El Conde de Montecristo (18 page)

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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

BOOK: El Conde de Montecristo
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—¿Tenía el señor de Villefort algún motivo para estar resentido con vos?

—Ninguno, señor; antes al contrario, fue muy bondadoso conmigo.

—¿Podré fiarme de las notas que haya dejado escritas sobre vos, o que me proporcione él mismo?

—Sí, señor.

—Pues bien: tened esperanza.

Dantés cayó de rodillas levantando las manos al cielo, y recomendándole en una oración aquel hombre que había bajado a su calabozo como el Salvador a sacar almas del infierno. La puerta se volvió a cerrar, pero la esperanza que acompañaba al inspector se quedó encerrada en el calabozo de Dantés.

—¿Queréis ver ahora el libro de registro —dijo el gobernador—, o bajamos antes al calabozo del abate?

—Acabemos la visita —respondió el inspector—. Si volviese a salir al aire libre quizá no tendría valor para acabarla.

—Este preso no es por el estilo del otro, que su locura entristece menos que la razón de su vecino.

—¿Cuál es su locura?

—¡Oh!, muy extraña. Se cree poseedor de un tesoro inmenso. El primer año ofreció al gobierno un millón si le ponía en libertad; el segundo año le ofreció dos millones; el tercero, tres, y así progresivamente. Ahora está en el quinto año: es probable que os pida una entrevista, y os ofrezca cinco millones.

—Manía rara es, en efecto —dijo el inspector—. ¿Y cómo se llama ese millonario?

—El abate Faria.

—Número 27 —dijo el inspector.

—Aquí es. Abrid, Antonio.

El llavero obedeció, con lo que pudo el inspector pasear su mirada curiosa por el calabozo del
abate loco
, que así solían llamar a aquel preso.

En mitad de la estancia, dentro de un círculo trazado en el suelo con un pedazo de yeso de la pared, veíase agazapado un hombre casi desnudo, tan roto estaba su traje. Ocupábase en aquellos momentos en hacer dentro del círculo líneas geométricas muy bien trazadas, y parecía tan preocupado con su problema como Arquímedes cuando le mató el soldado de Marcelo. Ni siquiera pestañeó al rumor de la puerta que se abría, ni dio muestra alguna de sorpresa cuando el resplandor de las antorchas iluminó con desusado brillo el húmedo suelo en que trabajaba. Volvióse entonces y vio con gran sorpresa la numerosa comitiva que acababa de entrar en su calabozo.

Acto continuo se puso en pie y cogió un cobertor que yacía a los pies de su miserable lecho para envolverse y recibir con mayor decencia a los recién venidos.

—¿Qué es lo que pedís? —le dijo el inspector sin alterar la fórmula.

—¿Yo, caballero…? No pido nada —respondió el abate como admirado.

—Sin duda no me comprendéis —dijo el inspector—. Yo soy un delegado del gobierno para visitar las cárceles y atender las reclamaciones de los presos.

—¡Oh!, entonces es otra cosa, caballero —exclamó vivamente el abate—. Espero que vamos a entendernos.

—¿Lo veis? —dijo el gobernador por lo bajo—. El principio, ¿no os indica que va a parar a lo que yo os decía?

—Caballero —prosiguió el preso—, yo soy el abate Faria, natural de Roma. A los veinte años era secretario del cardenal Rospigliossi. Sin saber por qué, me detuvieron a principios de 1811, y desde entonces suplico vanamente mi libertad a las autoridades italianas y francesas.

—¿Y por qué a las francesas? —le preguntó el gobernador.

—Porque me prendieron en Piombino, y supongo que, como Milán y Florencia, Piombino será actualmente capital de un departamento francés.

El inspector y el gobernador se miraron sonriendo.

—¿Sabéis, amigo mío —le dijo el inspector—, que no son muy frescas vuestras noticias de Italia?

—Datan del día en que fui preso, caballero —repuso el abate Faria— y como Su Majestad el emperador había creado el reino de Roma para el hijo que el cielo acababa de darle, supongo que, siguiendo el curso de sus conquistas, haya realizado el sueño de Maquiavelo y de César Borgia, que era hacer de Italia entera un solo y único reino.

—Caballero —dijo el inspector—, la Providencia, por fortuna, ha modificado ese gigantesco plan de que parecéis partidario tan ardiente.

—Ese es el único medio de hacer de Italia un Estado fuerte, independiente y feliz —respondió el abate.

—Puede ser —repuso el inspector—; pero yo no he venido a estudiar un curso de política ultramontana, sino a preguntaros, como ya lo hice, si tenéis algo que reclamar sobre vuestra habitación, trato y comida.

—La comida es igual a la de todas las cárceles, quiero decir, malísima —respondió el abate— la habitación ya lo veis, húmeda e insalubre, aunque muy buena para calabozo. Pero no tratemos de eso sino de revelaciones de la más alta importancia que tengo que hacer al gobierno.

—Ya va a su negocio —dijo en voz baja el gobernador al inspector.

—Me felicito, pues, de veros —prosiguió el abate—, aunque me habéis interrumpido un cálculo excelente que a no fallarme cambiaría quizás el sistema de Newton. ¿Podéis concederme una entrevista secreta?

—¿Eh? ¿Qué decía yo? —dijo el gobernador al inspector.

—Bien conocéis a vuestra gente —respondió este último sonriéndose, y volviéndose a Faria le dijo:

—Caballero, lo que me pedís es imposible.

—Sin embargo, ¿y si se tratase, caballero —repuso el abate—, de hacer ganar al gobierno una suma enorme, una suma de cinco millones?

—A fe mía que hasta la cantidad adivinasteis —dijo el inspector volviéndose otra vez hacia el gobernador.

—Vamos —prosiguió el abate, conociendo que el inspector iba a marcharse—, no hay necesidad de que estemos absolutamente solos. El señor gobernador puede asistir a nuestra entrevista.

—Amigo mío —dijo el gobernador—, sabemos por desgracia de antemano lo que queréis decirnos. De vuestros tesoros, ¿no es verdad?

Miró Faria a este hombre burlón con ojos en que un observador desinteresado hubiera leído la razón y la verdad.

—Sin duda alguna —le respondió—. ¿De qué queréis que yo os hable, sino de mis tesoros?

—Señor inspector —repuso el gobernador—, puedo contaros esa historia tan bien como el abate, porque hace cuatro o cinco años que no me habla de otra cosa.

—Eso demuestra, señor gobernador —dijo Faria—, que sois como aquellos de que habla la Escritura, que tienen ojos y no ven, oídos y no oyen.

—Amigo —añadió el inspector—, el gobierno es rico, y a Dios gracias no necesita de vuestro dinero. Guardadlo, pues, para cuando salgáis de vuestro encierro.

Dilatáronse los ojos del abate, y asiendo de la mano al inspector, le dijo:

—Pero, ¿y si no salgo nunca? ¿Y si contra toda justicia permanezco siempre en este calabozo? ¿Y si muero sin haber legado a nadie mi secreto? ¡El tesoro se perderá! ¿No es preferible que lo poseamos el gobierno y yo? Daré hasta seis millones, caballero, sí, le daré hasta seis millones, y me contentaré con el resto si se me pone en libertad.

—A fe mía —dijo a media voz el inspector—, habla con tal acento de convicción, que se le creería a no saber que está loco.

—No estoy loco, caballero, digo la verdad —repuso Faria, que con ese oído finísimo de los presos no perdió una sola palabra—. El tesoro de que hablo existe ciertamente, y me comprometo a firmar con vos un tratado por el cual me llevaréis adonde yo designe, se cavará en la tierra, y si yo miento, si no se encuentra nada, si estoy loco como decís, consentiré en volver al calabozo, y en permanecer toda mi vida, y en esperar la muerte sin volver a pedir nada ni a vos ni a nadie.

El gobernador se echó a reír.

—¿Y está muy lejos el lugar de vuestro tesoro?

—A cien leguas de aquí, sobre poco más o menos.

—No está mal imaginado —dijo el gobernador—. Si todos los presos se divirtiesen en pasear a sus guardias por un espacio de cien leguas, y si los guardias consintiesen en tales paseos, sería un magnífico motivo para que los presos tomaran las de Villadiego a la primera ocasión, que no dejaría de presentarse, ciertamente, en tan larga correría.

—Es un ardid muy gastado —dijo el inspector—. Ni siquiera tiene el mérito de la invención.

Después, volviéndose al abate, le dijo:

—Ya os he preguntado si os dan bien de comer.

—Caballero —respondió Faria—, juradme por Cristo nuestro Señor que me pondréis en libertad si no miento, y os diré dónde está el tesoro.

—¿Os dan buen alimento? —repitió el inspector.

—Nada aventuráis, caballero, y no será un truco para escaparme, pero consiento en permanecer aquí mientras vos vayáis…

—¿No contestáis a mi pregunta? —repuso impaciente el inspector.

—¡Ni vos a mi solicitud! —respondió el abate—. ¡Maldito seáis como los insensatos que no han querido creerme! ¿No queréis mi oro? Para mí será. ¿Me negáis la libertad? Dios me la dará. Idos. Ya nada tengo que decir.

Y el abate tiró el cobertor sobre la cama, recogió su pedazo de yeso, y fue a sentarse en medio de su círculo, donde continuó trazando sus figuras.

—¿Qué hace? —decía el inspector al irse.

—Cuenta sus tesoros —le contestó el gobernador.

Faria respondió a este sarcasmo con una mirada sublime de desprecio.

Salieron y el llavero cerró la puerta.

—¿Si habrá poseído, en efecto, algún tesoro? —decía el inspector subiendo la escalera.

—O habrá soñado que lo poseía, y despertó demente —repuso el gobernador.

—Si realmente fuera tan rico, no estaría preso —añadió el inspector con la sencillez del hombre corrompido.

Así concluyó para el abate Faria esta aventura. Siguió preso sin que lograse con la visita otra cosa que afirmar su fama de loco.

Calígula o Nerón, aquellos célebres rebuscadores de tesoros, que se dieron de cabezadas por todo lo imposible, hubiesen atendido a este pobre hombre, le hubiesen concedido el aire que deseaba, el espacio que en tanto tenía, la libertad que tan cara quería pagar; pero los reyes de ahora, encerrados en los límites de lo probable, no tienen la audacia de la voluntad, temen el oído que escucha las órdenes que ellos mismos dan, el ojo que ve sus acciones; no sienten en sí lo superior de la esencia divina, son hombres coronados, en una palabra. En otro tiempo se creían o a lo menos se decían hijos de Júpiter, y conservaban algo del ser de su padre; que no se plagian fácilmente las cosas de
ultra-nubes
. Ahora los reyes se hacen muy a menudo vulgares. Sin embargo, como ha repugnado siempre al gobierno despótico que se vean a la luz pública los efectos de la prisión y de la tortura; como hay pocos ejemplos de que una víctima de la inquisición haya podido pasear por el mundo sus huesos triturados y sus sangrientas llagas, así la locura, esta úlcera causada por el fango de los calabozos, se esconde casi siempre cuidadosamente en el sitio en que ha nacido, o si sale de él es para enterrarse en un hospital sombrío, donde el médico no puede distinguir ni al hombre ni al pensamiento entre las informes ruinas que el carcelero le entrega.

Vuelto loco en la prisión el abate Faria, por su misma locura, estaba condenado a no salir nunca de ella. En cuanto a Dantés, el inspector le cumplió su palabra, examinando el libro de registro cuando volvió a los aposentos del gobernador. Así decía la nota referente a él:

Edmundo Dantés
: Bonapartista acérrimo. Ha tomado una parte muy activa en la vuelta de Napoleón. Téngase muy vigilado y con el mayor secreto. Esta nota era de otra letra y de otra tinta que las demás del registro, lo que prueba que no ha sido anotada de la prisión de Edmundo. La acusación era bastante positiva para dudar de ella. El inspector escribió, pues, debajo:

«Nada se puede hacer por él».

Esta visita había hecho revivir a Dantés. Desde su entrada en el calabozo se había olvidado de contar los días; pero el inspector le había dado una fecha nueva, y no la olvidó esta vez, sino que arrancando de la pared un pedazo de yeso escribió en el muro: «30 de julio de 1816». Desde este momento señaló con una raya cada día que pasaba para poder calcular el tiempo.

Transcurrieron días, semanas y meses, y Dantés seguía confiado. Empezó por fijar para su salida de la cárcel un término de quince días, pues suponiendo que el inspector no tuviese en su asunto sino la mitad del interés que él mismo tenía, le bastaba con ese plazo. Transcurrido también éste, pensó que era absurdo creer que el inspector se ocupase en tal cosa antes de su regreso a París, y como su vuelta era imposible sin terminar la visita, que debía durar lo menos un mes o dos, alargó Edmundo su plazo hasta tres meses. Pasados éstos hizo otro cálculo, prolongándolos hasta seis; pero cuando éstos pasaron también, halló que juntos los primeros días con los meses había esperado diez y medio.

Durante dicho tiempo en nada había mudado su situación; ninguna nueva de consuelo había tenido, y seguía como siempre mudo su carcelero. Dantés empezó a dudar de sus sentidos, a creer que lo que tomaba por un recuerdo no era sino una visión de su fantasía, y que aquel ángel consolador solamente había bajado a su calabozo en alas de un sueño.

Al cabo de un año trasladaron al gobernador del castillo, obteniendo el antiguo el mando de la fortaleza de Ham, a la que se llevó muchos de sus dependientes, entre ellos el carcelero de Edmundo. Llegó el nuevo gobernador, y como le costase mucho trabajo recordar los nombres de los presos, se los hizo representar por números. Este horrible hotel tenía unas cincuenta habitaciones, cuyos números respectivos tomaron sus habitantes. ¡El desgraciado marino dejó de llamarse Edmundo Dantés, conociéndose tan sólo por el número 34!

Capítulo
XV
El número 34 y el número 27

D
antés pasó por todos los grados de desventura que experimentan los presos olvidados en el fondo de sus calabozos. Comenzó por recurrir al orgullo, que es una consecuencia de la esperanza y un íntimo convencimiento de la propia inocencia; después dudó de su inocencia, lo que no dejaba de justificar un tanto las suposiciones de locura del gobernador, y por último cayó del pedestal de su orgullo, y no para implorar a Dios, sino a los hombres. Dios es el último recurso. El desgraciado que debería comenzar por él, no llega a implorarle sino después de haber agotado todas sus esperanzas.

Pidió, pues, que le sacasen de su calabozo para ponerle en otro, aunque fuese más negro y más oscuro. Un cambio, aunque perdiendo, era siempre un cambio, y le proporcionaría por algún tiempo distracción. Pidió asimismo que le concediesen el pasear, y el tomar el aire, y libros e instrumentos. Nada le fue concedido; pero no por eso dejó de pedir, pues se había acostumbrado a hablar con su carcelero, que era más mudo que el anterior si es posible. Hablar con un hombre, aunque no le respondiese, había llegado a parecerle una gran felicidad. Hablaba para escuchar su propia voz, pues cierta vez que ensayó en hablar a solas, su voz le dio miedo.

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