—¡Pues bien!, sea —dijo Caderousse—. Tomad el diamante por cuarenta y cinco mil francos. Pero mi mujer quiere una cadena de oro y yo un par de hebillas de plata.
El platero sacó de su bolsillo una cajita de plata larga y chata que contenía muchos objetos de los que habían pedido.
—Tomad —dijo—, acabemos de una vez, elegid.
La mujer escogió una cadena de oro que podía valer cinco luises, y el marido un par de hebillas de plata que valdrían quince francos.
—Espero que no os quejaréis —dijo el platero.
—Pero es que el abate había dicho que valía cincuenta mil francos —murmuró sordamente Caderousse.
—¡Vamos, vamos! ¡Qué hombre éste! —replicó el joyero cogiéndole el diamante de las manos—, le doy cuarenta y cinco mil francos, dos mil quinientas libras de renta, es decir, una fortuna que yo quisiera tener para mí, ¡y aún no está contento!
—¿Y dónde están los cuarenta y cinco mil francos?
—Aquí —dijo el platero.
Y contó sobre la mesa quince mil francos en oro y treinta mil en billetes de banco.
—Aguardad a que encienda la lámpara —dijo la Carconte—, ya no se ve muy bien y nos podríamos equivocar.
En efecto, durante esta discusión había ido oscureciendo y con la noche se acercaba rápidamente la tempestad. Oíase rugir sordamente el trueno a lo lejos, pero ni el platero, ni Caderousse, ni la Carconte, parecían ocuparse de ello, poseídos como estaban los tres de una avaricia diabólica.
Yo mismo experimentaba una extraña fascinación a la vista de todo aquel oro y los billetes. Me parecía soñar, y como sucede en un sueño, me sentía clavado en el sitio donde estaba.
Caderousse contó y volvió a contar el oro y los billetes, después los entregó a su mujer, la cual los contó y volvió a contar otra vez.
Durante este tiempo el platero hacía brillar la joya a la luz de la lámpara, y el diamante arrojaba resplandores que le hacían olvidar los que, precursores de la tempestad, comenzaban a inflamar las ventanas.
—¿Está bien la cuenta? —preguntó el joyero.
—Sí —dijo Caderousse—, dame la cartera y busca un talego, Carconte.
Esta se dirigió a un armario y volvió con una cartera vieja de cuero de la cual sacaron algunas cartas grasientas, en lugar de las cuales pusieron los billetes, y un talego que contenía dos o tres escudos de seis libras que, probablemente, componían toda la fortuna del miserable matrimonio.
—¡Ea! —dijo Caderousse—, aunque nos hayáis dejado sin una docena de miles de francos tal vez, ¿queréis cenar con nosotros? Lo digo con buena voluntad.
—Gracias —dijo el platero—, debe ser tarde y es preciso que vuelva a Beaucaire, pues mi mujer estaría inquieta —sacó su reloj y exclamó—: ¡Diantre!, las nueve y tardaré tres horas en ir a Beaucaire. Adiós, amigos míos, si vienen por ahí más abates Busoni, pensad en mí.
—Dentro de ocho días ya no estaréis en Beaucaire —dijo Caderousse—, puesto que la feria concluye la semana que viene.
—No, pero eso no importa. Escribidme a París al señor Joannés, Palms-Royal, galería de piedra, número 45. Haré expresamente un viaje si vale la pena.
De repente brilló un relámpago tan intenso, que casi eclipsó la claridad de la lámpara, seguido de un formidable trueno.
—¡Oh! —dijo Caderousse—. ¿Vais a partir con ese tiempo?
—Yo no temo a los truenos —dijo el platero.
—¿Y a los ladrones? —preguntó la Carconte—. Ahora durante la feria no está el camino muy seguro.
—En cuanto a los ladrones —dijo Joannés—, estoy preparado contra ellos.
Y sacó de su bolsillo un par de pistolas cargadas.
—Veo que tenéis —dijo— un par de cachorros que ladran y muerden al mismo tiempo. ¿Los destináis a los dos primeros que tengan ganas de poseer vuestro diamante?
Caderousse y su mujer cambiaron una mirada sombría. Parecía como si al mismo tiempo hubieran tenido algún terrible pensamiento.
—Entonces, ¡buen viaje! —dijo Caderousse.
—Gracias —dijo el platero.
Cogió su bastón y salió.
En el instante en que abrió la puerta, una bocanada de viento entró por ella violentamente, y poco faltó para que apagase la lámpara.
—Quedaos —dijo Caderousse—, aquí dormiréis.
—¡Oh! —dijo—, vaya un tiempo que va a hacer, y no será nada agradable caminar ahora dos leguas en despoblado.
—Sí, quedaos —dijo la Carconte con voz trémula—, os cuidaremos mucho.
—No, es preciso que vaya a dormir a Beaucaire. Adiós.
Caderousse acercóse lentamente a la puerta.
—No se ve el cielo ni la tierra —dijo el platero, ya fuera de la casa—, ¿sigo a la derecha o a la izquierda?
—A la derecha —dijo Caderousse—, no os podéis perder. El camino está bordeado de árboles por ambos lados.
—Bueno, ya lo he encontrado —dijo la voz cuyo eco se había perdido casi a lo lejos.
—¡Cierra la puerta! —dijo la Carconte—, no me gusta la puerta abierta cuando truena.
—Y cuando hay dinero en la casa, ¿no es verdad? —respondió Caderousse, dando dos vueltas a la llave.
Entró, se dirigió al armario, sacó el talego y la cartera, y ambos volvieron a contar por tercera vez sus monedas de oro y sus billetes.
Nunca he visto expresión semejante a la de aquellos dos rostros iluminados por la codicia. La mujer, sobre todo, estaba odiosa. El temblor febril que generalmente la animaba, había aumentado, su rostro se había vuelto lívido, sus ojos hundidos brillaban en el fondo de sus órbitas.
—¿Por qué —preguntó ella con voz sorda— le ofreciste que se quedase a dormir?
—¡Eh! —respondió Caderousse estremeciéndose—, para… que no tuviese la molestia de volver a Beaucaire.
—¡Ah! —dijo la mujer con expresión imposible de describir—, yo creía que era para otra cosa.
—¡Mujer! ¡Mujer! —exclamó Caderousse—, ¿por qué has de tener tales ideas, y por qué al tenerlas no las callas?
—Es igual —dijo la Carconte después de un momento de silencio— tú no eres hombre.
—¡Cómo! —exclamó Caderousse.
—Si tú fueras hombre, ése no habría salido de aquí.
—¡Mujer!
—O bien, no hubiese llegado a Beaucaire.
—¿Qué estás diciendo?
—El camino hace un recodo, tiene que seguirlo, mientras que junto al canal hay otra senda mucho más corta.
—Mujer, tú ofendes a Dios. Mira, escucha…
En efecto, un relámpago azulado iluminó toda la sala, y un rayo descendió rápidamente y pareció alejarse con sentimiento de la casa maldita. En seguida se oyó un espantoso trueno.
—¡Jesús! —dijo la Carconte, santiguándose.
En el mismo instante, y en medio del silencio de terror que sigue a la tormenta, se oyó llamar precipitadamente a la puerta.
Caderousse y su mujer se estremecieron y se miraron espantados.
—¡Quién es! —exclamó Caderousse levantándose y reuniendo en un montón el oro y los billetes esparcidos sobre la mesa, cubriéndolos con ambas manos.
—¡Yo! —dijo una voz.
—¿Quién sois vos?
—¡Eh! ¡Qué diantre! ¡Joannés, el platero!
—¿Qué lo parece? ¿No decías —replicó la Carconte con diabólica sonrisa— que yo ofendía a Dios…? ¡Pues mira, Dios nos lo envía!
Caderousse cayó pálido y desfallecido sobre la silla. La Carconte, al contrario, se levantó, dirigióse a la puerta con paso firme y la abrió.
—Entrad, querido señor Joannés —dijo.
—¡A fe mía! —dijo el platero empapado de agua y sacudiéndose—, parece que el diablo no quiere que vuelva a Beaucaire esta noche. Nada, me habéis ofrecido hospitalidad, la acepto y he vuelto para pasar la noche en vuestra posada.
Caderousse murmuró algunas palabras enjugándose el sudor que inundaba su frente. La Carconte cerró cuidadosamente y con llave la puerta detrás del platero.
C
uando el platero entró en la casa, echó una mirada interrogadora a su alrededor, pero nada parecía inspirarle sospechas.
Caderousse tenía el oro y los billetes entre sus manos. La Carconte se mostraba risueña con su huésped, lo más amable que podía.
—¡Ah!, ¡ah! —dijo el platero—, parece que temíais no haber contado bien, ¿estabais repasando vuestro tesoro después de mi partida?
—No —dijo Caderousse—, pero el acontecimiento que nos ha hecho poseedores de él es tan inesperado, que cuando no tenemos a la vista la prueba material, creemos estar soñando.
El platero se sonrió.
—¿Tenéis viajeros en vuestra posada? —preguntó.
—No —respondió Caderousse—, no duerme aquí nadie; estamos muy cerca de la ciudad y nadie se detiene en la posada.
—Entonces, voy a causaros una gran molestia.
—¿Vos? ¡Oh!, no, de ningún modo.
—Veamos, ¿dónde me pondréis?
—En el cuarto de arriba.
—¿Pero no es el vuestro?
—¡Oh!, no importa. Tenemos otra cama en la pieza que está al lado de ésa —y apagó la lámpara.
Caderousse miró asombrado a su mujer. El platero se acercó a un poco de lumbre que había encendido la Carconte en la chimenea. Durante este tiempo, colocaba sobre una esquina de la mesa donde había extendido una servilleta, los restos de una cena, lo cual acompañó de dos o tres huevos frescos. Caderousse guardó de nuevo los billetes en su cartera, el oro en un talego y todo ello en el armario. Paseábase por la sala sombrío y pensativo, y levantando de vez en cuando la mirada sobre el platero, que estaba fumando delante del hogar, y que a medida que se secaba de un lado se volvía del otro.
—¡Aquí! —dijo la Carconte, colocando una botella de vino sobre la mesa—, cuando queráis cenar, todo está a punto.
—¿Y vos? —preguntó Joannés.
—Yo no cenaré —respondió Caderousse.
—Es que hemos comido tarde —apresuróse a decir la Carconte.
—Luego, ¿voy a cenar solo? —dijo el platero.
—Nosotros os serviremos —dijo la Carconte con una amabilidad que no le era habitual ni aun con los huéspedes que pagaban. De vez en cuando, Caderousse lanzaba a su mujer una mirada rápida como un relámpago. La tempestad continuaba.
—¿Oís, oís? —dijo la Carconte—. Bien habéis hecho, a fe mía, en volver.
—Lo cual no impide —dijo el joyero— que si durante mi cena se aplaca este temporal, me vuelva a poner en camino.
—Este es el mistral —dijo Caderousse, dando un suspiro—, y me parece que lo tenemos hasta mañana.
—¡Oh!, tanto peor para los que estén fuera —dijo el platero sentándose a la mesa.
—Sí —replicó la Carconte—, mala noche les espera.
El platero empezó a cenar y la Carconte siguió prodigándole los cuidados más atentos. Si el platero la hubiese conocido de antemano, tal cambio le hubiera asombrado, inspirándole algunas sospechas.
En cuanto a Caderousse, no pronunciaba una palabra, seguía paseando y parecía no atreverse a mirar a su huésped. Cuando hubo terminado la cena, fue él mismo a abrir la puerta.
—Creo que se calma la tempestad —dijo.
Pero en este momento, como para desmentirle, un trueno terrible estremeció la casa y una bocanada de viento mezclada de lluvia entró y apagó la lámpara. Volvió a cerrar. La Carconte encendió un cabo de vela en la lumbre, que estaba extinguiéndose.
—Mirad —dijo al platero—, debéis estar fatigado. Ya he puesto sábanas limpias en la cama, subid a acostaros y dormid bien.
Joannés se quedó aún un instante para asegurarse de que el huracán no se calmaba, y cuando se cercioró de que los truenos y la lluvia iban en aumento, dio a sus huéspedes las buenas noches y subió la escalera. Pasaba por encima de mi cabeza, y yo sentía crujir cada escalón bajo sus pasos. La Carconte le siguió con una mirada ávida, mientras que, al contrario, Caderousse le volvió la espalda sin mirarle. Todos estos detalles que recordé después de algún tiempo, no me sorprendieron en el momento en que los presenciaba, nada era para mí más natural que lo que estaba pasando y excepto la historia del diamante, que me parecía un poco inverosímil, todo lo encontraba fundado.
Así, pues, como me sentía extenuado de fatiga, resolví dormir algunas horas y alejarme a la mitad de la noche.
En la pieza de encima, yo veía al platero tomar todas las disposiciones para pasar la mejor noche posible. Pronto la cama crujió bajo su cuerpo. Acababa de acostarse.
Sentía que mis ojos se cerraban a pesar mío. Como no había concebido ninguna sospecha, no intenté luchar contra el sueño y eché una última ojeada a la cocina. Caderousse se hallaba sentado al lado de una larga mesa, sobre uno de esos bancos de madera que en las posadas de aldea reemplazan a la sillas. Me volvía la espalda, de suerte que no podía ver su fisonomía. Además, aun cuando hubiese estado en la posición contraria, me hubiera sido también imposible, porque tenía su cabeza sepultada entre sus manos.
Su mujer le miró algún tiempo, se encogió de hombros y fue a sentarse frente a él. En este momento la moribunda llama encendió un leño seco que antes olvidara. Un resplandor más vivo iluminó aquel sombrío interior. La Carconte tenía los ojos fijos en su marido, y como éste permanecía en la misma posición, le vi extender un brazo hacia él y tocarle la frente con su descarnada mano.
Caderousse se estremeció. Me pareció que la mujer movió los labios, pero sea que hablase bajo, o que mis sentidos estuviesen embotados por el sueño, sus palabras, si las pronunció, no llegaron a mis oídos. Todo lo veía al través de una densa niebla, y con esa duda precursora del sueño, durante la cual se cree comenzar a soñar. En fin, mis ojos se cerraron, y quedé completamente dormido.
Hallábame en lo más profundo de mi sueño, cuando fui despertado por un pistoletazo seguido de un terrible grito. Algunos pasos vacilantes resonaron sobre el pavimento del cuarto, y una masa inerte fue a rodar a la escalera, justamente encima de mi cabeza. Aún no era yo dueño de mí mismo. Oía gemidos, muchos gritos ahogados como los que acompañan a una lucha. Un último grito, más prolongado que los demás, y que se trocó en gemido, me sacó completamente de mi letargo. Me incorporé, abrí los ojos, que no distinguieron nada en las tinieblas, y me llevé las manos a la frente, por la cual me parecía que caía de la escalera una lluvia tibia y abundante. A este espantoso ruido había sucedido un profundo silencio. Oí los pasos de un hombre que andaba sobre la pieza que estaba sobre mi cabeza. Sus pies hicieron crujir la escalera, el hombre descendió a la sala inferior, se acercó a la chimenea y encendió una luz.