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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

El Conde de Montecristo (39 page)

BOOK: El Conde de Montecristo
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—Estoy seguro de que no es feliz —dijo Caderousse.

—¿Y por qué lo creéis así?

—Escuchad: cuando más hostigado me vi por la miseria, ocurrió seme que no dejarían de ayudarme un tanto mis antiguos amigos, y me presenté a Danglars, que no quiso recibirme, y a Fernando que me entregó cien francos por mediación de su ayuda de cámara.

—¿Luego no visteis ni a uno ni a otro?

—No, pero la señora de Morrel sí que me vio.

—¿Cómo?

—Al salir de su casa cayó a mis pies una bolsa que contenía veinticinco luises. Levanté en seguida la cabeza, y pude ver a Mercedes, que cerraba la ventana.

—¿Y el señor de Villefort? —inquirió el abate.

—Ni había sido mi amigo, ni yo le conocía tan siquiera, por lo cual nada tenía que pedirle.

—Pero ¿no sabéis qué ha sido de él, ni sabéis la parte que tomó en la desgracia de Edmundo?

—No. Sólo sé que algún tiempo después de la prisión del pobre chico se casó con la señorita de Saint-Meran, y luego se marcharon de Marsella. Sin duda, la fortuna les habrá sonreído como a los otros; sin duda Villefort es rico como Danglars y considerado como Fernando. Yo sólo permanezco pobre y olvidado de Dios, como veis.

—Os equivocáis, amigo —dijo el abate—. Dios tal vez mientras prepara los rayos de su justicia, aparente olvidar, pero llega un día en que recuerda y así os lo prueba.

Esto diciendo el abate sacó de su bolsillo la sortija.

—Tomad, amigo mío —dijo a Caderousse. Tomad este diamante, que es vuestro.

—¡Cómo! ¡Mío! ¡Mío solo! —exclamó Caderousse—. ¡Ah, señor!, ¿no os burláis?

—El precio de este diamante había de repartirse entre sus amigos; de manera que teniendo Edmundo uno solo, es imposible la repartición. Tomad este diamante y vendedlo. Os repito que vale cincuenta mil francos. Con semejante cantidad saldréis de la miseria.

—¡Oh, señor! —dijo Caderousse alargando la mano tímidamente y enjugándose con la otra el sudor que le bañaba el rostro—. ¡Oh, señor, no toméis a chanza la felicidad o la desesperación de un hombre!

—Bien sé lo que es felicidad y lo que es desesperación, para que en esto nunca me chancee. Tomad, pues, el diamante, pero en cambio…

Caderousse retiró su mano, que tocaba ya la sortija.

El abate se sonrió.

—En cambio —repuso—, podéis darme ese bolsillo de seda encarnada que dejó el señor Morrel sobre la chimenea del anciano Dantés, y que vos poseéis, según me habéis dicho.

Cada vez más sorprendido Caderousse, se dirigió a un armario de encina, lo abrió y entregó al abate un bolsillo largo de torzal encarnado, que adornaban dos anillos de cobre, dorados en otro tiempo.

Cogiólo el abate, y en su lugar entregó al posadero el diamante.

—¡Oh, señor! Sois un hombre bajado del cielo —exclamó Caderousse—. Nadie sabía que Edmundo os dio este diamante, y hubierais podido quedaros con él.

—¡Vaya! —dijo para sí el abate—. Según eso tú lo hubieras hecho.

Y cogió su sombrero y sus guantes y se levantó.

—¡Ah! —dijo de repente—, ¿eso que me habéis contado es la pura verdad? ¿Puedo creerlo al pie de la letra?

—Esperad, señor abate —respondió Caderousse—, en este rincón hay un Santo Cristo de madera, bendito, y sobre aquel baúl el devocionario de mi mujer. Abridlo y colocando una mano sobre él y la otra extendida hacia el crucifijo, os juraré por la salvación de mi alma y por mi fe de cristiano, que os he contado todo tal como pasó, y como el ángel de los hombres lo repetirá al oído de Dios el día del juicio final.

—Bien —repuso el abate, convencido por su acento de que decía Caderousse verdad—. Está bien. Adiós. Me voy lejos de los hombres, que tanto mal se hacen unos a otros.

Y librándose a duras penas de los transportes de entusiasmo de Caderousse, quitó el abate por sí mismo la tranca a la puerta, volvió a montar a caballo, saludó por última vez al posadero, que le despedía con ruidosas señales de agradecimiento, y partió en la misma dirección que había seguido a la ida.

Cuando Caderousse se volvió vio detrás de él a la Carconte, más pálida y más temblorosa que nunca.

—¿Es cierto lo que he oído? —le dijo.

—¿Qué? ¿Que nos daba el diamante para nosotros solos? —respondió Caderousse loco de júbilo.

—Sí.

—Ciertísimo, y si no, míralo.

La mujer lo contempló un instante y luego dijo, con voz sorda:

—¡Si fuera falso…!

Caderousse palideció y estuvo a punto de caerse.

—¡Falso…! —murmuró—. ¡Falso! ¿Y por qué ese hombre me había de dar un diamante falso?

—Por hacerte hablar sin pagarte, imbécil.

Al peso de esta suposición, Caderousse se quedó como aturdido.

—¡Oh! —dijo después de un instante, cogiendo su sombrero, que se puso sobre el pañuelo encarnado que tenía a la cabeza—, pronto lo sabremos.

—¿Cómo?

—Hoy es la feria de Beaucaire, habrá plateros de París, voy a mostrárselo. Guarda tú la casa, mujer, que dentro de dos horas estoy de vuelta.

Y salió Caderousse precipitadamente de la posada, tomando el camino opuesto al que seguía el desconocido.

—¡Cincuenta mil francos! —murmuró la Carconte al verse sola—, es dinero…, pero no es ningún tesoro.

Capítulo
V
Los registros de cárceles

A
l día siguiente de aquel en que se desarrolló en la posada del camino de Bellegarde a Beaucaire la escena que acabamos de narrar, un hombre de treinta y dos años con frac azul, pantalón de Nankin, chaleco blanco y aire y acento muy inglés, se presentó en casa del alcalde de Marsella.

—Caballero —le dijo—, yo soy el comisionista principal de la casa Thomson y French, de Roma. Diez años ha que estamos en relaciones con la de Morrel a hijos, de Marsella, y hasta le tenemos confiados unos cien mil francos sobre poco más o menos. Lo que se dice de que amenaza ruina tal casa, nos pone actualmente en suma inquietud, por lo cual vengo de Roma a pediros noticias sobre este asunto.

—Caballero —respondió el alcalde—, sé efectivamente que de cuatro o cinco años acá parece que persigue la desgracia al señor Morrel. Ha perdido cuatro o cinco barcos, y ha sufrido tres o cuatro quiebras, pero no me corresponde a mí, aunque soy su acreedor por unos diez mil francos, referiros la situación de su casa. He aquí todo lo que puedo deciros, caballero. Si queréis saber más, id al señor de Boville, inspector de cárceles, que vive en la calle de Noailles, número 15. Según creo, tiene colocados doscientos mil francos en la casa de Morrel, y si realmente hay ocasión de que temamos, como su cantidad es mayor que la mía, serán también más exactas sus noticias probablemente.

Al parecer apreció mucho el inglés esta delicadeza del alcalde y saludándole se encaminó a la calle indicada, con ese paso peculiar de los hijos de la Gran Bretaña.

El señor de Boville se encontraba en su despacho. Al verle, hizo el inglés un movimiento de sorpresa, como si no fuera la primera vez que viese a la persona que venía a visitarle. En cuanto al señor de Boville, estaba tan desesperado, que evidentemente el pensamiento que ahora le absorbía todas sus facultades no dejaba a su memoria ni a su imaginación ocasión para retroceder a tiempos pasados.

Con la flema de los de su raza, abordó el inglés la cuestión casi en los mismos términos en que acababa de hablar al alcalde.

—¡Oh, caballero! —exclamó el señor de Boville—, no pueden ser más fundados vuestros temores, por desdicha. Aquí me tenéis sumido en la desesperación. Yo tenía colocados doscientos mil francos en la casa de Morrel; doscientos mil francos que eran la dote de mi hija, y pensaba casarla dentro de quince días, puesto que de esa cantidad, cien mil francos eran reembolsados el 15 de este mes, y los otros cien el 15 del próximo. Ya tenía avisado al señor Morrel que deseaba que fuera exacto en el reembolso, y he aquí que viene él mismo a decirme hace una media hora, que si su barco,
El Faraón
, no ha vuelto para el 15, no le será posible pagarme.

—Pero eso parece tan sólo un aplazamiento —observó el inglés.

—¡Decid mejor que parece una quiebra! —exclamó desesperado el señor de Boville.

El inglés reflexionó un instante y luego dijo:

—¿Tantos temores os inspira ese crédito?

—Lo considero perdido.

—Pues yo os lo compro.

—¡Vos!

—Sí, yo.

—Pero ¿con un descuento enorme, sin duda?

—No, a la par; por doscientos mil francos. Nuestra casa —añadió el inglés sonriendo—, no hace negocios de esa clase.

—¿Y pagáis…?

—Al contado.

Y sacó el inglés de su bolsillo un fajo de billetes de banco, que podrían importar el doble de la suma que temía perder el señor de Boville. Un destello de alegría iluminó el semblante de éste, pero haciendo un esfuerzo añadió:

—Es mi deber advertiros, caballero que es muy probable que no recobréis ni el seis por ciento de esa suma.

—Eso no es cuenta mía, sino de la casa de Thomson y French, en cuyo nombre estoy actuando —respondió el inglés—. Acaso tenga ella empeño en apresurar la ruina de otra casa rival; lo que sé, caballero, es que estoy pronto a pagaros el endoso que vais a hacerme, y que sólo os exigiré un mínimo corretaje.

—¡Cómo, caballero!, nada más justo —exclamó el señor de Boville—. El derecho de comisión suele ser un uno y medio por ciento, ¿queréis el dos? ¿Queréis el tres? ¿Queréis el cinco? ¿Queréis más? Decidme si queréis más.

—Caballero —repuso sonriendo el inglés—, yo, como mis principales, no hago negocios de esa clase; mi corretaje es de otra especie.

—Hablad, pues.

—¿Sois inspector de cárceles?

—Hace más de catorce años.

—¿Tenéis libros de entradas y salidas?

—Sin duda alguna.

—¿En esos libros deben constar las notas relativas a los presos?

—Cada preso tiene las suyas.

—Pues oíd, caballero: me eduqué en Roma por un abate, un pobre diablo, que desapareció de la noche a la mañana. Después supe que estuvo preso en el castillo de If, y quisiera enterarme de los detalles de su muerte.

—¿Cómo se llamaba?

—El abate Faria.

—¡Ah! le recuerdo muy bien —exclamó el señor de Boville—. Estaba loco.

—Eso decían.

—¡Oh!, sí que lo estaba.

—Es posible. ¿Y cuál era su manía?

—Se imaginaba tener noticia de un tesoro inmenso, y ofrecía al gobierno sumas incalculables si accedían a ponerle en libertad.

—¡Pobre diablo! ¿De modo que ha muerto?

—Hace cinco o seis meses; en febrero último.

—Buena memoria tenéis, caballero, pues así recordáis las fechas.

—Recuerdo ésta, porque la muerte del abate fue seguida de un extraño suceso.

—¿Se puede saber qué suceso fue ése? —preguntó el inglés con tal expresión de curiosidad que hubiera sorprendido a un observador el hallarla en su rostro flemático.

—¡Oh!, sí, caballero. Figuraos que el calabozo del abate distaba cuarenta y cinco o cincuenta pasos del de un antiguo agente bonapartista, uno de aquellos que más habían contribuido a la vuelta del usurpador en 1815, hombre muy audaz y muy peligroso…

—¿De veras? —inquirió el inglés.

—Sí —respondió el señor de Boville—. Yo mismo tuve ocasión de verle en 1816 ó 1817; por cierto que sólo con un piquete de soldados me atreví a bajar a su calabozo. ¡Qué impresión tan profunda me causó aquel hombre! Jamás olvidaré su rostro.

El inglés se sonrió imperceptiblemente. Luego preguntó:

—¿Decíais, caballero, que los dos calabozos…?

—Sólo distaban cincuenta pies uno del otro; pero, según parece, el tal Edmundo Dantés…

—¿De modo que aquel hombre peligroso se llamaba…?

—Edmundo Dantés. Pues parece que el tal Edmundo Dantés se había procurado herramientas, o las había construido él mismo, pues se descubrió una galería subterránea, por donde los dos presos se comunicaban.

—Ese subterráneo tendría un objeto, sin duda, ¿el de escaparse?

—Justamente; pero, por desdicha de los presos, el abate Faria fue acometido de una catalepsia y murió.

—Comprendo. Eso debió frustrar los proyectos de fuga.

—Para el muerto, sí, mas no para el vivo —repuso el señor de Boville—. En esta desgracia halló, por el contrario, Dantés un medio de apresurar su fuga. Se imaginó, sin duda, que los presos que mueren en el castillo de If se entierran en un cementerio como los comunes, y trasladó al difunto a su calabozo, ocupó su lugar en el saco en que se le había metido, esperando la hora del entierro.

—Era un medio que indicaba valor —repuso el inglés.

—¡Oh!, ya os dije, caballero, que era un hombre muy peligroso. Por fortuna, él mismo libró al gobierno de los temores que le inspiraba.

—¿Cómo?

—¿No lo comprendéis?

—No.

—El castillo de If no tiene cementerio, sino que sencillamente arrojan los muertos al mar, atándoles a los pies una bala de a treinta y seis.

—¿Y qué…? —añadió el inglés, como si no acabara de entender.

—Que le arrojaron al mar con una bala de a treinta y seis.

—¿De veras? —exclamó el inglés.

—Sí, caballero. Ya os podéis figurar cuánta debió de ser la sorpresa del fugitivo al sentirse precipitado desde aquella altura. Cualquier cosa daría por haber visto su cara en aquel momento.

—No habría sido fácil.

—No importa —contestó el señor de Boville, a quien la idea de recobrar sus doscientos mil francos ponía de buen humor—. No importa; me la estoy imaginando.

Y se echó a reír.

—Yo también —añadió el inglés.

Y también se echó a reír, pero como ríen los ingleses, de dientes a fuera.

—Según eso —añadió el inglés, que fue el primero en recobrar su sangre fría—, según eso, ¿el fugitivo se ahogó?

—¡Toma!

—De suerte que el gobernador del castillo de If se libró al mismo tiempo del preso furioso y del preso loco.

—Exacto.

—¿Ese suceso debe constar por algún documento?

—Sí, sí, por un acta de defunción. Ya comprenderéis que a la familia de Dantés, caso de que la tenga, podría interesarle averiguar si estaba muerto o vivo.

—De modo que si le heredan, pueden gozarlo tranquilamente. Está muerto y bien muerto.

—¡Vaya! Hasta se les expedirá certificación el día que la quieran.

—Desde luego —respondió el inglés—. Pero volvamos a los registros.

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