El Conde de Montecristo (15 page)

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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

BOOK: El Conde de Montecristo
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A una seña de Villefort se acercó un fiacre, a cuyo conductor dio las señas de su casa, lanzándose al fondo en seguida, donde se entregó a sus sueños ambiciosos.

Diez minutos más tarde, el magistrado estaba ya en su casa, y mandó a par que le sirviesen el almuerzo y que preparasen los caballos para dentro de dos horas.

Iba ya a sentarse a la mesa, cuando sonó fuertemente la campanilla, como agitada por una mano vigorosa. El ayuda de cámara fue a abrir, y Villefort pudo oír que pronunciaban su nombre.

—¿Quién puede saber que estoy en París? —murmuró.

En este momento entró el ayuda de cámara.

—¿Y bien? —le dijo Villefort—. ¿Quién ha llamado? ¿Quién pregunta por mí?

—Una persona que no quiere decir su nombre.

—¡Una persona que no quiere decir su nombre! ¿Y qué quiere?

—Desea hablaros.

—¿A mí?

—Sí, señor.

—¿Ha dado mis señas? ¿Sabe quién soy yo?

—Indudablemente.

—¿Qué trazas tiene?

—Es un hombre de unos cincuenta años.

—¿Alto? ¿Bajo?

—De la estatura del señor, sobre poco más o menos.

—¿Blanco o moreno?

—Muy moreno; de cabellos, ojos y cejas negros.

—¿Y cómo va vestido? —preguntó vivamente el magistrado.

—Un levitón azul, abotonado hasta arriba, con la roseta de la Legión de Honor.

—¡Él es! —murmuró Villefort palideciendo.

—¡Diantre! —dijo asomando en la puerta el hombre que hemos descrito ya dos veces—. ¡Diantre! ¡Qué conducta tan extraña! ¿Así hacen en Marsella esperar los hijos a sus padres en la antecámara?

—¡Padre mío…! —exclamó el sustituto—, no me engañé…, sospechaba que fueseis vos.

—Si lo sospechabas —contestó el recién llegado dejando el bastón en un rincón y el sombrero en una silla, permíteme entonces, querido Gerardo, hacerte ver que has obrado mal haciéndome esperar.

—Dejadnos, Germán —dijo Villefort.

El criado se retiró, y veíase que le sorprendía lo ocurrido.

Capítulo
XII
Padre a hijo

E
l señor Noirtier, porque, en efecto, era él quien acababa de llegar, siguió con la vista al criado hasta que cerró la puerta, y luego, sin duda receloso de que se quedase a escuchar en la antecámara, la volvió a abrir por su propia mano. No fue inútil esta precaución, y la presteza con que salía Germán de la antecámara dio a entender que no estaba puro del pecado que perdió a nuestro primer padre. El señor Noirtier se tomó entonces el trabajo de cerrar por sí mismo la puerta de la antecámara, y echando el cerrojo a la de la alcoba, acercóse, tendiéndole la mano, a Villefort, que aún no había dominado la sorpresa que le causaban aquellas operaciones.

—¿Sabes, querido Gerardo —le dijo mirándole de una manera indefinible—, sabes que me parece que no lo alegras mucho de verme?

—Padre mío —respondió Villefort—, me alegro con toda el alma; pero no esperaba vuestra visita y me ha sorprendido.

—Mas ahora que caigo en ello —respondió el señor Noirtier—, que yo os podría decir otro tanto. Me anunciáis desde Marsella vuestra boda para el 28 de febrero, ¡y estáis en París el 3 de marzo!

—No os quejéis, padre mío, de mi estancia en París —dijo Gerardo acercándose al señor Noirtier—. He venido por vos, y mi viaje puede salvaros.

—¿De veras? —dijo el señor Noirtier acomodándose en un sillón—; ¿de veras? Contadme eso, señor magistrado, que debe de ser cosa curiosa.

—¿Habéis oído hablar, padre mío, de cierto club bonapartista de la calle de Santiago?

—¿Número 53? ¡Ya lo creo! Como que soy su vicepresidente.

—Vuestra sangre fría me hace temblar, padre.

—¿Qué quieres? Quien ha sido proscrito por la Montaña, quien ha huido de París en un carro de heno, quien ha corrido por las Landas de Burdeos perseguido por los sabuesos de Robespierre, se acostumbra a todo en esta vida. Sigue. ¿Qué ha pasado en ese club de la calle de Santiago?

—Lo que ha pasado es que han citado a él al general Quesnel, y éste, que salió a las nueve de la noche de su casa, ha sido hallado muerto en el Sena.

—¿Y quién os contó esa historia?

—El mismo rey, señor.

—Pues a cambio de ella voy a daros una noticia —prosiguió Noirtier.

—Supongo que ya sé de qué se trata.

—¡Ah! ¿Sabéis el desembarco de Su Majestad el emperador?

—¡Silencio, padre! Os lo suplico por vos y por mí. Ya sabía yo esa noticia, y aún antes que vos, porque hace tres días que bebo los vientos desde Marsella a París, rabioso por no poder apartar de mi imaginación esa idea que me la trastorna.

—¡Hace tres días! ¿Estáis loco? Hace tres días no se había embarcado todavía el emperador.

—No importa. Yo sabía su intento.

—¿Cómo?

—Por una carta que os dirigían a vos desde la isla de Elba.

—¿A mí?

—A vos: la he sorprendido, así como al mensajero. Si aquella carta hubiera caído en otras manos, quizás estaríais fusilado a estas horas, padre mío.

El señor Noirtier se echó a reír.

—No parece —dijo— sino que la restauración haya aprendido del imperio el modo de dar remate pronto a los asuntos. ¡Fusilado! ¿Adónde vamos a parar? ¿Y qué es de esa carta? Os conozco bastante bien para temer que hayáis dejado de destruirla.

—La quemé, temeroso de que hubiese en el mundo un solo fragmento; porque aquella carta era vuestra perdición.

—Y la pérdida de vuestra carrera —repuso fríamente Noirtier—. Ya lo comprendo todo; pero no hay por qué temer, pues me protegéis por vuestro interés.

—Más que eso aún: os salvo.

—¡Vaya, vaya! El interés dramático sube de punto. Explicaos.

—Volvamos a hablar del club de la calle de Santiago.

—Parece que el tal club ocupa mucho a la policía. Si lo buscasen mejor ya darían con él.

Ya han dado con la pista.

—Esa es la frase sacramental. Cuando la policía no ve más allá de sus narices en un asunto, asegura que ha dado con la pista; y con esto espera el gobierno tranquilamente a que venga a decirle con las orejas gachas: he perdido la pista.

—Sí, pero encontró un cadáver. El general ha sido muerto: en todas partes del mundo se llama eso un asesinato.

—¿Un asesinato decís? ¿Quién prueba que el general ha sido víctima de un asesinato? Todos los días se encuentran en el Sena cadáveres de desesperados o de personas que no saben nadar.

—Sabéis muy bien, padre mío, que el general no se ha suicidado, así como que en el mes de enero nadie se baña. No, no, no os engañéis a vos mismo. Su muerte está bien calificada de asesinato.

—¿Y quién la califica así?

—El propio rey.

—¿El rey? Lo tenía por filósofo: ¿cómo cree que en política haya asesinatos? En política, querido mío, y vos lo sabéis tan bien como yo, no hay hombres, sino ideas; no sentimientos, sino intereses; en política no se mata a un hombre, sino se allana un obstáculo. ¿Queréis que os diga cómo ha acaecido lo del general Quesnel? Pues voy a decíroslo. Creíamos poder contar con él, y aun nos lo habían recomendado de la isla de Elba. Uno de nosotros fue a su casa a invitarle para que asistiera a una reunión de amigos en la calle de Santiago. Accede a ello, se le descubre el plan, la fuga de la isla de Elba, el desembarco, todo en fin; y cuando lo sabe, cuando ya nada le queda por saber, nos declara que es realista. Entonces nos miramos unos a otros; le hacemos jurar, pero jura de tan mala gana que parecía como si tentase a Dios… Pues oye, a pesar de esto, se le deja salir en libertad, en libertad absoluta… Si no ha vuelto a su casa…, ¿qué sé yo? Habrá errado el camino, porque él se separó de nosotros sano y salvo. ¡Asesinato decís! Me sorprende en verdad, Villefort, que vos, sustituto del procurador del rey, baséis una acusación en tan malas pruebas. ¿Me ha ocurrido nunca a mí, cuando cumpliendo vuestro deber de realista cortáis la cabeza a uno de los míos, me ha ocurrido nunca el iros a decir: habéis cometido un asesinato? No, sino que os he dicho: bien, muy bien; mañana tomaremos el desquite.

—Pero tened en cuenta, padre mío, que cuando nosotros la tomemos será terrible.

—No os comprendo.

—¿Vos contáis con la vuelta del usurpador?

—Confieso que sí.

—Pues os engañáis. No avanzará diez leguas al corazón de Francia sin verse perseguido y acosado como un animal feroz.

—Mi querido amigo, el emperador está ahora camino de Grenoble; el día 10 ó 12 llegará a Lyon y el 20 ó 25, a París.

—Los pueblos van a sublevarse en masa.

—En su favor.

—Sólo trae algunos hombres y se enviarán ejércitos numerosos contra él.

—Que le escoltarán el día de su entrada en la capital. En verdad, querido Gerardo, que sois un niño todavía, pues os creéis bien informado porque el telégrafo dice con tres días de atraso: «El usurpador ha desembarcado en Cannes con algunos hombres. Ya se le persigue». Sin embargo, ignoráis lo que hace y la posición que ocupa. Ya se le persigue, es el
non plus
de vuestras noticias. Si son ciertas se le perseguirá hasta París sin quemar un cartucho.

—Grenoble y Lyon son dos ciudades fieles que le opondrán una barrera infranqueable.

—Grenoble le abrirá sus puertas con entusiasmo, y Lyon le saldrá al encuentro en masa. Creedme: estamos tan bien informados como vosotros, y nuestra policía vale tanto como la vuestra… ¿Queréis que os lo pruebe? Intentabais ocultarme vuestra llegada y sin embargo la he sabido a la media hora. A nadie sino al cochero disteis las señas de vuestra casa, y no obstante yo las sé, pues que llego precisamente cuando os ibais a sentar a la mesa. A propósito, pedid otro cubierto y almorzaremos juntos.

—En efecto —respondió Villefort mirando a su padre con asombro—; en efecto estáis bien informado.

—Es muy natural. Vosotros estáis en el poder, no disponéis de otros recursos que los que procura el oro, mientras nosotros, que esperamos el poder, disponemos de los que proporciona la adhesión.

—¿La adhesión? —repuso riendo Villefort.

—Sí, la adhesión, que así en términos decorosos se llama a la ambición que espera.

Y esto diciendo Noirtier alargó la mano al cordón de la campanilla para llamar al criado, viendo que su hijo no le llamaba; pero éste le detuvo, diciéndole:

—Esperad, padre mío, oíd una palabra.

—Decidla.

—A pesar de su torpeza, la policía realista sabe una cosa terrible.

—¿Cuál?

—Las señas del hombre que se presentó en casa del general Qiesnel la mañana del día en que desapareció.

—¡Ah! ¿Conque sabe eso? ¡Miren la policía! ¿Y cuáles son sus señas?

—Tez morena, cabellos, ojos y patillas negros, levitón azul abotonado hasta la barba, roseta de oficial de la Legión de Honor, sombrero de alas anchas y bastón de junco.

—¡Vaya! ¿Conque se sabe eso? —dijo Noirtier—. ¿Y por qué no le ha echado la mano?

—Porque ayer le perdió de vista en la esquina de la calle de Coq-Heron.

—¡Cuando yo os digo que es estúpida la policía!

—Sí, pero de un momento a otro puede dar con él.

—Sí, si no estuviese sobre aviso —dijo Noirtier mirando a su alrededor con la mayor calma—; pero como lo está, va a cambiar de rostro y de traje.

Y levantándose al decirlo, se quitó el levitón y la corbata, tomó del neceser de su hijo, que estaba sobre una mesa, una navaja de afeitar, se enjabonó la cara, y con mano firme quitóse aquellas patillas negras que tanto le comprometían.

Su hijo le miraba con un terror que tenía algo de admiración.

Cortadas las patillas, peinóse Noirtier de modo diferente, cambió su corbata negra por otra de color que había en una maleta abierta, su gabán azul cerrado, por otro de su hijo de color claro, observó ante el espejo si le caería bien el sombrero de alas estrechas de Villefort, y dejando el bastón de junco en el rincón de la chimenea donde lo había puesto agitó en su nerviosa mano un ligerísimo junco del cual Villefort se servía para presentarse y andar con desenvoltura, que era una de sus principales cualidades distintivas.

—¿Y ahora crees que me reconocerá la policía? —preguntó volviéndose hacia su estupefacto hijo.

—No, señor —balbuceó el sustituto—. A lo menos, así lo espero.

—Encomiendo a la prudencia —prosiguió Noirtier— estos trastos que dejo aquí.

—¡Oh! Id tranquilo, padre mío —respondió Villefort.

—Ya lo creo. Oye: empiezo a comprender que en efecto puedes haberme salvado la vida; pero, anda, que muy pronto te lo pagaré.

Villefort inclinó la cabeza.

—Creo que os engañáis, padre mío.

—¿Volverás a ver al rey?

—¿Quieres pasar a sus ojos por profeta?

—Los profetas de desgracias no son en la corte bien recibidos, padre.

—Pero a la corta o a la larga se les hace justicia. En el caso de una segunda restauración pasarás por un gran hombre.

—¿Y qué he de decir al rey?

—«Señor, os engañan acerca del espíritu reinante en Francia, y en las ciudades y en el ejército. El que en París llamáis el ogro de Córcega, el que se llama todavía en Nevers el usurpador, se llama ya en Lyón Bonaparte, y el emperador en Grenoble. Os lo imagináis fugitivo, acosado, y en realidad vuela como el águila de sus banderas. Sus soldados, que creéis muertos de hambre y de fatiga, dispuestos a desertar, multiplícanse como los copos de nieve en torno del alud que cae. Partid, señor, abandonad Francia a su verdadero dueño, al que no la ha comprado, sino conquistado; partid, señor, y no porque estéis en peligro, que él es bastante poderoso para no tocaros el pelo de la ropa; sino porque sería una mengua para un nieto de San Luis, deber la vida al hombre de Arcolea, de Marengo de Austerlitz». Dile esto, Gerardo…, o mejor será que no le digas nada. Disimula tu viaje a todo el mundo; no te vanaglories de lo que has venido a hacer, ni de lo que hiciste en París; si has bebido los vientos a la venida, devóralos a la vuelta, entra en tu casa de modo que nadie lo sospeche y en particular sé desde ahora humilde, inofensivo, astuto; porque te juro que obraremos como aquel que conoce a sus enemigos y es fuerte de suyo. Andad, andad, mi querido Gerardo, que con obedecer las órdenes paternales, o mejor dicho, si queréis, con atender a los consejos de un amigo, os sostendremos en vuestro destino. Así podréis —añadió Noirtier sonriendo—, salvarme por segunda vez si la rueda de la fortuna política vuelve a levantaros y a bajarme a mí. Adiós, mi querido Gerardo: en el primer viaje que hagáis, venid a parar en mi casa.

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