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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

El Conde de Montecristo (81 page)

BOOK: El Conde de Montecristo
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—No toques ahí, amiguito —dijo vivamente el conde de Montecristo—, algunos de esos licores son peligrosos, no solamente al beberlos, sino al respirar su olor.

La señora de Villefort palideció y detuvo el brazo de su hijo, al que atrajo hacia sí. Pero, calmado su temor, echó sobre el cofre una rápida pero expresiva mirada, que al conde no pasó inadvertida.

En este momento entró Alí.

La señora de Villefort hizo un movimiento de alegría, y llamando al niño, le dijo:

—Eduardo, mira a este buen servidor, es un valiente, porque ha expuesto su vida por detener los caballos que nos arrastraban y el carruaje que iba a romperse. Dale las gracias, porque probablemente, a no ser por él, los dos habríamos perdido la vida.

El niño entreabrió la boca y volvió desdeñosamente la cabeza.

—Es muy feo —dijo.

El conde se sonrió, como si el niño acabase de realizar una de sus esperanzas. En cuanto a la señora de Villefort, respondió a su hijo con una moderación que no hubiera sido seguramente del gusto de Juan Santiago Rousseau si el pequeño Eduardo se hubiese llamado Emilio.

—Mira —dijo en árabe el conde a Alí—, esta señora dice a su hijo que lo dé las gracias por la vida que has salvado a los dos, y el niño responde que eres muy feo.

Alí volvió su inteligente cabeza un instante, y miró al niño sin expresión aparente. Pero un ligero estremecimiento de su mano demostró a Montecristo que el árabe acababa de ser herido en el corazón.

—Caballero —preguntó la señora de Villefort levantándose—, ¿es ésta vuestra morada habitual?

—No, señora —respondió el conde—. Es una especie de parador que he comprado. Vivo en los Campos Elíseos, número 30. Pero veo que estáis perfectamente repuesta y que deseáis retiraros. Acabo de mandar que enganchen esos caballos a mi carruaje, y Alí, ese muchacho tan feo —dijo al niño, sonriendo—, va a tener el honor de conduciros a vuestra casa, mientras que vuestro cochero quedará aquí cuidando de la reparación del carruaje, y una vez terminada ésta, uno de mis tiros de caballos le volverá a conducir directamente a casa de la señora Danglars.

—Pero —dijo la señora de Villefort—, no me atreveré a ir con esos mismos caballos.

—¡Oh!, vais a ver, señora —dijo Montecristo—, en manos de Alí se volverán tan mansos como dos corderos.

Alí se había acercado, en efecto, a los caballos, a los que habían puesto de pie con mucho trabajo. Tenía en la mano una esponja empapada en vinagre aromático. Frotó con ella las narices y las sienes de los caballos, cubiertos de espuma y de sudor, y casi al punto empezaron a relinchar estrepitosamente y estremecerse durante algunos segundos.

Luego, en medio de una gran muchedumbre, a la que los restos del carruaje y el rumor que se había esparcido de aquel suceso, había atraído a la casa, Alí enganchó los caballos al coupé del conde, reunió en su mano las riendas, subió al pescante, y con gran asombro de los circunstantes, que habían visto a estos caballos impelidos como por un torbellino, se vio obligado a usar el látigo para hacerlos partir, y aun así no pudo obtener de los famosos tordos, ahora petrificados, casi muertos, más que un trote tan poco seguro y tan lánguido que tardaron dos horas en conducir a la señora de Villefort al barrio de Saint-Honoré, donde tenía su domicilio.

Apenas hubo llegado a ella, y aplacadas las primeras emociones, escribió el siguiente billete a la señora Danglars:

Querida Herminia:

Acabo de ser milagrosamente salvada con mi hijo por ese mismo conde de Montecristo de quien tanto hemos hablado ayer tarde, y que tan lejos estaba yo de sospechar que había de ver hoy. Ayer me hablasteis de él con un entusiasmo que no pude menos de burlarme, creyendo que exagerabais, pero hoy me he convencido de que era fundado. Vuestros caballos se desbocaron en Renelagh, y seguramente íbamos a ser despedazados mi Eduardo y yo, cuando un árabe, un nubio, un hombre negro, en fin, al servicio del conde, detuvo a una señal suya el impulso de los caballos, exponiéndose a morir él mismo, y fue un milagro que no hubiera sucedido. Entonces acudió el conde, nos llevó a Eduardo y a mí a su casa, a hizo volver en sí a Eduardo. En su propio carruaje fui conducida a casa, el vuestro os lo enviarán mañana. Encontraréis bastante débiles a los caballos después de este incidente. Están como atontados, diríase que no podían perdonarse a sí mismos haberse dejado domar por un hombre. El conde me encarga os diga que dos días de reposo y por todo alimento cebada, los repondrán del todo.

¡Ah, Dios mío! No os doy las gracias por mi paseo, y cuando lo reflexiono, es una ingratitud el guardaros rencor por los caprichos de vuestros caballos, porque a uno de esos caprichos debo el haber visto al conde de Montecristo, y el ilustre extranjero me parece un hombre muy curioso y tan interesante que quiero estudiarle a toda costa, aunque tuviese que dar otro paseo al bosque con vuestros mismos caballos.

Eduardo ha sufrido el accidente con un valor maravilloso. Se desmayó, pero sin lanzar un grito, y tampoco derramó después una lágrima. Aún me diréis que me ciega el amor materno, pero en ese cuerpo tan débil y delicado hay un alma de hierro.

Nuestra querida Valentina me da mil recuerdos para vuestra hija Eugenia, y yo os abrazo de todo corazón.

Eloísa de Villefort.

P. D.: Procurad que yo pueda ver en vuestra casa de cualquier modo que sea a ese conde de Montecristo. Quiero absolutamente volverle a ver. Por otra parte, acabo de obtener del señor de Villefort que le haga una visita; espero que se la devolverá.

Aquella noche, el suceso de Auteuil era el tema de todas las conversaciones. Alberto se lo contada a su madre. Château-Renaud, en el Jockey Club, Debray en el salón del ministro, Beauchamp también hizo al conde la galantería de poner en su periódico un párrafo que ensalzó al conde poniéndole a la altura de un héroe. En fin, esta acción le valió a Montecristo la admiración y el interés de todas las mujeres de la aristocracia.

Muchas personas fueron a inscribirse en casa de la señora de Villefort, a fin de tener derecho a renovar su visita en tiempo útil y oír entonces de su boca todos los detalles de esta pintoresca aventura. En cambio al señor de Villefort, como había dicho Eloísa a su amiga la señora Danglars, se puso un pantalón negro, frac de igual color, chaleco y corbata blancos, guantes amarillos y subió a su carretela, que le condujo aquella misma tarde a la puerta de la casa número 30 de los Campos Elíseos.

Capítulo
VIII
Ideología

S
i el conde de Montecristo hubiese vivido más tiempo en el mundo parisiense habría apreciado la visita que le hacía el señor de Villefort.

Considerado por todos como un hombre hábil, como suele considerarse a las personas que no han sufrido ningún descalabro político; aborrecido de muchos, pero protegido con ardor por algunos, sin ser por eso mejor querido de nadie, el señor de Villefort se encontraba en una alta posición en la magistratura y la mantenía como un Harley o como un Molé. A pesar de haberse regenerado sus salones, por una mujer joven y por una hija de su primer matrimonio, de edad apenas de dieciocho años, no dejaban de observarse en ellos el culto de las tradiciones y la religión de la etiqueta. La cortesía fría, la fidelidad absoluta a los principios del gobierno, un desprecio profundo de las teorías y de los teóricos, el odio a los ideólogos, tales eran los elementos de la vida interior y pública del señor de Villefort.

No era únicamente un magistrado, era casi un diplomático. Sus relaciones con la antigua corte, de la que siempre hablaba con dignidad y respeto, hacían que la moderna le respetara, y sabía tantas cosas, que no solamente le admiraban todos sus conocidos, sino que a veces le hacían consultas. Quizá no hubiera sucedido esto si hubiesen podido desembarazarse de él, pero al igual que los señores feudales rebeldes a su soberano, habitaba una fortaleza inexpugnable. Esta fortaleza era su cargo de procurador del rey, cuyas ventajas explotaba maravillosamente y que no hubiera abandonado sino para hacerse diputado y reemplazar así la neutralidad por la oposición.

En general, hacía o devolvía muy pocas visitas. La mujer visitaba por él, era cosa admitida en esa sociedad que siempre achacaba a sus graves y numerosas ocupaciones, lo que no eran en realidad más que un cálculo de orgullo, una quintaesencia de aristocracia, la aplicación, en fin, de este axioma:
Estímate a ti mismo, y serás estimado de los demás
. Axioma más útil cien veces en nuestra sociedad que el de los griegos:
Conócete a ti mismo
, sustituido en nuestros días por el arte menos difícil y más ventajoso de conocer a los demás.

El señor de Villefort era un poderoso protector para sus amigos; para sus enemigos era un adversario sordo, pero encarnizado. Para los indiferentes, la estatua de la ley convertida en hombre. Fisonomía impasible, porte altanero, mirada apagada y brusca, o insolentemente penetrante y escudriñadora, tal era el hombre a quien cuatro revoluciones seguidas habían formado y después afirmado sobre su pedestal.

Se le tenía por el hombre menos curioso de Francia. Daba un baile todos los años y no se presentaba en él más que un cuarto de hora, es decir, cuarenta y cinco minutos menos que el rey en los suyos. Jamás se le veía en los teatros, en los conciertos, ni en ningún lugar público. Algunas veces jugaba una partida de whist y entonces procuraban elegirle jugadores dignos de él: algún embajador, algún arzobispo, algún príncipe, algún presidente o, en fin, alguna duquesa viuda.

Tal era el hombre cuyo carruaje acababa de parar delante de la puerta del conde de Montecristo.

El ayuda de cámara anunció al señor de Villefort en el instante en que el conde, inclinado sobre una gran mesa, seguía el itinerario de San Petersburgo a China.

El procurador del rey entró con el mismo paso grave y acompasado que en el tribunal; era el mismo hombre, o más bien la continuación del mismo hombre a quien hemos conocido de sustituto en Marsella. La naturaleza no había alterado en nada el curso que debía seguir: de delgado que era, se había vuelto flaco; de pálido, tornóse en amarillo; sus ojos hundidos se habían profundizado más aún, y su lente de oro, al colocarla sobre la órbita, parecía formar parte del rostro. Excepto su corbata blanca, el resto del traje era completamente negro, y este fúnebre color no era interrumpido más que por su cinta encarnada, que pasaba imperceptiblemente por un ojal y que parecía una línea de sangre trazada con un pincel.

Por muy dueño de sí mismo que fuese Montecristo, examinó con visible curiosidad, devolviéndole su saludo, al magistrado, que, desconfiado de por sí y poco crédulo, particularmente en cuanto a las maravillas sociales, estaba más dispuesto a ver en el noble extranjero (así era como llamaban ya al conde de Montecristo), un caballero de industria que venía a explorar un nuevo teatro de sus acciones, que un príncipe de la Santa Sede, o un sultán de las
Mil y una noches
.

—Caballero —dijo Villefort con ese tono afectado usado por los magistrados en sus períodos oratorios, y del cual no quieren deshacerse en la conversación—, el señalado servicio que hicisteis ayer a mi mujer y a mi hijo me creó el deber de datos las gracias. Vengo, pues, a cumplir con él y a expresaros todo mi agradecimiento.

Y al decir estas palabras, la mirada severa del magistrado no había perdido nada de su arrogancia habitual, las había articulado de pie y erguido de cuello y hombros, lo cual le hacía parecerse, como ya hemos dicho, a la estatua de la Ley.

—Caballero —replicó el conde, a su vez con frialdad glacial—, soy muy feliz por haber podido conservar un hijo a su madre, porque suele decirse que el sentimiento de la maternidad es el más poderoso y el más santo de todos, y esta felicidad que tengo os dispensa de cumplir un deber, cuya ejecución me honra, sin duda alguna, porque sé que el señor de Villefort no prodiga el favor que me hace, pero por lisonjero que me sea, no equivale para mí a la satisfacción interior de haber efectuado una buena obra.

Admirado Villefort de esta salida inesperada de su interlocutor, se estremeció como un soldado que siente el golpe que le dan, a pesar de la armadura de que está cubierto, y un gesto de su labio desdeñoso indicó que desde el principio no tenía al conde de Montecristo por hombre de muy finos modales.

Dirigió una mirada a su alrededor para hacer variar la conversación.

Vio el mapa que examinaba Montecristo cuando él entró, y replicó:

—¿Os interesa la geografía, caballero? Es un estudio muy bueno, para vos sobre todo, que, según aseguran, habéis visto tantos países como hay en este mapa.

—Sí, señor —repuso el conde—; he querido hacer sobre la especie humana lo que vos hacéis sobre excepciones, es decir, un estudio fisiológico. He pensado que me sería más fácil descender de una vez del todo a la parte, que subir de la parte al todo. Es axioma algebraico que se proceda de lo conocido a lo desconocido… Mas, sentaos, caballero, os lo suplico.

Y Montecristo indicó con la mano al procurador del rey un sillón que éste tuvo que tomarse la molestia de arrimar, mientras que el conde no tuvo más que dejarse caer sobre el mismo en que estaba arrodillado cuando entró Villefort. De este modo el conde se encontró enfrente de su interlocutor, con la espalda vuelta a la ventana, y el codo apoyado sobre el mapa, que era por entonces el objeto de la conversación, conversación que tomaba, cuando habló a Morcef y a Danglars, un giro análogo, si no a la situación, al menos a los personajes.

—¡Ah, caballero! —replicó Villefort después de una pausa, durante la cual, como un atleta que encuentra un rudo adversario, había hecho acopio de fuerzas—. De veras os digo que si como vos, yo no tuviese nada que hacer, buscaría una ocupación menos aburrida.

—Es verdad, caballero —replicó Montecristo—, hay en el hombre caprichos particulares, pero acabáis de decir que yo no tenía nada que hacer. Veamos: ¿Se os figura a vos que tenéis algo que hacer? O para hablar más claramente, ¿creéis vos que lo que hacéis vale la pena de que se le llame trabajo?

El asombro de Villefort fue en aumento al recibir este segundo golpe tan bruscamente asestado por su extraño adversario. Mucho tiempo hacía que el magistrado no se veía así contradecido, o mejor dicho, ésta era la primera vez que ello sucedía. El procurador del rey se preparó para responder.

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