Y creyó oír por toda respuesta una risa amarga.
—¡Oh! Soy buen cristiano —exclamó enseguida, adivinando instintivamente que aquel hombre pensaba abandonarle—. Os juro por Cristo que primero consentiré que me maten, que dejar entrever a vuestros verdugos y a los míos un átomo de la verdad; pero, en nombre del cielo, no me privéis de vuestra presencia, no me privéis de vuestra voz, porque, os lo juro, me van abandonando ya las fuerzas… porque me estrellaría contra la pared y tendríais que reprocharos mi muerte.
—¿Qué edad tenéis? Vuestra voz parece la de un joven.
—No sé mi edad a punto fijo, como no sé el tiempo que he pasado aquí. Solamente sé que iba a cumplir diecinueve años cuando me prendieron en 1815.
—No ha cumplido aún veintiséis años —murmuró la voz. A esa edad el hombre no es traidor todavía.
—¡Oh! No, no, os lo juro —repitió Dantés—. Os lo dije, consentiré que me despedacen antes que haceros traición.
—Hicisteis bien en hablarme, hicisteis bien en rogarme, porque ya iba yo a trazar otro plan y a separarme de vos. Pero vuestra edad me tranquiliza; esperadme, que me reuniré con vos.
—¿Cuándo?
—Antes calcularé nuestros recursos: dejad a mi cargo el avisaros.
—Pero no me abandonaréis, no me dejaréis solo, ¿verdad? Os vendréis a reunir conmigo o consentiréis en que vaya a reunirme con vos. Huiremos juntos, y si no podemos huir, hablaremos, vos de las personas a quienes améis, yo de aquellas a quienes amo. Vos debéis de amar a alguien.
—Estoy solo en el mundo.
—Entonces me amaréis a mí. Si sois joven seré vuestro amigo; si viejo, vuestro hijo. Mi padre debe de contar ahora setenta años, si aún vive; yo sólo amaba a él y a una joven llamada Mercedes. Estoy seguro de que mi padre no me ha olvidado; pero ella… sabe Dios si aún piensa en mí. Os amaré como amaba a mi padre.
—Está bien —dijo el preso—. Hasta mañana.
Aunque pocas, el acento de estas palabras convenció a Dantés, que sin hacer ninguna pregunta más se levantó, y tomando para ocultar los escombros las mismas precauciones de otros días, volvió a arrimar su cama a la pared. Desde aquel instante se entregó en cuerpo y alma a su felicidad: ya no estaría solo, quizás iba a ser libre; y lo peor que podría sucederle, si seguía preso, era tener un compañero, y como es sabido, la prisión en compañía es sólo media prisión. Las quejas exhaladas en común son casi oraciones; las oraciones en común son casi himnos de gratitud.
Dantés no hizo en todo el día más que pasear de un extremo al otro de su calabozo, saltándosele el corazón de júbilo, júbilo que en algunos intervalos le ahogaba. Sentábase en la cama, apretándose el pecho con las manos, y al menor ruido que se oía en el corredor lanzábase hacia la puerta; porque una o dos veces le pasó por su imaginación la idea horrible de que le separasen de aquel hombre, a quien ya amaba aún sin conocerle. Entonces tomó una resolución: si el carcelero separaba su cama de la pared, y veía la excavación, y se inclinaba para examinarla, él le asesinaría al punto con la baldosa en que colocaba el cántaro de agua.
Le condenarían a muerte, bien lo sabía; pero ¿no iba él a morir de fastidio y desesperación cuando aquel ruido milagroso le volvió a la vida?
A la noche volvió el carcelero. Dantés estaba acostado, porque le parecía que así ocultaba mejor la excavación. Con ojos muy extrañados debió de mirar sin duda al inoportuno carcelero, porque éste le dijo:
—Vamos, ¿vais a volveros loco otra vez?
Dantés no respondió, porque temía que lo conmovido de su acento le delatase. El carcelero se fue, moviendo la cabeza. Al llegar la noche creyó Dantés que su vecino se aprovecharía del silencio y de la oscuridad para reanudar la conversación; pero nada menos que eso: transcurrió la noche sin que ningún ruido respondiese a su febril ansiedad; pero, por la mañana, después de la visita de costumbre, cuando ya él había separado su cama de la pared, sonaron tres golpecitos acompasados, que le hicieron ponerse apresuradamente de radillas.
—¿Sois vos? —dijo—. ¡Aquí estoy!
—¿Se ha marchado ya el carcelero? —preguntó la voz.
—Sí, y no volverá hasta la noche —contestó Dantés—. Tenemos doce horas a nuestra disposición.
—¿Puedo, pues, trabajar? —preguntó la voz.
—Sí, sí, ¡al instante! ¡Al instante! Yo os lo suplico.
Y en el mismo momento la tierra en que apoyaba Dantés ambas manos, pues tenía la mitad del cuerpo metido en el agujero, vaciló como si le faltara la base. Echóse hacia atrás Dantés, y una porción de tierra y piedras se precipitó por otro agujero que acababa de abrirse debajo del que había abierto él. Entonces, en el fondo de aquel lóbrego antro, cuya profundidad no podía calcularse a primera vista, apareció una cabeza, unos hombros, y un hombre, por último, que salía con bastante agilidad.
D
antés recibió en sus brazos a aquel nuevo amigo, por tanto tiempo esperado, y lo llevó junto a su ventana para que le alumbrase por entero la tenue luz del calabozo.
Era un hombre pequeño de estatura, encanecido más por las penas que por los años, ojos de mirada penetrante ocultos por espesas cejas, también un tanto canas, y de larguísima barba que todavía se conservaba negra. Lo demacrado de su rostro, que surcaban arrugas profundísimas, la línea atrevida de sus facciones, todo en él, en fin, revelaba al hombre más acostumbrado a ejercer las facultades del alma que las del cuerpo. La frente del recién llegado estaba bañada en sudor y en cuanto al traje, era imposible distinguir la forma primitiva, porque se le caía a pedazos. Lo menos representaba sesenta y cinco años, aunque cierto vigor en las acciones.demostraba que tal vez tenía menos edad que la que le hacía representar su prolongado encierro.
Acogió el recién llegado las entusiastas protestas del joven con una especie de agrado, y parecía como si su alma helada reviviese por un instante para confundirse con aquella alma ardiente. Agradecióle, pues, efusivamente su cordialidad, aunque le había causado una impresión muy terrible hallar un segundo calabozo donde creyó encontrar la libertad.
—Veamos primeramente —le dijo— si hay medio de que los carceleros no den con el quid de nuestras entrevistas. Nuestra tranquilidad futura consiste en que ellos ignoren lo que ha pasado.
Y, al decir esto, se inclinó hacia la excavación, y alzando la piedra en vilo, aunque era grande su peso, la volvió a colocar en su sitio.
—Esta piedra ha sido arrancada con poca precaución —dijo al inclinarse—. ¿Tenéis herramientas?
—¿Y vos —le respondió Dantés admirado—, las tenéis acaso?
—He construido algunas. A excepción de lima, tengo todas las que necesito: escoplo, tenazas y palanca.
—¡Oh! Cuánta curiosidad tengo de ver esos productos de vuestra paciencia y de vuestra industria —dijo Dantés.
—Mirad, aquí traigo el escoplo.
Y diciendo esto, le enseñó una hoja de hierro fuerte y aguda: el mango era de madera.
—¿Cómo habéis hecho esto? —le dijo Dantés.
—Con uno de los goznes de mi cama. Con esta herramienta he abierto todo el camino que me condujo aquí: cerca de cincuenta pies.
—¡Cincuenta pies! —exclamó el preso con una especie de terror.
—Hablad más quedo, joven, hablad más quedo. Muchas veces hay detrás de las puertas quien escucha a los presos.
—Saben que estoy solo.
—No importa.
—¿Y decís que habéis cavado cincuenta pies para llegar hasta aquí?
—Tal es, poco más o menos, la distancia que separa mi calabozo del vuestro. Empero, como me faltaban instrumentos de geometría para tirar la escala de proporción, he trazado mal una curva, de modo que en vez de cuarenta pies de elipse he hallado cincuenta. Mi intención, como ya os dije, era salir a la muralla exterior, horadarla también y arrojarme al mar. En vez de pasar por debajo de vuestro calabozo, he costeado el corredor a que sale, lo que hace que todo mi trabajo sea inútil, pues el corredor cae a un patio lleno de centinelas.
—Es verdad —dijo Dantés—, pero ese corredor sólo pertenece a una de las paredes de este calabozo, y éste, como veis, tiene cuatro.
—Desde luego; pero esta pared primera está edificada en la piedra viva: necesitarían para horadarla diez mineros con buenas herramientas diez años: esta otra debe empalmar con los cimientos de las habitaciones del gobernador; saldríamos a las cuevas, que están cerradas con llave: allí nos atraparían. La pared cae…, esperad, esperad…, ¿adónde cae la otra pared?
Esta pared era la del tragaluz por donde entraba la luz. A imitación de las troneras, este respiradero iba estrechándose hasta el fin de un modo tal, que sin contar las tres hileras de hierros, capaces de hacer dormir tranquilo al gobernador más pusilánime, no hubiera podido escaparse ni un niño por allí. Al hacer esta pregunta el recién llegado, arrastró la mesa hasta colocarla debajo del tragaluz.
—Subid —dijo a Dantés.
Dantés obedeció, subió sobre la mesa, y adivinando el intento de su compañero apoyó la espalda en la pared y le alargó ambas manos desde encima de la mesa. Entonces el hombre que se había llamado a sí mismo con el número de su calabozo, y cuyo verdadero nombre ignoraba Dantés aún, con más ligereza que la que su edad hacía presumir, subió del suelo a la mesa, y luego, flexible como un gato o un reptil, de la mesa a las manos de Dantés, y de las manos a las espaldas. De este modo, doblándose extremadamente, porque no le permitía otra cosa el techo del calabozo, pudo meter la cabeza entre la primera fila de hierros y mirar arriba y abajo, retirando al momento la cabeza con mucha prima a la vez que exclamaba:
—¡Oh!, ¡oh! ¡Ya lo sospechaba yo!
Y volvió a bajar a la mesa, y de la mesa saltó al suelo.
—¿Qué sospechabais? —le preguntó ansioso el joven, saltando también.
El anciano se quedó meditabundo.
—Sí —dijo—, eso es… la cuarta pared del calabozo da a una galería exterior, a una especie de ronda por donde pasan patrullas y donde hay centinelas.
—¿Estáis seguro de ello?
—He visto el morrión de un soldado y la boca de su fusil. Me retiré tan pronto por miedo de que él también me viese.
—En resumen… —dijo Dantés.
—Ya veis que es imposible huir por vuestro calabozo.
—¿De modo que…? —preguntó el joven con acento interrogador.
—Conque ¡hágase la voluntad de Dios! —contestó. Y las facciones del anciano se cubrieron de un aspecto de resignación.
Dantés no pudo menos de mirar con extrañeza que rayaba en admiración, a un hombre que con tanta filosofía renunciaba a una esperanza alimentada tantos años.
—¿Queréis decirme ahora quién sois? —le preguntó.
—¡Oh!, sí, como os interese todavía, aunque no pueda ya serviros para nada.
—Podéis servirme de consuelo y de sostén, puesto que me parece sin igual vuestra fortaleza de espíritu.
—Yo soy —dijo el anciano sonriendo tristemente— el abate Faria, preso, como ya sabéis, desde 1811 en el castillo de If; pero antes de esa fecha llevaba ya tres años en la fortaleza de Fenestrelle. En esa fecha me trasladaron del Piamonte a Francia. Supe entonces que el destino, hasta allí su vasallo, había dado un hijo al emperador Napoleón, hijo que en la misma cuna se llamaba ya rey de Roma. Estaba yo entonces muy lejos de sospechar lo que me habéis dicho, a saber: que cuatro años más tarde el coloso se haría pedazos. ¿Quién reina ahora en Francia? ¿Es acaso Napoleón II?
—No; Luis XVIII.
—¿El hermano de Luis XVI? ¡Extraños y misteriosos decretos del Altísimo! ¿Cuál es el objeto de la Providencia haciendo caer al hombre que había elevado, y elevar al que había hecho caer?
Dantés seguía con la vista a aquel hombre que olvidaba un momento su propio destino para ocuparse de tal del mundo.
—Sí, sí —prosiguió—, lo mismo que en Inglaterra. Después de Carlos I, Cromwell; después de Cromwell, Carlos II, y quizá después de Jacobo II, algún pariente, algún príncipe de Orange, algún Statuder que se corone rey, y con él nuevas concesiones al pueblo, y ¡constitución y libertad! Vos lo veréis, joven —dijo volviéndose hacia Dantés, y mirándole con ojos brillantes y profundos, como debían de tenerlos los profetas. Vos lo veréis, puesto que todavía tenéis edad para verlo.
—¡Ay!, si salgo de aquí.
—Justamente —respondió el abate Faria—. Estamos presos aunque hay momentos en que lo olvido y que me creo libre, atravesando mi vista por entre los muros que me encierran.
—Pero ¿por qué estáis preso?
—Por haber soñado en 1807 lo que Napoleón quiso realizar en 1811; porque como él, quise formar con todos esos principados que hacen de Italia un nido de reyezuelos tiránicos y débiles, un imperio compacto y fortísimo; porque creí hallar mi César Borgia en un bobo coronado que aparentó comprenderme para engañarme mejor. Mi proyecto era el de Alejandro VI y el de Clemente VII; siempre fracasará, puesto que ellos lo emprendieron inútilmente, y Napoleón no pudo acabar de realizarlo. No hay duda: ¡Italia está maldita!
El anciano inclinó la cabeza… Dantés no comprendía cómo un hombre puede arriesgar su existencia por semejantes intereses; bien que a decir verdad, si conocía a Napoleón por haberle visto y haberle hablado, en cambio, ignoraba completamente quiénes fuesen Clemente VII y Alejandro VI. Con lo cual fue contagiándose de la creencia de su carcelero, creencia general en el castillo de If, y dijo al anciano:
—¿No sois vos el eclesiástico a quien se cree… enfermo?
—A quien se cree loco, queréis decir, ¿no es verdad?
—No me atrevía —dijo sonriendo Dantés.
—Sí, sí —prosiguió el abate con amarga sonrisa— yo soy el que pasa por loco, soy el que divierte hace tanto tiempo a los huéspedes de este castillo, y el que divertiría a los niños, si los hubiera en esta mansión del duelo sin esperanza.
Quedóse Dantés un momento inmóvil y mudo.
—¿Conque renunciáis a huir? —dijo al cabo.
—Lo reconozco imposible. Es volverse contra Dios intentar lo que Dios no quiere.
—¿Por qué os desanimáis? También es pedir mucho a la Providencia querer a la primera tentativa, de manera que ¿no podéis volver a la excavación por otro lado?
—Pero ¿así habláis de volver? ¿No sabéis lo que ya he hecho? ¿Ignoráis que he necesitado cuatro años pare construir las herramientas que poseo? ¿No sabéis que hace diez años que pico y cavo una tierra tan dura como el granito? ¿Sabéis que he necesitado desencajar piedras que en otro tiempo hubiera yo creído imposible mover; que he pasado días enteros en esa empresa titánica, creyéndome dichoso por la noche con haber minado una pulgada en cuadro de ese vetusto cimiento, que hoy está ya tan duro como la misma piedra? ¿Ignoráis acaso que pare ocultar los escombros que sacaba, he necesitado horadar la bóveda de una escalera, y que en ella los he ido depositando hasta el punto de que hoy no puede ya contener un puñado de polvo más? ¿No sabéis, por último, que ya creía tocar al fin de mi trabajo, que no me quedaban más fuerzas que las precisas pare esto, cuando Dios no solamente lo aleja sino que lo alarga indefinidamente? Así, os repito lo que os dije: nada haré desde ahora pare alcanzar mi libertad, puesto que Dios quiere que por siempre la haya perdido.