabras pronunciadas por el extranjero.

Este se levantó y saludó cortésmente a la condesa, que se inclinó a su vez, muda y ceremoniosa.

—¡Ah! ¡Dios mío!, señora —preguntó el conde—. ¿Qué os sucede? ¿Os hace mal el calor de este salón?

—¿Sufrís, madre mía? —exclamó el vizconde, lanzándose al encuentro de Mercedes.

Ambos fueron recompensados con una sonrisa.

—No —dijo—, pero he experimentado alguna emoción al ver por vez primera a la persona sin cuya intervención en este momento estaríamos sumergidos en lágrimas y desesperación. Caballero —prosiguió la condesa adelantándose con la majestad de una reina—, os debo la vida de mi hijo, y por este beneficio os bendigo. Ahora os agradezco el placer que me causáis procurándome una ocasión de daros las gracias como os he bendecido, es decir, con todo mi corazón.

El conde se inclinó de nuevo, pero más profundamente que la primera vez; estaba aún más pálido que Mercedes.

—Señora —dijo el conde—, y vos me recompensáis con demasiada generosidad por una acción muy sencilla, salvar a un hombre, ahorrar tormentos a un padre y a una madre, esto no es siquiera una buena obra, es sólo un acto de humanidad.

A tales palabras pronunciadas con una cortesía y una dulzura delicadas, la señora de Morcef respondió con un acento profundo:

—Mucha felicidad es para mi hijo, caballero, el teneros por amigo, y doy gracias a Dios que lo ha dispuesto todo así.

Y Mercedes levantó al cielo sus bellos ojos con una gratitud tan infinita que el conde creyó ver temblar en ellos algunas lágrimas.

El señor Morcef se acercó a su esposa.

—Señora —dijo—, ya he dado mis excusas al señor conde por verme obligado a dejarle, y os suplico que vos se las renovéis. La sesión se abre a las dos, son las tres, y debo hablar en ella.

—Descuidad, yo procuraré hacer olvidar vuestra ausencia a nuestro huésped —repuso la condesa—; señor conde —continuó ella, volviéndose hacia Montecristo—, ¿nos haréis el honor de pasar el día con nosotros?

—Gracias, señora, y agradezco infinito vuestro ofrecimiento, pero me he apeado esta mañana a vuestra puerta desde el camino. Ignoro cómo estoy instalado en París. Esta es una inquietud ligera, lo sé, pero sin embargo, natural.

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