El Conde de Montecristo (78 page)

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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

BOOK: El Conde de Montecristo
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Cuando el conde hubo dado la última vuelta por el jardín, fue a buscar su carruaje. Bertuccio, que le veía pensativo, subió al pescante, al lado del cochero, sin decir una sola palabra. Tomó el camino de París.

Aquella misma noche, cuando llegó a la casa de los Campos Elíseos, el conde de Montecristo examinó toda la morada como hubiera podido hacerlo un hombre familiarizado con ella ya muchos años. Ni una sola vez abrió una puerta por otra, y no siguió una escalera o un corredor que no le condujese donde quería ir.

Alí le acompañaba en esta revista nocturna. El conde dio a Bertuccio muchas órdenes concernientes al adorno o la nueva distribución de las habitaciones, y sacando su reloj dijo al negro:

—Son las once y media. Haydée no puede tardar en llegar. ¿Habéis mandado avisar a las doncellas francesas?

Alí extendió la mano hacia la habitación destinada a la bella griega, y que estaba de tal modo aislada, que ocultando la puerta detrás de una colgadura, se podía visitar la casa sin sospechar que hubiese allí un salón y dos cuartos habitados. Alí, repetimos, extendió la mano hacia la habitación, señalando el número tres con los dedos de su mano izquierda, y sobre la palma de esta misma mano, apoyando su cabeza, cerró los puños.

—¡Ah! —dijo Montecristo, habituado a este lenguaje—, son tres y esperan en la alcoba, ¿no es verdad?

—Sí —expresó Alí bajando la escalera.

—La señora estará fatigada esta noche —continuó Montecristo—, y sin duda querrá dormir. Que no la hagan hablar; las camareras francesas no harán más que saludar a su nueva señora y retirarse. Velaréis por que la doncella griega no se comunique con las camareras francesas.

Alí se inclinó.

Pocos minutos después oyéronse voces como de anuncio a la reja y ésta se abrió. Un carruaje rodó por la calle de árboles y se paró delante de la escalera. El conde bajó de su cuarto para recibir a la persona que salía del carruaje, y dio la mano a una joven envuelta en una especie de capuchón de seda verde, bordado de oro, que le cubría la cabeza. La joven tomó la mano que le presentaban, la besó con cierto amor, mezclado de respeto, y algunas palabras fueron cambiadas con ternura de parte de la joven y con dulce gravedad de parte del conde de Montecristo.

Entonces, precedida de Alí, que llevaba una antorcha de cera color de rosa, la joven, que no era otra que la bella griega, compañera habitual de Montecristo en Italia, fue conducida a su habitación, y poco después el conde se retiró al pabellón que le estaba reservado.

A las doce y media de la noche todas las luces estaban apagadas en la casa, y hubiérase podido creer que todo el mundo dormía.

Al día siguiente, a las dos de la tarde, una carretela tirada por dos magníficos caballos ingleses, se paró delante de la puerta de Montecristo. Un hombre vestido de frac azul, con botones de seda del mismo color, chaleco blanco adornado por una enorme cadena de oro y pantalón color de nuez, con cabellos tan negros y que descendían tanto sobre las cejas que se hubiera podido dudar fuesen naturales, por lo poco en consonancia que estaban con las arrugas inferiores que no podían ocultar, un hombre, en fin, de cincuenta a cincuenta y cinco años, y que quería aparentar cuarenta, asomó su cabeza por la ventanilla de su carretela, sobre la portezuela de la cual veíase pintada una corona de barón, y mandó a su
groom
que preguntase al portero si estaba en casa el señor conde de Montecristo.

Mientras tanto, este hombre examinaba con una atención tan minuciosa que casi era impertinente, el exterior de la casa, lo que se podía distinguir del jardín y la librea de algunos criados que iban y venían de un lado a otro. La mirada de este hombre era viva, pero astuta.

Sus labios, tan delgados que más bien parecían entrar en su boca que salir de ella, lo prominente de los pómulos, señal infalible de astucia, su frente achatada, todo contribuía a dar un aire casi repugnante a la fisonomía de este personaje, muy recomendable a los ojos del vulgo por sus magníficos caballos, el enorme diamante que llevaba en su camisa, y la cinta encarnada que se extendía de un ojal a otro de su frac.

El
groom
llamó a los cristales del cuarto del portero y preguntó:

—¿Es aquí donde vive el señor conde de Montecristo?

—Aquí vive su excelencia —respondió el portero—, pero… —y consultó a Alí con una mirada.

Alí hizo una seña negativa.

—¿Pero qué…? —preguntó el
groom
.

—Su excelencia no está visible —respondió el portero.

—Entonces, tomad la tarjeta de mi amo, el señor barón Danglars. La entregaréis al conde de Montecristo, y le diréis que al ir a la Cámara, mi amo se ha vuelto para tener el honor de verle.

—Yo no hablo a su excelencia —dijo el portero—; su ayuda de cámara le pasará el recado.

El
groom
se volvió al carruaje.

—¿Qué hay? —preguntó Danglars.

El
groom
, bastante avergonzado de la lección que había recibido, llevó a su amo la respuesta que le había dado el portero.

—¡Oh! —dijo Danglars—. ¿Acaso ese caballero es algún príncipe para que le llamen excelencia y para que sólo su ayuda de cámara pueda hablarle? No importa, puesto que tiene un crédito contra mí, será menester que yo lo vea cuando quiera dinero.

Y el banquero se recostó en el fondo de su carruaje gritando al cochero de modo que pudieran oírle del otro lado del camino:

—A la Cámara de los Diputados.

A través de una celosía de su pabellón, el conde de Montecristo, avisado a tiempo, había visto al barón con la ayuda de unos excelentes anteojos, con una atención no menor que la que el señor Danglars había puesto en examinar la casa, el jardín y las libreas.

—Decididamente —dijo con un gesto de disgusto, haciendo entrar los tubos de sus anteojos en sus fundas de marfil—, decididamente es una criatura fea ese hombre, ¡cómo se reconoce en él a primera vista a la serpiente de frente achatada y al buitre de cráneo redondo y prominente!

—¡Alí! —gritó, y dio un golpe sobre el timbre.

Alí acudió inmediatamente.

—Llamad a Bertuccio, En este momento entró Bertuccio.

—¿Preguntaba por mí vuestra excelencia? —dijo el mayordomo.

—Sí —dijo el conde—. ¿Habéis visto los caballos que acaban de pasar por delante de mi puerta?

—Sí, excelencia, son hermosos.

—Entonces —dijo Montecristo frunciendo las cejas—, ¿cómo se explica que habiéndoos pedido los dos caballos más hermosos de París, resulta que hay en el mismo París otros dos tan hermosos como los míos y no están en mi cuadra?

Al fruncimiento de cejas y a la severa entonación de esta voz. Alí bajó la cabeza y palideció.

—No es culpa tuya, buen Alí —dijo en árabe el conde con una dulzura que no se hubiera creído poder encontrar ni en su voz ni en su rostro—. Tú no entiendes mucho de caballos ingleses. Las facciones de Alí recobraron la serenidad.

—Señor conde —dijo Bertuccio—, los caballos de que me habláis no estaban en venta.

Montecristo se encogió de hombros.

—Sabed, señor mayordomo —dijo—, que todo está siempre en venta para quien lo paga bien.

—El señor Danglars pagó dieciséis mil francos por ellos, señor conde.

—Pues bien, se le ofrecen treinta y dos mil, es banquero, y un banquero no desperdicia nunca una ocasión de duplicar su capital.

—¿Habla en serio el señor conde? —preguntó Bertuccio.

Montecristo miró a su mayordomo como asombrado de que se atreviese a hacerle esta pregunta.

—Esta tarde —dijo—, tengo que hacer una visita, quiero que esos dos caballos tiren de mi carruaje con arneses nuevos.

Bertuccio se retiró saludando, y al llegar a la puerta, se detuvo:

—¿A qué hora —dijo— piensa hacer esa visita su excelencia?

—A las cinco —dijo Montecristo.

—Deseo indicar a vuestra excelencia —dijo tímidamente el mayordomo— que son las dos.

—Lo sé —limitóse a responder Montecristo, y volviéndose luego hacia Alí, le dijo—: Haced pasar todos los caballos por delante de la señora —añadió—, que ella escoja el tiro que más le convenga, y que mande decir si quiere comer conmigo, En tal caso se servirá la comida en su habitación; andad, cuando bajéis me enviaréis el ayuda de cámara, Apenas había desaparecido Alí, entró el ayuda de cámara.

—Señor Bautista —dijo el conde—, hace un año que estáis a mi servicio, es el tiempo de prueba que yo pongo a mis criados: Me convenís.

Bautista se inclinó.

—Ahora hace falta saber si yo os convengo a vos.

—¡Oh, señor conde! —se apresuró a decir Bautista.

—Escuchadme bien —repuso el conde—. Vos ganáis quinientos francos al año. Es decir, el sueldo de un oficial que todos los días arriesga su vida. Tenéis una mesa como desearían muchos jefes de oficina, infinitamente mucho más atareados que vos. Criados que cuiden de vuestra ropa y de vuestros efectos. Además de vuestros quinientos francos de sueldo, me robáis con las compras de mi tocador y otras cosas., casi otros quinientos francos al año.

—¡Oh, excelencia!

—No me quejo de ello, señor Bautista, es muy lógico; sin embargo, deseo que eso se quede así; en ninguna parte encontraríais una colocación semejante a la que os ha deparado la suerte. Nunca maltrato a mis criados, no juro, no me encolerizo jamás. Perdono siempre un error, pero nunca un descuido o un olvido. Mis órdenes son generalmente cortas, pero claras y terminantes. Mejor quiero repetirlas dos veces y aun tres, que verlas mal interpretadas. Soy lo suficientemente rico para saber todo lo que quiero saber, y soy muy curioso, os lo prevengo. Si supiese que habéis hablado bien o mal de mí, comentado mis acciones, procurado saber mi conducta, saldríais de mi casa al instante. Jamás advierto las cosas más que una vez; ya estáis advertido, adiós.

—A propósito —añadió el conde—, olvidaba deciros que cada año aparto cierta suma para mis criados. Los que despido pierden este dinero, que redunda en provecho de los que se quedan, que tendrán derecho a ella después de mi muerte. Ya hace un año que estáis en mi casa, vuestra fortuna ha empezado, continuadla.

Estas últimas palabras, pronunciadas delante de Alí, que permaneció impasible, puesto que no comprendía una palabra de francés, produjeron en Bautista un efecto fácil de comprender para todos los que han estudiado un poco la psicología del criado francés.

—Procuraré conformarme en todo con los deseos de vuestra excelencia —dijo—; por otra parte, tomaré por modelo al señor Alí.

—¡Oh, no, no! —dijo el conde con frialdad marmórea—. Alí tiene muchos defectos mezclados con sus cualidades. No le toméis por modelo, porque Alí es una excepción; no tiene sueldo; no es un criado, es mi esclavo, es… mi perro. Si faltase a su deber, no le echaría de casa, le mataría.

Bautista abrió desmesuradamente los ojos.

—¿Lo dudáis? —dijo Montecristo.

Y repitió en árabe a Alí las mismas palabras que acababa de decir en francés a Bautista.

Alí las escuchó y se sonrió. Luego se acercó a su amo, hincó una rodilla en tierra y le besó respetuosamente la mano. Esta pantomima, que sirvió de lección a Bautista, le dejó sumamente estupefacto.

El conde hizo seña de que saliera y a Alí que le siguiese. Ambos pasaron a su gabinete y allí hablaron durante un buen rato. A las cinco el conde hizo sonar tres veces el timbre. Un golpe llamaba a Alí, dos a Bautista y tres a Bertuccio. El mayordomo entró.

—Mis caballos —dijo Montecristo.

—Ya están enganchados, excelencia —respondió Bertuccio—. ¿Acompaño al señor conde?

—No. El cochero, Bautista y Alí, nada más.

El conde descendió y vio enganchados a su carruaje los caballos que había admirado por la mañana en el de Danglars.

Al pasar junto a ellos, les dirigió una ojeada.

—Son hermosos realmente —dijo—, y habéis hecho bien en comprarlos, pero ha sido un poco tarde.

—Excelencia —dijo Bertuccio—, mucho trabajo me ha costado poseerlos, y me han costado muy caros.

—¿Son por eso menos bellos? —preguntó el conde, encogiéndose de hombros.

—Si vuestra excelencia está satisfecho —dijo Bertuccio—, no hay más que decir. ¿Dónde va vuestra excelencia?

—A la calle de la Chaussée d’Antin, a casa del barón de Danglars.

Esta conversación tenía lugar en medio de la escalera. Bertuccio dio un paso para bajar el primero.

—Esperad —dijo Montecristo deteniéndole—. Necesito un terreno en la orilla del mar, en Normandía, por ejemplo, entre El Havre y Bolonia. Os doy tiempo, como veis. Es preciso que esta propiedad tenga un pequeño puerto, una bahía, donde pueda abrigarse mi corbeta. El buque estará siempre pronto a hacerse a la mar a cualquier hora del día o de la noche que a mí me plazca dar la señal. Os informaréis en casa de todos los notarios acerca de una propiedad con las condiciones que os he dicho. Cuando sepáis algo iréis a visitarla, y si os agrada la compraréis a vuestro nombre. La corbeta debe estar en dirección a Fecamp, ¿no es así?

—La misma noche que salimos de Marsella la vi darse a la vela.

—¿Y el yate?

—Tiene orden de permanecer en las Martigues.

—¡Bien!, os corresponderéis de vez en cuando con los dos patrones que la mandan, a fin de que no se duerman.

—Y en cuanto al barco de vapor…

—¿Que está en Chalons?

—Sí.

—Las mismas órdenes que para los otros dos buques.

—¡Bien!

—Tan pronto como hayáis comprado esa propiedad, tendré entonces postas de diez en diez leguas, en el camino del norte y en el camino del mediodía.

—Vuestra excelencia puede contar conmigo.

El conde hizo un movimiento de satisfacción, descendió los escalones, subió a su carruaje, que arrastrado al trote del magnífico tiro, no se detuvo hasta la casa del banquero.

Danglars presidía una comisión nombrada para un ferrocarril, cuando le anunciaron la visita del conde de Montecristo. Por otra parte, la sesión estaba terminando.

Al oír el nombre del conde, se levantó.

—Señores —dijo, dirigiéndose a sus colegas, de los cuales muchos eran respetables miembros de una a otra Cámara—, perdonadme si os dejo así, pero imaginaos que la casa de Thomson y French de Roma me dirige un cierto conde de Montecristo, abriéndole un crédito ilimitado en mi casa. Es la broma más chistosa que han hecho conmigo mis corresponsales del extranjero. Ya comprenderéis, esto me picó la curiosidad, me pasé esta mañana por la casa del pretendido conde, pues si lo era en efecto, ya os figuraréis que no sería tan rico. El señor conde no está visible, respondieron a mis criados. ¿Qué os parece? ¿No son maneras de un príncipe o de una linda señorita las del conde de Montecristo? Por otra parte, la casa situada en los Campos Elíseos me ha causado muy buena impresión. Pero, ¡vaya!, un crédito ilimitado —añadió Danglars riendo con su astuta sonrisa— hace exigente al banquero en cuya casa está abierto el crédito. Tengo deseos de ver a nuestro hombre. No saben aún con quién van a toparse.

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