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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

El Conde de Montecristo (40 page)

BOOK: El Conde de Montecristo
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—Es verdad. Esta historia nos ha hecho divagar un tanto. Dispensadme.

—¿Por qué? ¿Por la historia? Al contrario, me ha parecido curiosísima.

—Y lo es, en efecto. ¿De modo que deseáis, caballero, examinar todo lo relativo a vuestro pobre abate, que era la dulzura personificada?

—Tendré mucho gusto.

—Pasemos a mi despacho y os complaceré.

Ambos pasaron al despacho del señor de Boville. En él todo respiraba orden y arreglo. Cada libro tenía su número, cada nota ocupaba su lugar. El inspector hizo que el inglés se sentase en su propio sillón, poniéndole delante el libro y las notas referentes al castillo de If, y dejándole en completa libertad de examinarlas, y él se sentó en un rincón a leer un periódico.

El inglés encontró en seguida lo que buscaba, pero sin duda le habría interesado mucho la historia que le contó el señor de Boville, pues habiendo recorrido muy por encima el registro de Faria, prosiguió hojeando hasta dar con el de Edmundo Dantés. Allí también cada documento lo halló en su sitio. La denuncia, el interrogatorio, la solicitud de Morrel y el informe de Villefort. Dobló con cuidado la denuncia, la guardó en el bolsillo, llegó al interrogatorio, y viendo que no se nombraba siquiera al señor Noirtier, examinó la solicitud de 10 de abril de 1815, en que por consejos del sustituto, Morrel exageraba, con la mejor intención, pues reinaba entonces Napoleón, los servicios de Dantés a la causa imperial, corroborados por la certificación de Villefort. Ahora lo comprendió todo claramente. Guardando Villefort la solicitud de Morrel había hecho de ella un arma poderosa bajo la segunda Restauración.

Ya no tuvo, pues, ninguna sorpresa al hallar esta nota en el registro, al margen de su nombre:

Edmundo Dantés: Bonapartista acérrimo. Ha tomado una parte muy activa en la vuelta de Napoleón.

Téngasele muy vigilado y bajo la más rigurosa incomunicación.

Debajo de estas líneas había escrito, con diferente clase de letra:

Vista la nota anterior,
nada se puede hacer por él
.

Sólo comparando la letra del margen con la de la recomendación puesta a la solicitud de Morrel, pudo convencerse de que las dos eran iguales, es decir, ambas de Villefort.

Respecto a la última nota, comprendió el inglés que habría sido escrita por algún inspector, a quien Edmundo inspirara un interés pasajero, interés que se desvaneció ante lo terminante y expresivo de la nota marginal.

Ya hemos dicho que, por discreción, el inspector se había puesto a leer aparte
La Bandera Blanca
, por no molestar al discípulo del abate Faria, y por esto no pudo verle doblar y guardarse la denuncia, escrita por Danglars bajo el emparrado de la Reserva, con un sello del correo de Marsella del 27 de febrero, a las seis de la tarde.

Sin embargo, hemos de añadir que aunque lo hubiera visto, daba tan poca importancia a aquel papel, y tanta a sus doscientos mil francos, que no se hubiera opuesto a que se lo llevara.

—Gracias —dijo el inglés, cerrando el libro de repente—. Ya he terminado y ahora debo cumplir mi promesa. Hacedme un simple endoso de vuestro crédito, declarando haber recibido el importe, y voy a contaros el dinero.

Y cediendo su sillón al señor de Boville, que se apresuró a hacer el endoso y el recibo, el inglés empezó a contar billetes de banco en el otro extremo de la mesa.

Capítulo
VI
Morrel a hijos

E
l que hubiera abandonado Marsella algunos años antes, conociendo a fondo la casa de Morrel, y hubiese vuelto en la época a que hemos llegado con nuestros lectores, la habría encontrado muy cambiada.

En vez de ese aroma de vida, de felicidad y de holgura que exhalan, por decirlo así, las casas en estado próspero, en lugar de aquellos alegres rostros que se veían detrás de los visillos de los cristales, en vez de aquellos corredores atareados que cruzaban por los pasillos con la pluma detrás de la oreja, en vez de aquel patio lleno de fardos, retumbando a los gritos y a las carcajadas de los mozos, hallara a primera vista un no sé qué de triste, un no sé qué de muerto.

En aquellas oficinas sólo quedaban dos de los numerosos empleados. Uno era un joven de veintitrés o veinticuatro años, llamado Manuel Raymond, que enamorado de la hija de Morrel, permanecía en el escritorio, a pesar de todos los esfuerzos que hacía en contrario su familia. El otro era un viejo empleado en la caja; llamábase por apodo Cocles, apodo que le habían dado los jóvenes que en otro tiempo henchían aquella casa poco menos que desierta, y apodo en fin, que había sustituido tan por completo a su propio nombre, que según todas las probabilidades no habría vuelto ahora la cabeza si le llamaran por aquél…

Cocles permanecía al servicio del señor Morrel, habiéndose verificado en la situación de aquel hombre un cambio muy singular. Había ascendido a cajero y descendido a criado. No por esto dejaba de ser siempre el mismo Cocles, bueno, leal, sufrido, pero inflexible en cuanto a la aritmética, en lo cual se las tenía tiesas hasta con el mismo señor Morrel, aunque no conociese otra teoría que su tabla de Pitágoras, que se sabía de memoria, ya de corrido, ya salteado, y a pesar de cuantas artimañas se emplearan para hacerle cometer un error.

Cocles era el único que se mostraba impertérrito en medio de la general desgracia que pesaba sobre la casa de Morrel, pero no se juzgue mal de esta impasibilidad, que no era falta de cariño, sino todo lo contrario, una convicción invencible.

Así como las ratas, que según dicen, van abandonando poco a poco el buque sentenciado de antemano por las borrascas a irse a pique, así como estos animales egoístas cuando leva el ancla ya lo han abandonado del todo, así la turba de agentes y corredores que vivía de la casa del armador, habían ido poco a poco desertando del despacho y de los almacenes como ya se ha dicho, pero Cocles los vio marcharse sin pensar siquiera en la causa. Todo en él, repetimos, se reducía a cuestión de números, y como en los veinte años que llevaba en el escritorio de Morrel había visto siempre efectuarse los pagos con tanta exactitud, no comprendía que pudiera faltar aquella exactitud, ni suspenderse aquellos pagos, como el molinero que posee un molino en un río muy caudaloso no comprende que pueda secarse el río. Hasta la fecha, en efecto, nada había podido destruir la creencia de Cocles. Los pagos del fin del mes anterior se efectuaron con rigurosa puntualidad. Cocles había rectificado una equivocación de ochenta sueldos cometida por el naviero contra su bolsillo, y el mismo día se los había devuelto. Morrel, con una sonrisa melancólica, los tomó y los echó en un cajón casi vacío, diciéndole:

—Bien, Cocles: sois el
non plus ultra
de los cajeros.

Y Cocles se marchó reventando de orgullo, porque un elogio del señor Morrel, el
non plus ultra
de los hombres honrados de Marsella, lo apreciaba más que una gratificación de cincuenta escudos.

Pero desde ese fin de mes tan glorioso, había pasado el señor Morrel horas muy crueles. Para atender a aquellos pagos agotó todos sus recursos, y hasta había hecho personalmente un viaje a la feria de Seaucaire a vender algunas alhajas de su mujer y de su hija y una parte de su plata, temeroso de que el recurrir en Marsella a tales extremos hiciera dar por segura su ruina. Con tal sacrificio pudo salir del apuro la casa de Morrel, pero la caja quedó completamente exhausta.

Con su habitual egoísmo, el crédito iba alejándose de ella por los rumores que circulaban, y para hacer frente a los cien mil francos del señor de Boville a mediados del mes actual, y a otros cien mil que iban a vencer el 15 del mes siguientes, no contaba en verdad el señor Morrel sino con la vuelta del
Faraón
, cuya salida había anunciado un buque que acababa de llegar, y que había salido al propio tiempo que él.

Pero la llegada de este buque, procedente, como
El Faraón
, de Calcuta, fue quince días atrás, mientras que del
Faraón
no se tenía noticia alguna.

Este era el estado de la casa de Morrel a hijos, cuando en la misma mañana en que hemos dicho ajustó con el señor de Boville su importantísimo negocio el agente de Thomson y French, de Roma, se presentó en casa del señor Morrel.

Manuel salió a recibirle, y como toda cara nueva le asustaba, porque en cada cara nueva veía un nuevo acreedor que inquieto por la fortuna de la casa venía a sondear al comerciante, Manuel, repetimos, quiso evitar esta visita al señor Morrel, a hizo mil preguntas al recién venido, el cual le manifestó que nada podía decir al señor Manuel, pues necesitaba entenderse con el señor Morrel en persona.

Llamó el joven suspirando a Cocles, que apareció al punto, recibiendo la orden de llevar al extranjero al gabinete del naviero. Cocles salió y el extranjero le siguió.

En la escalera tropezaron con una joven muy linda, de dieciséis a diecisiete años, que miró al extranjero con visible inquietud. Cocles no reparó en esta mirada, pero sí, al parecer, el extranjero.

—El señor Morrel está en su despacho, señorita Julia, ¿no es verdad? —le preguntó el cajero:

—Sí…, creo que sí —respondió la joven vacilando—. Cercioraos antes, Cocles, y si está, anunciad a este caballero.

—Será inútil anunciarme, señorita; el señor Morrel no conoce mi nombre —respondió el inglés—. Este caballero sólo tiene que decir que soy el comisionista principal de la casa Thomson y French, de Roma, con la cual está en relaciones la de vuestro padre.

La joven se puso pálida y siguió bajando, mientras Cocles y el extranjero seguían subiendo. Ella entró en el despacho de Manuel, y Cocles, con una llave que poseía para entrar a todas horas en el de su amo, abrió una puerta situada en un rincón del rellano del piso segundo, condujo al extranjero a una antesala, abrió otra puerta, que volvió a cerrar detrás de sí, y dejando un instante a solas al comisionado de la casa de Thomson y French, regresó al punto, haciéndole señas de que podía entrar.

Halló el inglés al señor Morrel sentado delante de una mesa, palideciendo al contemplar las columnas de números de su pasivo.

Al ver al extranjero, cerró el señor Morrel el libro de caja y se levantó para acercar una silla; luego que le vio sentado, se volvió él también a sentar.

Catorce años habían cambiado al digno negociante a quien conocimos de edad de treinta y seis al principio de esta historia. Ahora frisaba en los cincuenta; sus cabellos habían encanecido, su frente, poblada de melancólicas arrugas, y su mirada, en otro tiempo tan firme, era a la sazón irresoluta y vaga, como si temiera a cada momento verse obligado a bajarla ante una idea o ante un hombre.

El inglés lo contempló con un sentimiento de curiosidad mezclado de interés.

—Caballero —le dijo Morrel, a quien parecía molestar el examen de que estaba siendo objeto—. Caballero, ¿deseáis hablarme?

—Sí, señor. Sabéis de parte de quién vengo, ¿no es verdad?

—De parte de la casa Thomson y French, según me ha dicho mi cajero.

—Os ha dicho la verdad. En todo este mes y el próximo necesita la casa de Thomson y French pagar en Francia unos cuatrocientos mil francos, y conociendo vuestra probidad, ha reunido todo el papel que corría vuestro, encargándome que lo hiciera efectivo a medida que venciera.

Morrel exhaló un profundo suspiro y se pasó la mano por la frente, cubierta de sudor.

—¿Entonces tenéis pagarés míos? —preguntóle al inglés.

—Sí, caballero, pagarés que importan una suma considerable.

—¿Cuánto? —preguntó Morrel con acento que en vano quería que pareciese firme.

—Ahí los tenéis —respondió el inglés sacando un legajo de su bolsillo—. Aquí tenéis un endoso de doscientos mil francos hecho a nuestra casa por el señor de Boville, inspector de cárceles. ¿Reconocéis deber esta cantidad al señor de Boville?

—Sí, caballero. Son unos fondos que colocó en mi casa al cuatro y medio por ciento hará pronto cinco años.

—¿Y debéis reembolsársela…?

—La mitad el 15 de este mes, y la otra mitad el 15 del próximo.

—Muy bien. Ved ahora valores importantes: treinta y dos mil quinientos francos, pagaderos a fin de este mes. Son pagarés vuestros que nos han traspasado sus tenedores.

—Los reconozco —dijo Morrel, poniéndose colorado de vergüenza al pensar que por primera vez en su vida no podría hacer honor a su firma—. ¿Es esto todo?

—No, caballero, que tengo aún unos cincuenta y cinco mil francos, traspasados a nuestra casa por las de Pascal y Wild y Turner de Marsella. Importan estas sumas doscientos ochenta y siete mil quinientos francos.

Era indescriptible lo que estaba sufriendo en aquellos momentos el pobre Morrel.

—¡Doscientos ochenta y siete mil quinientos francos! —repitió maquinalmente.

—Sí, señor —repuso el comisionista—. Ahora, pues —prosiguió después de una breve pausa—, no debo ocultaros, señor Morrel, que aun reconociendo vuestra probidad sin tacha hasta el presente, dícese por Marsella que no estáis en disposición de hacer frente a vuestros créditos.

A esta salida casi brutal, palideció Morrel.

—Caballero —dijo—, hasta el presente, y hace ya veinticuatro años que recibí la casa de manos de mi padre, que a su vez la había regentado treinta y cinco, hasta el presente ni una firma de Morrel a hijos se ha desairado en mi caja.

—Ya lo sé —respondió el inglés—, pero habladme de hombre honrado a hombre honrado: ¿pagaréis éstas con la misma exactitud?

Morrel se estremeció, mirando al que le hablaba así con una firmeza que antes no había tenido.

—A preguntas hechas con tal franqueza hay que responder necesariamente de la misma manera. Caballero, pagaré si mi buque llega sano y salvo, como espero, pues con su llegada recobraré el crédito que me han quitado las desgracias de que he sido víctima, pero si me faltase
El Faraón
, si me faltase mi último recurso…

Las lágrimas se agolparon a los ojos del desdichado armador.

—¿De modo que si os faltase ese último recurso…? —le preguntó su interlocutor.

—Pues bien —repuso Morrel—, mucho me cuesta decirlo…, pero acostumbrado ya a la desgracia, necesito acostumbrarme también a la vergüenza… Pues bien…, me parece que me vería en la precisión de suspender los pagos…

—¿No contáis con amigos que puedan ayudaros en esta ocasión?

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