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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

El Conde de Montecristo (77 page)

BOOK: El Conde de Montecristo
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Era Caderousse.

Tenía el rostro pálido y la camisa ensangrentada. Tan pronto como hubo encendido el cabo de vela, subió Caderousse rápidamente la escalera, y volví a oír sus pasos rápidos e inquietos. Al instante volvió a bajar. Llevaba en la mano el estuche, se aseguró de que el diamante estaba dentro, dudó en cuál de sus bolsillos lo guardaría, y luego, no considerando el bolsillo bastante seguro, lo lió en su pañuelo encarnado y se lo ató al cuello. Luego corrió al armario, sacó de él sus billetes y su oro, metió los unos en el bolsillo de su pantalón y el otro en los del chaquetón, tomó dos o tres camisas, y lanzándose hacia la puerta, desapareció en la oscuridad. Entonces me di cuenta de todo claramente. Me eché en cara lo que había pasado como si yo hubiese sido el verdadero culpable. Me parecía oír gemidos, el desgraciado joyero no podía haber muerto. Tal vez socorriéndole estaba en mi poder reparar una parte del mal, no que había hecho, sino que había dejado hacer. Apoyé mi espalda contra una de aquellas tablas tan mal unidas que me separaban de la sala superior. Cedieron las tablas y me encontré ya en la casa.

Corrí a tomar la lámpara y me lancé a la escalera. Un cuerpo la atravesaba e impedía el paso. Era el cadáver de la Carconte. El pistolezato que yo oyera había sido disparado sobre ella; tenía la garganta atravesada de parte a parte, y además de su doble herida que sangraba a borbotones, vomitaba sangre por la boca. Estaba muerta.

Salté por encima de su cuerpo y entré en el cuarto. Este ofrecía el más espantoso desorden. Dos o tres muebles tirados por el suelo. Las sábanas a que se había agarrado el infeliz platero estaban fuera de la cama, éste estaba tendido con la cabeza apoyada en la pared, nadando en un mar de sangre que salía de tres anchas heridas recibidas en el pecho. En la cuarta había quedado un largo cuchillo de cocina, del que no se veía más que el mango. Tomé la segunda pistola, que no se había disparado, sin duda porque la pólvora estaba mojada. Me acerqué al platero; efectivamente, no estaba muerto. Al ruido que hice abrió los ojos, los fijó un momento en mí, movió los labios como si quisiese hablar y expiró.

Este espantoso espectáculo me dejó aturdido. Al ver que no podía socorrer a nadie, no experimenté más necesidad que la de huir, y me precipité a la escalera, lanzando un grito de terror. En la sala interior había cinco o seis aduaneros y dos o tres gendarmes. Apoderáronse de mí; yo no opuse ninguna resistencia, no era dueño de mis sentidos. Procuré hablar y sólo pude lanzar algunos quejidos inarticulados.

Vi que los aduaneros y los gendarmes me señalaban con el dedo. Me miré también, y me vi cubierto de sangre. Aquella lluvia tibia y abundante que había sentido caer sobre mí al través de los escalones era la sangre de la Carconte. Yo entonces mostré con el dedo el lugar donde estaba oculto.

—¿Qué quiere decir? —preguntó un gendarme.

Un aduanero fue a ver lo que era.

—Quiere decir que ha pasado por aquí —respondió.

Y diciendo esto, señaló el agujero por donde efectivamente había yo pasado. Entonces comprendí que me tomaban por el asesino. Recobré mí voz, mis fuerzas. Me desembaracé de las manos de los dos hombres que me sujetaban, exclamando:

—¡No he sido yo! ¡No he sido yo!

Dos gendarmes me apuntaron con sus carabinas.

—¡Si haces un movimiento —dijeron—, eres muerto!

—¡Os repito que yo no he sido! —exclamé.

—Eso lo dirás a los jueces de Nimes —respondieron—. Entretanto síguenos, y si quieres hacer caso de nuestro consejo, no hagas resistencia alguna.

No era ésta mi intención, estaba anonadado por la sorpresa y por el terror. Me pusieron esposas, me ataron a la cola de un caballo y me condujeron a Nimes.

Me había seguido un aduanero que me perdió de vista en los alrededores de la casa. Sospechó que pasaría allí la noche, fue a avisar a sus compañeros, y llegaron justamente en el momento en que sonó el pistoletazo para pillarme en medio de tales pruebas de culpabilidad, de modo que al punto comprendí el trabajo que me costaría hacer brillar mi inocencia.

Por lo tanto, lo primero que pedí al juez de instrucción fue que buscase por todas partes a cierto abate Busoni, que la mañana de aquel triste día se habría detenido en la posada del puente de Gard. Si Caderousse había inventado una historia, si el abate no existía, yo estaría seguramente perdido, a menos que Caderousse no fuese preso a su vez y todo lo confesase.

Transcurrieron dos meses, durante los cuales, debo decirlo en alabanza de mi juez, se hicieron todas las pesquisas para hallar al abate que yo deseaba ver. Ya había perdido toda esperanza. Caderousse no había sido preso. Iba a ser juzgado en la primera sesión, cuando el ocho de septiembre, es decir, tres meses y cinco días después del acontecimiento, el abate Busoni, a quien yo ya no esperaba, se presentó en la cárcel diciendo que había sabido que un preso deseaba hablarle. Se había enterado de ello en Marsella y se apresuraba a complacerme.

Ya comprenderéis con qué ansiedad le recibí. Le conté todo lo que había presenciado. Le conté también la historia del diamante. Contra lo que yo esperaba, era verdadera. Contra lo que yo esperaba también, creyó todo lo que le dije. Fue entonces cuando, seducido por su dulce caridad, habiendo yo conocido que estaba muy enterado de las costumbres de mi país, pensando que el perdón del único crimen que había cometido podía venir tal vez de sus labios tan caritativos, le referí, bajo el secreto de la confesión, la aventura de Auteuil con todos sus detalles. Lo que yo había hecho por un arrebato, obtuvo el mismo resultado que si hubiese sido hecho por cálculo. La confesión de este primer asesinato que yo no estaba obligado a confesarle, le demostró que no había cometido el segundo, y se separó de mí encargándome que esperase, y prometiéndome hacer todo lo que estuviera en su poder para convencer a los jueces de mi inocencia. Comprendí que efectivamente se había ocupado de mí cuando vi dulcificarse gradualmente mi prisión y supe que se iba a reunir el tribunal para juzgarme.

Durante este intervalo, la Providencia permitió que Caderousse fuese preso en el extranjero y conducido a Francia. Todo lo confesó, culpando a su mujer de haber concebido el crimen, y de haberle instigado a él.

Fue condenado a cadena perpetua, y yo puesto en libertad.

—Y entonces —dijo Montecristo—, os presentasteis en mi casa con una carta del abate Busoni.

—Sí, excelencia. Tomó por mí un visible interés. «Vuestro oficio de contrabandista os va a perder —me dijo—; si salís de aquí, dejadlo».

—Pero, padre mío, ¿cómo queréis que viva y mantenga a mi pobre hermana?

—Uno de mis penitentes —me respondió— me estima sobremanera, y me ha encargado que le busque un hombre de confianza. ¿Queréis ser ese hombre? Os enviaré a él.

—¡Oh!, padre mío —exclamé—, ¡cuánta bondad!

—Pero, ¿me juráis que no tendré nunca que arrepentirme?

Entonces extendí la mano, dispuesto a jurar.

—Es inútil —dijo—, conozco y aprecio a los corsos, tomad mi recomendación.

Y escribió algunos renglones que yo entregué, y por los cuales vuestra excelencia tuvo la bondad de tomarme a su servicio. Ahora pregunto con orgullo a vuestra excelencia: ¿ha tenido jamás alguna queja de mí…?

—No —respondió el conde—, y lo confieso con placer, sois un buen servidor, Bertuccio, aunque sois poco amigo de confidencias.

—¿Yo, señor conde?

—Sí, vos. ¿Cómo es que tenéis una hermana y un hijo adoptivo, y nunca me habéis hablado del uno ni del otro?

—¡Ay!, excelencia, es que aún tengo que contaros la parte más triste de mi vida. Marché a Córcega. Tenía muchos deseos de ver y consolar a mi pobre hermana, pero cuando llegué a Rogliano hallé la casa vacía. Había ocurrido una escena horrible, de la cual conservan aún memoria los vecinos. Mi pobre hermana, según mis consejos, resistía las exigencias de Benedetto, que quería que le diese a cada instante el dinero que había en la casa. Una mañana la amenazó y desapareció todo el día. La pobre Assunta lloró, porque tenía para el miserable un corazón de madre. Llegó la noche, y le esperó sin acostarse. Cuando a las once entró el muchacho con dos de sus amigotes, compañeros de todas sus locuras, entonces Assunta le tendió los brazos, pero se apoderaron de ella, y uno de los tres, creo que fue ese infernal Benedetto, dijo: «—Señores, atormentémosla para ver si nos dice dónde tiene el dinero». Precisamente el vecino Basilio estaba en Bastia, y su mujer sola en la casa. Ninguno, excepto ella, podía ver ni oír lo que le ocurría a mi hermana. Dos de los muchachos detuvieron a la pobre Assunta, que no pudiendo creer en la posibilidad de tal crimen, se sonreía. El tercero fue a atrancar puertas y ventanas, después volvió, y reunidos los tres, ahogando los gritos que el terror le arrancaba ante estos preparativos más graves, acercaron los pies de Assunta al brasero para ver si de este modo lograban saber dónde tenía oculto nuestro pequeño tesoro. Pero en medio de la lucha prendió el brasero fuego a sus vestidos. Entonces soltaron a la infeliz para no quemarse ellos. Con sus vestidos inflamados corrió a la puerta, pero estaba cerrada. Lanzóse hacia la ventana, y también estaba cerrada. Entonces la vecina oyó gritos espantosos, era Assunta que pedía socorro. Pronto se ahogó su voz, los gritos se trocaron en gemidos y al día siguiente, después de una noche de terror y de angustias, cuando la mujer de Basilio se atrevió a salir de su casa, y el juez mandó abrir la puerta de la nuestra, encontraron a Assunta medio quemada, pero respirando aún. Los armarios abiertos y el dinero había desaparecido. En cuanto a Benedetto, salió de Rogliano para no volver jamás. Desde este día no le he vuelto a ver y tampoco he oído hablar de él. Tras haberme enterado de estas noticias —prosiguió Bertuccio— fue cuando me dirigí a vuestra excelencia. No tenía que hablaros de Benedetto puesto que había desaparecido, ni de mi hermana, puesto que había muerto.

—¿Y qué habéis pensado de ese suceso? —preguntó Montecristo.

—Que era castigo del crimen que había cometido —respondió Bertuccio—. ¡Ah, esos Villefort son una raza maldita!

—Eso mismo creo —murmuró el conde con acento lúgubre.

—Y ahora vuestra excelencia comprenderá que esta casa que no he visto hace tanto tiempo, que este jardín donde me he encontrado de repente, que este sitio donde maté a un hombre, han podido causarme estas sombrías emociones, cuyo origen habéis querido saber, porque al fin, yo no estoy seguro de que aquí, delante de mí, no esté enterrado el señor de Villefort en la fosa que él mismo cavó para su hijo.

—Desde luego, todo es posible —dijo Montecristo levantándose del banco donde estaba sentado—, aun cuando —añadió más bajo— el procurador del rey no haya muerto. El abate Busoni ha hecho bien en enviaros a mí y vos en contarme vuestra historia, porque ya no tendré malos pensamientos respecto a este asunto. En cuanto a ese tan mal llamado Benedetto, ¿no habéis procurado saber su paradero, ni lo que ha sido de él?

—Jamás. Si yo hubiese sabido dónde estaba, en lugar de ir en su busca, hubiera huido de él como de un monstruo. No; felizmente, jamás he oído hablar de él, supongo que habrá muerto.

—No lo creáis, Bertuccio —dijo el conde—, los malos no mueren así, porque Dios parece protegerlos para hacerlos instrumentos de sus venganzas.

—Es posible —dijo Bertuccio—. Pero todo lo que pido al cielo, es no volverle a ver jamás. Ahora —continuó el mayordomo bajando la cabeza—, ya lo sabéis todo, señor conde. Sois mi juez en la tierra como Dios lo será en el cielo. ¿No me diréis alguna palabra de consuelo?

—Tenéis razón, en efecto, y puedo deciros lo que os diría el abate Busoni. Ese a quien habéis dado muerte, ese Villefort, merecía un castigo por lo que a vos os había hecho y tal vez por otra cosa. Benedetto, si vive, servirá, como os he dicho, para alguna venganza divina; después será castigado a su vez. En realidad, en cuanto a vos no tenéis que echaros en cara más que una cosa: Acusaos de que habiendo salvado la vida a ese niño, no le devolvisteis a su madre. Ahí está el crimen, Bertuccio.

—Sí, señor; ahí está el crimen y el verdadero crimen, porque he obrado muy mal en eso. Una vez devuelta la vida al niño, no tenía más que una cosa que hacer, y era mandarlo a su madre. Mas para eso tenía que hacer pesquisas, llamar la atención, entre garme tal vez, y yo no quería morir. Deseaba la vida por mí hermana, por mi amor propio de salir victorioso de una venganza. Y después, tal vez deseaba la vida por el mismo amor de la vida. ¡Oh! ¡Yo no soy tan valiente como mi hermano!

Bertuccio ocultó el rostro entre sus manos, y Montecristo fijó sobre él una larga e indefinible mirada, después de un instante.de silencio, que la hora y el lugar hacían todavía más solemnes.

—Para terminar debidamente esta conversación, que será la última sobre tales aventuras, señor Bertuccio —dijo el conde con un acento de melancolía que no le era habitual—, recordad bien mis palabras, varias veces las he oído pronunciar al abate Busoni. Todo mal tiene dos remedios, El tiempo y el silencio. Ahora, señor Bertuccio, dejadme pasear un instante por este jardín. Lo que tanto os afecta a vos, actor de esa terrible escena será para mí una sensación casi dulce, y que doblará el precio a esta propiedad. Los árboles, señor Bertuccio, no gustan sino porque hacen sombra, y la sombra no gusta sino porque está llena de fantasmas y visiones. Por lo tanto, he comprado un jardín creyendo comprar un simple huertecillo rodeado de cuatro tapias y nada más. De repente este huertecillo se trueca en un jardín lleno de fantasmas que no estaban en el contrato… Ahora bien, a mí me agradan los fantasmas, nunca he oído decir que los muertos hayan hecho en seis mil años tanto daño como los vivos en un solo día. Volved a la casa, señor Bertuccio, y dormid tranquilo. Si vuestro confesor en la última hora es menos indulgente que lo fue el abate Busoni, mandadme llamar, si aún existo en el mundo, y os diré palabras que mecerán dulcemente vuestra alma en el momento en que esté pronta a ponerse en camino para emprender ese penoso viaje que llaman de eternidad.

Bertuccio se inclinó respetuosamente ante el conde, y se alejó dando un suspiro.

Montecristo se quedó solo, y dando cuatro pasos hacia adelante, murmuró:

—Aquí, junto a ese plátano, la fosa donde fue depositado el niño; allí abajo, la puertecita por la cual se entraba al jardín; en aquel ángulo la escalera secreta que conduce a la alcoba. No creo tener necesidad de escribir esto en mi cartera, porque aquí tengo a mi vista, a mi alrededor, a mis pies, todo el plano en relieve.

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