—Al día siguiente… al día siguiente… ya visteis que tuvo consecuencias; sin embargo, no dijisteis nada, y estabais allí cuando le prendieron.
—Sí; estaba allí, y quise hablar, quise decirlo todo, pero Danglars me contuvo: «Y si es culpable, por casualidad, si verdaderamente ha arribado a la isla de Elba, si está encargado de una carta para la Junta bonapartista de París, si le encuentran esa carta, los que le hayan sostenido pasarán por cómplices suyos».
Tuve miedo de la policía tan rigurosa que había en aquel tiempo. Me callé, lo confieso; fue una cobardía, convengo en ello, pero no fue un crimen.
—Comprendo, dejasteis obrar.
—Sí, caballero —respondió Caderousse— y eso me causa día y noche espantosos remordimientos. Muchas veces pido perdón a Dios, os lo juro, tanto más, cuanto que esta acción, la única que tengo que echarme en cara en mi vida, es sin duda alguna la causa de mis adversidades. Estoy expiando un instante de egoísmo; así, pues, eso es lo que yo digo siempre a la Carconte cuando me viene con quejas: «Cállate, mujer, Dios lo quiere así».
Y Caderousse bajó la cabeza, dando todas las muestras de un verdadero arrepentimiento.
—Bien, bien —dijo el abate—. Habéis hablado con franqueza, acusarse de ese modo es merecer el perdón.
—Por desgracia —dijo Caderousse—, Edmundo ha muerto y no me ha perdonado.
—Sin duda lo ignoraba —dijo el abate.
—Pero ahora lo sabrá tal vez —replicó Caderousse—, dicen que los muertos todo lo saben.
Hubo una pausa. El abate se había levantado y se paseaba pensativo. Después se dirigió al sitio que ocupaba antes y se volvió a sentar con abatimiento.
—Me habéis nombrado ya por dos o tres veces a un tal Morrel —le dijo—. ¿Quién es ese hombre?
—Era armador del Faraón, y principal de Dantés.
—¿Y qué especie de papel ha hecho ese hombre en todo este triste suceso? —preguntó el abate.
—¡Ah!, el papel de un hombre de bien, de un hombre honrado, caballero. Veinte veces intercedió por Edmundo, y cuando el emperador volvió a ocupar el trono, escribió, suplicó, amenazó, en fin, hizo tanto para salvar a aquel desgraciado, que en la segunda restauración fue perseguido como bonapartista. Veinte veces, como ya os he dicho, fue a casa del padre de Dantés para llevarle a la suya, y la víspera o antevíspera de su muerte, como ya os he dicho, también, dejó sobre la chimenea un bolsillo, con el cual pudieran pagarse las deudas de aquel buen hombre y atender a los gastos de su entierro, de suerte que aquel desgraciado anciano llegó a morir como había vivido, sin causar ningún perjuicio a nadie; yo mismo conservo aún aquel bolsillo, un bolsillo de seda encarnada.
—¿Y vive aún ese señor Morrel…? —preguntó el abate.
—Sí, señor —dijo Caderousse.
—En ese caso —continuó el abate— a ese hombre le habrá bendecido el cielo… y será rico… feliz…
Caderousse se sonrió con amargura.
—Sí, feliz, tan feliz como yo —dijo.
—¡Pues qué! ¡El señor Morrel es tan desgraciado! —exclamó el abate.
—Se halla ya a las puertas de la miseria, caballero, y lo que es peor aún, a las del deshonor.
—¿Pues cómo es eso?
—¿Qué queréis…? —continuó Caderousse— de esas cosas que suceden; después de veinticinco años de un continuo trabajo, después de haber adquirido un honroso lugar entre los comerciantes de Marsella, el desgraciado señor Morrel se ha arruinado completamente. Ha perdido cinco buques en dos años, ha sufrido tres quiebras espantosas, y todas sus esperanzas están cifradas ahora en ese mismo Faraón que mandaba el pobre Dantés, que, según dicen, debe volver de las Indias con un cargamento de cochinilla y de añil. Si El Faraón naufraga también como los otros, el señor Morrel estará perdido.
—¿Y tiene mujer…, tiene hijos ese desgraciado?
—Sí, señor; tiene una mujer que ha sobrellevado las desgracias de su esposo como una santa, tiene una hija que estaba para casarse con un hombre a quien amaba, y cuya familia no quiso consentir en que se casase con la hija de un comerciante en quiebra; y tiene, además, un hijo teniente de no sé qué cuerpo, pero comprenderéis muy bien, todo esto aumenta el dolor en vez de dulcificarlo, a ese infeliz y honrado señor Morrel. Si fuese solo, es decir, si no tuviese familia, se levantaría la tapa de los sesos y asunto concluido.
—Pero eso es espantoso —interrumpió el abate.
—He aquí cómo recompensa Dios la virtud, caballero —dijo Caderousse—. Mirad, yo, que nunca he hecho ninguna mala acción, excepto la que ya os he contado, me encuentro en la miseria más deplorable. Después de ver morir a mi pobre mujer de una fiebre, sin poder hacer nada por ella, moriré de hambre, como el padre de Dantés, mientras que Fernando y Danglars nadan en oro.
—¿Cómo es eso?
—Porque todo les sale bien, al paso que a mí, que soy un hombre honrado, todo me sale mal.
—¿Qué ha sido de Danglars, el más culpable; no es así?
—¿Qué ha sido de él? Abandonó Marsella, entró por recomendación de M. Morrel, que ignoraba su crimen, de primer dependiente en casa de un banquero español. Durante la guerra de España se encargó de una parte de las provisiones del ejército francés, a hizo fortuna con ese primer dinero, jugó sobre los fondos públicos, y triplicó, cuadruplicó sus capitales, y viudo después de la hija de su principal, se casó con otra viuda llamada madame Nargonne, hija de M. Servieux, canciller del rey actual, y que goza de la mayor influencia. Había llegado a ser millonario, le hicieron barón, de modo que ahora es barón Danglars, y posee un magnífico palacio en la calle de Mont-Blanc, diez soberbios caballos, seis lacayos en la antesala, y no sé cuántos millones en sus cajas.
—¡Ah! —exclamó el abate con un acento singular—, ¿y es feliz?
—¡Ah!, feliz, ¿quién puede decir eso? La desgracia o la felicidad es secreto de las paredes, las paredes oyen, pero no hablan, de manera que si para ser feliz sólo se necesita tener una gran fortuna, Danglars goza de la más completa felicidad.
—¿Y Fernando?
—Fernando es también un gran personaje, aunque por otro estilo.
—Pero ¿cómo ha podido hacer fortuna un pobre pescador catalán, sin educación y sin recursos? Estoy asombrado, lo confieso.
—A todo el mundo le sucede lo mismo. Preciso es que en su vida haya algún extraño misterio de todos ignorado.
—Pero, en fin, decidme por qué escalones visibles ha subido a esa fortuna o a esa alta posición social.
—¡A ambas!, tiene fortuna y posición.
—Se diría que me estáis contando un cuento.
—Y lo parece, en verdad. Pero escuchadme y lo comprenderéis.
—Pocos días antes de la vuelta del emperador, Fernando había entrado en quintas. Los Borbones le dejaron tranquilo en los Catalanes, pero Napoleón decretó a su vuelta una leva extraordinaria, y se vio obligado a marchar. También yo marché, pero como tenía más edad que Fernando, y acababa de casarme, me destinaron a las costas.
»Agregado Fernando al ejército expedicionario, pasó la frontera con su regimiento y asistió a la batalla de Ligny.
»La noche que siguió a la batalla, hallábase Fernando de centinela a la puerta de un general que mantenía con el enemigo relaciones secretas, y debía de juntarse con los ingleses aquella misma noche. Propuso a Fernando que le acompañase, y Fernando aceptó abandonando su puesto.
»Lo que hubiera hecho que se le formara consejo de guerra si Bonaparte hubiera permanecido en el trono, fue para los Borbones recomendación, de manera que entró en Francia con la charretera de subteniente, y como no perdió la protección del general, que gozaba de mu cha influencia, era ya capitán cuando la guerra de España en 1823, es decir, cuando Danglars hacía sus primeras especulaciones.
»Fernando era español; fue enviado a Madrid a explorar la opinión pública; allí encontró a Danglars, renovaron las amistades, ofreció a su general el apoyo de los realistas de la corte y de las provincias, le comprometió, comprometiéndose a su vez, guió a su regimiento por sendas de él sólo conocidas en las montañas atestadas de realistas, e hizo, en fin, tales servicios en esta corta campaña, que después de la acción del Trocadero fue ascendido a coronel, con la cruz de oficial de la Legión de Honor y el título de conde.
—¡Lo que es el destino! —murmuró el abate.
—¡Sí!, pero escuchad, que no es esto todo. Concluida la guerra de España, la carrera de Fernando se hallaba interrumpida por la larga paz que prometía reinar en Europa. Solamente Grecia, sacudiendo el yugo de Turquía, principiaba entonces la guerra de la independencia. Los ojos del mundo entero se fijaban en Atenas. Estuvo de moda compadecer a los griegos y ayudarlos, y el mismo gobierno francés, sin protegerlos abiertamente, como ya sabréis, toleraba las emigraciones parciales. Fernando pidió y obtuvo el permiso de it a servir a Grecia, sin dejar por eso de pertenecer al ejército francés.
»Algún tiempo después se supo que el conde de Morcef, que éste era el título de Fernando, había entrado como general instructor al servicio de Alí-Bajá.
»Como ya sabréis, Alí-Bajá fue asesinado, pero antes de morir recompensó los servicios de Fernando con una suma considerable, con la cual volvió a Francia, donde se le revalidó su empleo de teniente general.
—¿De manera que hoy…? —preguntó el abate.
—Hoy —respondió Caderousse— posee una casa magnífica en París, calle de Helder, número 27.
El abate permaneció un instante pensativo y como vacilando, y dijo, haciendo un esfuerzo:
—¿Y Mercedes? Me han asegurado que desapareció.
—Desapareció, sí —repuso Caderousse—, como desaparece el sol para volver a salir más esplendoroso al otro día.
—¿También ella ha hecho fortuna? —preguntó el abate con una sonrisa irónica.
—Mercedes es en la actualidad una de las más aristocráticas damas de París.
—Seguid, que me parece un sueño todo lo que oigo —dijo el abate—. Pero he visto yo también cosas tan extraordinarias, que ya no me asombran tanto las que me referís.
—Mercedes se desesperó por la pérdida de Edmundo. Ya os he contado sus instancias a Villefort, y su afecto al padre de Dantés. En esto vino a herirla un nuevo dolor, la ausencia de Fernando, de Fernando, cuyo crimen ignoraba, y a quien miraba como a su hermano. Con esta ausencia quedó Mercedes completamente sola. Tres meses pasaron, llenos para ella de aflicción. No recibía noticias de Dantés ni tampoco de Fernando. Nada tenía presente a sus ojos sino un anciano, que pronto iba a morir también de desesperación.
»A la caída de una tarde, que había pasado entera como de costumbre, sentada en la unión de los dos caminos que van de Marsella a los Catalanes, Mercedes volvió a su casa más abatida que nunca. Ni su prometido ni su amigo regresaban por ninguno de los dos caminos, y ni de uno ni de otro sabía el paradero.
»Parecióle oír de pronto unos pasos muy conocidos, volvió con ansiedad la cabeza, y abriéndose la puerta vio aparecer a Fernando, con su uniforme de subteniente. No recobraba todo, pero sí una parte de su vida pasada, de lo que tanto sentía y lloraba perdido.
»Mercedes cogió las manos de Fernando con un impulso que éste tuvo por amor, no siendo sino de alegría, por verse ya en el mundo menos sola y con un amigo, tras tantas horas de solitaria tristeza. Además, preciso es decirlo, nunca había odiado a Fernando, no le había amado, es verdad, porque era otro el que ocupaba por entero su corazón. Este otro estaba ausente… había desaparecido… quizá muerto… Esta idea hacía prorrumpir a Mercedes en sollozos y retorcerse los brazos; pero esta idea, rechazada cuando otro se la sugería, estaba de suyo siempre fija en su imaginación. Por su parte, el anciano Dantés tampoco hacía otra cosa que decide: «Nuestro Edmundo ha muerto, porque de lo contrario él volvería».
»El anciano murió, como ya os he dicho. Sin esto quizá nunca se casara Mercedes con otro, porque habría sido un acusador de su infidelidad. Todo esto lo comprendió Fernando, que regresó a Marsella al saber la muerte del padre de Dantés. Ya era teniente. Cuando su primer viaje, ni una palabra de amor había dicho a Mercedes, pero esta vez le recordó ya cuánto la amaba.
»Mercedes le rogó que la dejase llorar todavía seis meses y esperar a Edmundo.
—El caso es —dijo el abate con sonrisa amarga—, que en total hacía dieciocho meses… ¿Qué más puede exigir el amante más querido?
Y luego murmuró estas palabras del poeta inglés:
Fragility, thy name is woman
(¡Fragilidad, tienes nombre de mujer! ).
—Seis meses después —prosiguió el posadero— se efectuó la boda en la iglesia de Accoules.
—En la misma iglesia donde había de casarse con Edmundo —murmuró el sacerdote.
—Casose, pues, Mercedes —prosiguió Caderousse—, pero aunque tranquila en apariencia, al pasar por delante de la Reserva le faltó poco para desmayarse. Dieciocho meses antes se había celebrado allí su comida de boda con aquel a quien, si hubiera consultado a su propio corazón, habría conocido que aún amaba.
»Más dichoso Fernando, pero no más tranquilo, que yo le vi en aquella época, sobresaltado a todas horas, con pensar en la vuelta de Edmundo. Determinó irse con su mujer a otro lugar, pues eran los Catalanes lugar de muchos peligros y recuerdos. Y por esto se marcharon a los ocho días de la boda.
—¿Habéis vuelto a ver a Mercedes? —le preguntó el abate.
—Sí, en Perpiñán, donde la había dejado Fernando para ir a la guerra de España. A la sazón se ocupaba de la educación de su hijo.
El abate se estremeció.
—¿De su hijo? —dijo.
—Sí —respondió Caderousse—, del niño Alberto.
—Pero, ¿tenía ella educación para dársela a su hijo? —prosiguió el abate—. Creo que le oí decir a Edmundo que era hija de un simple pescador, hermosa, pero ignorante.
—¡Oh! ¡Tan mal conocía a su propia novia! —dijo Caderousse—. Si la corona hubiera de adornar sólo las cabezas más lindas e inteligentes, Mercedes habría podido ser reina. A medida que su fortuna crecía, iba creciendo ella moralmente. El dibujo, la música, todo lo aprendía. Creo además (aquí para entre nosotros) que esto lo hacía por distraerse, para olvidar, y que solamente llenaba su cabeza con tantas cosas por combatir el vacío de su corazón. Sin embargo, ahora —continuó Caderousse—, será sin duda otra mujer. La fortuna y los honores la habrán consolado. Ahora es rica, es condesa, y sin embargo…
El posadero se contuvo.
—Sin embargo, ¿qué? —le preguntó el abate.