—¡Ah!, es verdad —dijo Montecristo—, ahora recuerdo que he leído este anuncio en un periódico, y me he dejado seducir por este título:
Casa de campo
.
—Aún es tiempo —dijo vivamente Bertuccio—, y si vuestra excelencia quiere que busque otra, la encontraré mucho mejor, en Enghien, en Fontenay-aux-Roces, o en Belle-Vue.
—No, no —dijo Montecristo con tono despectivo—, puesto que ya tengo ésta, la conservaré.
—Y hacéis bien —dijo vivamente el notario, temiendo perder sus ganancias—, es una propiedad muy hermosa: aguas cristalinas y abundantes, bosques espesos, habitaciones cómodas, aunque descuidadas hace tiempo, sin contar con los muebles que, aunque un poco antiguos, tienen valor, sobre todo hoy día en que sólo se buscan las cosas antiguas. Perdonad, pero creo que el señor conde tendrá el gusto de la época.
—Hablad, hablad —dijo Montecristo—, ¿es cosa conveniente?
—¡Ah!, señor, mucho mejor: es magnífica.
—Entonces no hay que desperdiciar esta ocasión —dijo Montecristo—; el contrato, señor notario.
Y firmó rápidamente, después de haber echado una ojeada hacia el sitio donde estaban indicados los nombres de los propietarios y la situación de la casa.
—Bertuccio —dijo—, entregad cincuenta y seis mil francos a este caballero.
El mayordomo salió con paso no muy seguro, y volvió con un fajo de billetes de banco que el notario contó como un hombre poco acostumbrado a recibir el dinero con tanta puntualidad.
—Y ahora —preguntó el conde—, ¿están cumplidas todas las formalidades?
—Todas, señor conde.
—¿Tenéis las llaves?
—Las tiene el portero que guarda la casa, pero aquí tenéis la orden que le he dado de instalaros en vuestra nueva propiedad.
—Muy bien.
Y Montecristo hizo al notario un movimiento que quería decir: «Ya no tengo necesidad de vos. Podéis retiraros».
—Pero —exclamó el honrado notario—, el señor conde se ha engañado, me parece. Comprendido todo, no son más que cincuenta y cinco mil francos.
—¿Y vuestros honorarios?
—Están incluidos en esta suma, señor conde.
—¿Pero no habéis venido de Auteuil aquí?
—¡Oh!, ¡claro está!
—Pues bien, preciso es pagaros vuestra molestia —dijo el conde. Y le despidió con una mirada.
El notario salió lentamente, haciendo una reverencia hasta el suelo, a cada paso que daba. Era la primera vez, desde el día que empezó la carrera, que encontraba semejante cliente.
—Acompañad a este caballero —dijo el conde a Bertuccio.
Y el mayordomo salió detrás del notario.
Tan pronto como el conde estuvo solo, sacó de su bolsillo una cartera con cerradura, que abrió con una llavecita que llevaba al cuello, y de la que no se separaba nunca.
Tras de haber examinado un momento los papeles que contenía, su vista se detuvo en una hoja en la que había varias notas. Comparó éstas con el acta de venta que había puesto sobre la mesa y quedóse reflexionando un momento.
—Auteuil, calle de La Fontaine, número 30, esto es —dijo—. Ahora, ¿deberé arrancar esa confesión por el terror religioso o por el terror físico? Dentro de una hora lo sabré todo.
—¡Bertuccio! —exclamó dando un golpe con una especie de martillo sobre un timbre, que produjo un sonido agudo y sonoro—. ¡Bertuccio!
El mayordomo acudió en seguida.
—Señor Bertuccio —dijo el conde—, ¿no me habíais dicho otras veces que habíais viajado por Francia?
—Por ciertas partes de Francia, sí, excelencia.
—¿Sin duda conoceréis los alrededores de París?
—No, excelencia, no —respondió el mayordomo con cierto temblor nervioso, que Montecristo, experto en cuanto a emociones, atribuyó con razón a viva inquietud.
—Siento que no hayáis visitado los alrededores de París —le dijo—, porque quiero visitar esta tarde mi nueva propiedad, y viniendo conmigo hubierais podido darme útiles informes.
—¡A Auteuil! —exclamó Bertuccio, cuya tez tostada se volvió casi lívida—. ¡Yo ir a Auteuil!
—¿Y qué tiene eso de particular? Cuando yo viva allí será preciso que vengáis conmigo, puesto que formáis parte de la casa.
Bertuccio bajó la cabeza ante la imperiosa mirada de su señor, y permaneció inmóvil sin responder.
—¡Ah! ¿Qué os sucede? ¿Vais a hacerme llamar por segunda vez para el carruaje? —dijo Montecristo con el tono en que Luis XIV pronunció aquella frase: «¡He tenido que esperar!».
Bertuccio se lanzó a la antesala, y gritó con voz ronca:
—Los caballos de su excelencia.
Montecristo escribió dos o tres esquelas; cuando hubo cerrado la última, volvió a presentarse el mayordomo.
—El carruaje de su excelencia está a la puerta —dijo.
—Pues bien, tomad vuestros guantes y vuestro sombrero —dijo Montecristo.
—¿Pues qué? ¿Debo ir con el señor conde? —exclamó Bertuccio exasperado.
—Sin duda, es preciso que deis vuestras órdenes, puesto que quiero habitar aquella casa.
No era posible replicar; así, pues, el mayordomo, sin pronunciar una palabra, siguió a su señor, que subió al carruaje haciéndole seña de que le siguiese.
El mayordomo se sentó respetuosamente sobre la banqueta delantera.
A
l bajar la escalera, Montecristo había observado que Bertuccio se había persignado a la manera de los corsos, es decir, cortando el aire en forma de cruz con el pulgar, y que al tomar asiento en el carruaje había murmurado una breve oración. Cualquier otro que fuera un hombre curioso hubiese tenido compasión de la singular repugnancia manifestada por el digno intendente para el paseo premeditado
extramuros
por el conde, pero según parece, éste era demasiado curioso para poder dispensar a Bertuccio de tal viaje.
En veinte minutos estuvieron en Auteuil. La emoción del mayordomo iba en aumento. Al entrar en el pueblo, Bertuccio, arrimado a un rincón del coche, comenzó a examinar con una emoción febril todas las casas por delante de las cuales pasaban.
—Pararéis en la calle de La Fontaine, número 28 —dijo el conde, fijando despiadadamente su mirada sobre el mayordomo, al cual daba esta orden.
La frente de Bertuccio estaba bañada en sudor, y sin embargo obedeció e inclinándose fuera del carruaje, gritó al cochero:
—Calle de La Fontaine, número 28.
Este número 28 estaba situado en un extremo del pueblo. Durante el viaje había ido oscureciendo, como si se hiciera de noche, o más bien una nube negra, cargada de electricidad, daba a estas tinieblas la apariencia y solemnidad de un episodio dramático. El carruaje se detuvo, y el lacayo se precipitó a la portezuela para abrirla.
—Y bien —dijo el conde—, ¿no os apeáis, señor Bertuccio? ¿Os quedáis dentro? ¿En qué diablos pensáis hoy?
Bertuccio se precipitó por la portezuela, y presentó su hombro al conde, quien se apoyó esta vez y bajó uno a uno los tres escalones del estribo.
—Id a llamar —dijo el conde—, y anunciadme.
Bertuccio llamó, la puerta se abrió y apareció el portero.
—¿Quién es? —preguntó.
—Es vuestro nuevo amo —y presentó al portero el billete de re conocimiento, entregado por el notario.
—¿Luego se ha vendido la casa? —preguntó el portero—, ¿y es este caballero quien viene a habitarla?
—Sí, amigo mío —dijo el conde—, y procuraré hacer todo lo posible por que quedéis contento de vuestro nuevo amo.
—¡Oh!, caballero —dijo el portero—; al otro propietario le veíamos rara vez. Hace más de cinco años que no ha venido, y bien ha hecho en vender una casa que no le servía de nada.
—¿Y cómo se llamaba vuestro antiguo amo? —preguntó Montecristo.
—¡El señor marqués de Saint-Meran! —respondió el portero.
—¡El marqués de Saint-Meran! —repitió Montecristo—. Me parece que este nombre no me es desconocido —dijo el conde—. El marqués de Saint-Meran…
Y pareció reunir sus ideas.
—Un miembro de la antigua nobleza —continuó el conserje—. Un fiel servidor de los Borbones; tenía una hija única que casó con el señor de Villefort, que ha sido procurador del rey en Nimes y después en Versalles.
Montecristo dirigió una mirada a Bertuccio, al que encontró más lívido que la pared contra la cual se apoyaba para no caer.
—¿Y ese señor no ha muerto? —preguntó Montecristo—, me parece haberlo oído decir.
—Sí, señor, hace veintiún años, y desde este tiempo no hemos vuelto a ver ni tres veces al pobre marqués.
—Gracias, muchas gracias —dijo Montecristo, juzgando por la postración del mayordomo que ya no podía tirar de aquella cuerda sin temor de romperla—. Dadme una luz.
—¿Os he de acompañar?
—No, es inútil. Bertuccio me alumbrará.
Y el conde acompañó estas palabras con el sonido de dos piezas de oro que hicieron deshacerse al conserje en bendiciones y suspiros.
—¡Ah, caballero! —dijo el conserje después de haber buscado inútilmente sobre la chimenea—, es que aquí no tengo bujías.
—Tomad una de las linternas del carruaje, Bertuccio, y mostradme las habitaciones —dijo el conde.
El mayordomo obedeció sin hacer ninguna observación, pero era fácil ver en el temblor de la mano que sostenía la linterna cuánto le costaba obedecer.
Recorrieron un piso bajo bastante grande, un piso principal compuesto de un salón, un cuarto de baño y dos alcobas. Por una de estas alcobas se iba a una escalera de caracol que conducía al jardín.
—¡Aquí hay una escalera! —dijo el conde—. Esto es bastante cómodo. Alumbradme, señor Bertuccio, pasad adelante y veamos adónde nos lleva esta escalera.
—Señor —dijo Bertuccio—, conduce al jardín.
—¿Y cómo lo sabéis?
—Es decir, esto es lo que yo creo…
—Bien, vamos a cerciorarnos de ello.
Bertuccio lanzó un suspiro y pasó delante.
La escalera desembocaba efectivamente en el jardín.
En la puerta exterior se paró el mayordomo.
—Vamos, señor Bertuccio —dijo el conde.
Pero éste estaba anonadado, casi sin conocimiento. Sus ojos buscaban a su alrededor como las huellas de algo terrible, y con las manos crispadas parecía apartar de su memoria recuerdos espantosos.
—¿Qué es eso? —insistió el conde.
—No, no —exclamó Bertuccio colocando la linterna en el ángulo de la pared interior—. No, señor, no iré más lejos, es imposible.
—¿Qué decís? —articuló la irresistible voz de Montecristo.
—¿Pero no veis, señor —exclamó el mayordomo—, que no es cosa normal que teniendo una casa que comprar en París, la compréis justamente en Auteuil, y haya de ser el número 28 de la calle de La Fontaine? ¡Ah! ¿Por qué no os lo he contado todo, señor? Tal vez no hubierais exigido que viniese. Yo esperaba que sería otra la casa del señor conde. ¡Como si no hubiese otra casa en Auteuil que la del asesinato!
—¡Oh! ¡Oh! —exclamó Montecristo parándose de repente—. ¡Qué palabra acabáis de pronunciar! ¡Diablo de hombre! ¡Corso maldecido! ¡Siempre misterios o supersticiones! Vamos, tomad esa linterna y visitemos el jardín, conmigo espero que no tengáis miedo.
Bertuccio recogió la linterna y obedeció. La puerta, al abrirse, descubrió un cielo opaco, en el que la luna pugnaba en vano contra un mar de nubes que la cubrían con sus olas sombrías que iluminaban un instante, y que iban a perderse en seguida, más sombrías aún, en las profundidades del firmamento.
El mayordomo Bertuccio quiso tomar un sendero de la izquierda.
—No, no, por allí no —dijo Montecristo—, ¿a qué seguir por las calles de árboles? Aquí se distingue una plazoleta, sigamos de frente.
Bertuccio se enjugó el sudor que corría por su frente, pero obedeció. Sin embargo, continuaba inclinándose a la izquierda. Montecristo seguía la derecha, y así que hubo llegado junto a unos cuantos árboles corpulentos y añosos, se detuvo.
El mayordomo no pudo ya contenerse por más tiempo.
—Alejaos, señor —exclamó—, alejaos, os lo suplico. Estáis justamente en el lugar…
—¿En qué lugar?
—En el lugar donde cayó.
—Querido señor Bertuccio —dijo Montecristo riendo—, volved en vos, os lo ruego, aquí no estamos en Sarténe o en Corte. Esto no es un bosque, sino un jardín inglés, y no sé por qué tenéis tanta repugnancia en seguirlo.
—¡Señor! ¡No os quedéis ahí…!
—Creo que os volvéis loco, maese Bertuccio —dijo fríamente el conde—; si es así, avisadme, porque os haré encerrar en una jaula antes de que suceda una desgracia.
—¡Ay!, excelencia —dijo Bertuccio moviendo la cabeza y cruzando las manos con una actitud que hiciera reír al conde si reflexiones de mayor importancia no le ocupasen en este momento y no le hubiesen hecho prestar atención a las menores palabras de su mayordomo—. ¡Ay, excelencia, la desgracia ha ocurrido…!
—Señor Bertuccio —dijo el conde—, me agrada el ver retorceros los brazos y abrir unos ojos de condenado, y siempre he notado que sólo hacen tantas contorsiones los que tienen algún secreto. Yo sabía que erais corso, sabía que erais taciturno, y algunas veces hablabais entre dientes de alguna historia de venganza, y esto ocurre solamente en Italia, porque estas cosas están de moda en aquel país, pero en Francia el asesinato es de muy mal gusto, hay gendarmes que se ocupan de él, jueces que lo condenan y cadalsos que se ocupan de vengarlo.
Bertuccio cruzó las manos, y como al ejecutar estas diferentes evoluciones no había dejado su linterna, la luz iluminó su rostro desencajado.
Montecristo le examinó con la misma mirada con que había examinado en Roma el suplicio de Andrés; luego, con un tono que hizo estremecer al pobre mayordomo, dijo:
—Luego mintió el abate Busoni, cuando después de su viaje a Francia en 1829 os envió a mí con una carta en la que me recomendaba vuestras buenas prendas. ¡Y bien!, voy a escribir al abate, le haré responsable de su protegido y sin duda sabré toda la historia de su asesinato. Solamente os advierto, señor Bertuccio, que cuando habito en un país estoy acostumbrado a conformarme con sus leyes, y que no tengo ganas de andar con problemas y enredos con la justicia de Francia.
—¡Oh!, no hagáis eso, excelencia; os he servido fielmente, ¿no es verdad? —exclamó Bertuccio desesperado—, siempre he sido hombre honrado, y he hecho todo el bien que he podido.
—No digo lo contrario —replicó el conde—, pero ¿por qué diablos estáis tan agitado? Esa es mala señal; una conciencia pura no pone las mejillas tan pálidas…