El Conde de Montecristo (25 page)

Read El Conde de Montecristo Online

Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

BOOK: El Conde de Montecristo
3.72Mb size Format: txt, pdf, ePub

Un instante después se abrió la puerta, y el carcelero, como siempre, encontró al joven sentado en su cama.

No bien había vuelto la espalda, apenas se perdió en el corredor el ruido de sus pasos, cuando Dantés, lleno de inquietud, sin pensar en la comida, tomó otra vez el camino que siguiera antes, y levantando la baldosa con su cabeza, entró en el calabozo del abate.

Este había recobrado ya el conocimiento, pero seguía tendido inerte sobre su lecho.

—Ya creía no volveros a ver —dijo a Edmundo.

—¿Por qué? —le preguntó el joven—. ¿Pensabais morir?

—No, pero como todo está dispuesto para la fuga, creí que os escaparíais.

La indignación se pintó en el rostro de Dantés.

—¡Sin vos! ¡Me habéis creído capaz de escaparme solo! ¿De veras? —exclamó.

—Ya veo que estaba equivocado —dijo el enfermo—. ¡Qué débil y qué rendido estoy!

—¡Valor! Pronto recobraréis las fuerzas —le dijo Edmundo sentándose junto a la cama y cogiendo una de sus manos.

El abate Faria movió la cabeza:

—La otra vez —le dijo— el ataque me duró una hora, y luego tuve hambre y pude andar solo. Hoy no puedo levantar mi pierna ni mi brazo derecho, y mi cabeza está aturdida, lo que prueba un derrame cerebral. A la tercera vez quedaré enteramente paralítico o tal vez moriré de repente.

—No, no, tranquilizaos; no moriréis. Cuando os dé, si os da, ese tercer ataque, ya estaremos libres, entonces os salvaremos como ahora y mejor que ahora, porque tendremos todos los recursos necesarios.

—Amigo mío —le contestó el anciano—, no os engañéis a vos mismo. La crisis que acabo de pasar me ha condenado a prisión eterna. Para huir es preciso poder nadar.

—Pues bien, esperaremos ocho días, un mes, dos meses si es necesario. En ese intervalo recobraréis vuestras fuerzas. Todo está preparado para nuestra fuga, y hasta podremos elegir la hora y la ocasión que más nos convenga. El día que os sintáis capaz de nadar, aquel mismo día pondremos nuestro proyecto en ejecución.

—Yo jamás podré nadar —dijo Faria—, este brazo está paralítico, y no para un día, sino para siempre. Levantadlo vos mismo y veréis cuánto pesa.

El joven levantó aquel brazo, y volvió a caer inerte por su propio peso.

Edmundo suspiró.

—Ya estáis convencido, ¿no es cierto? —le preguntó Faria—. Creedme, sé bien lo que me digo. Desde que sufrí el primer ataque de este mal, no he dejado un punto de pensar en él. Ya me lo esperaba, porque es hereditario en mi familia. Mi padre murió al tercer ataque, y mi abuelo también. El médico que preparó ese licor, que no es otro que el famoso Cabanis, me predijo la misma suerte.

—¡El médico se engaña! —exclamó Dantés—. Y tocante a la parálisis, no me importa. Cargaré con vos y nadaré llevándoos a la espalda.

—Joven —repuso el abate—, sois marino y nadador, y debéis saber por consiguiente que con tal peso ningún hombre es capaz de nadar cincuenta brazas. Dejad de alucinaros con quimeras, que no puede creer ni vuestro mismo corazón, tan generoso. Yo permaneceré aquí hasta que suene la hora de mi libertad, que será la de la muerte. Vos huid, huid. Sois joven, diestro y fuerte, no os cuidéis de mí, os devuelvo vuestra palabra.

—¡Oh! Entonces —dijo Edmundo—, también yo permaneceré aquí.

Luego, levantándose y extendiendo su mano sobre Faria, añadió solemnemente:

—Por la sangre de Cristo, juro no abandonaros hasta la muerte.

El abate contempló a aquel joven tan noble y sencillo, tan grande, leyendo en sus facciones, animadas con el fuego del entusiasmo más puro, la sinceridad de su afecto y la lealtad de su juramento.

—Lo acepto —contestó—. Gracias.

Y tendiéndole la mano añadió:

—Quizá seréis recompensado por ese afecto tan desinteresado, empero como yo no puedo escaparme y vos no queréis, lo que importa es cegar el subterráneo que hemos hecho debajo de la galería. El soldado puede advertir que el suelo repite el eco de sus pasos, y avisar al gobernador, con lo cual nos descubrirían. Id, pues, a cegarlo vos, ya que desgraciadamente yo no puedo ayudaros. Emplead toda la noche si es preciso, y no volváis a verme hasta mañana después de la visita del carcelero. Entonces acaso tendré que deciros alguna cosa importante.

Dantés estrechó la mano del abate, que el pagó con una sonrisa, y salió de la prisión, obediente y respetuoso, como era en todas ocasiones con su anciano amigo.

Capítulo
XVIII
El tesoro

C
uando Dantés entró a la mañana siguiente en el calabozo de su compañero, le encontró sentado y tranquilo. Iluminándole el único rayo de luz que penetraba por su angosta ventana, tenía en su mano derecha, única de que ya podía servirse, un pedazo de papel, que por haber estado arrollado mucho tiempo conservaba la forma cilíndrica, que sería muy difícil quitarle. El abate se lo enseñó a Dantés, sin decir una palabra.

—¿Qué es esto? —le preguntó el joven.

—Miradlo bien —repuso el abate sonriendo.

—Por más que miro —dijo Dantés—, no veo sino un papel medio quemado, que contiene algunas letras góticas, escritas con una tinta muy extraña.

—Este papel, amigo mío, ya puedo decíroslo todo, puesto que os he probado, este papel es mi tesoro; la mitad os pertenece desde hoy.

Un sudor frío corrió por la frente de Dantés. Hasta entonces, ¡y ya hemos visto cuánto tiempo había transcurrido entonces!, evitó cuidadosamente el hablar a Faria de aquel tesoro, ocasión de su pretendida locura. Con su instintiva delicadeza, no había querido Edmundo herir esta fibra dolorosa; y por su parte Faria también calló, haciéndole tomar aquel silencio por el recobro de la razón, pero ahora sus palabras, justamente después de una enfermedad tan grave, anunciaban que recaía en la locura.

—¿Vuestro tesoro? —balbuceó Dantés.

El abate se sonrió.

—Sí —le dijo—. Vuestro corazón, Edmundo, es noble en todo y de vuestra palidez y vuestro temblor infiero lo que os sucede en este instante. Pero tranquilizaos, que no estoy loco. Este tesoro existe, Dantés, y ya que no he podido poseerlo, vos lo poseeréis. Nadie quiso escucharme ni creerme, teniéndome por loco, pero vos que debéis saber que no lo soy, me creeréis después de lo que voy a deciros. Escuchadme.

—¡Ay! —murmuró Edmundo para sí. Ha vuelto a recaer; esa desgracia me faltaba únicamente.

Luego añadió en alta voz:

—Amigo mío, vuestra enfermedad os habrá fatigado, tal vez. ¿No queréis descansar? Mañana, si os place, me contaréis vuestra historia, pero hoy quiero cuidaros. Además —prosiguió sonriéndose—, un tesoro, ¿qué prisa nos corre?

—¡Mucha! ¡Mucha, Edmundo! —prosiguió el viejo—. ¿Quién sabe si mañana o pasado me dará el tercer ataque? Reflexionad que entonces todo se perdería. Sí, muchas veces he recordado con amargo placer esas riquezas, que harían la felicidad de diez familias, perdidas para esos hombres que no han querido atenderme. Esta idea me servía de venganza, y la saboreaba deliciosamente en la noche de mi calabozo y en la desesperación de mi estado. Mas ahora que por vuestro cariño perdono al mundo, ahora que os veo joven y rico de porvenir, ahora que pienso en la fortuna que puedo proporcionaros con esta revelación, me asusta la tardanza, y temo no dejar seguras en manos de un propietario tan digno como vos, tantas riquezas sepultadas.

Edmundo volvió la cabeza suspirando.

—Persistís en vuestra incredulidad; Edmundo —prosiguió Faria—, mi voz no os ha convencido. Veo que necesitáis pruebas. Pues bien, leed ese papel que a nadie he mostrado aún.

—Mañana, amigo mío —respondió Dantés, rehusando acceder a lo que él creía locura del anciano—. Creí que estaba ya convencido que no hablaríamos de esto hasta mañana.

—No hablaremos hasta mañana, pero leed hoy este papel.

«No lo exasperemos», díjose Dantés.

Y tomando aquel papel, cuya mitad faltaba sin duda por haber sido consumida por algún accidente, leyó:

que puede ascender a dos

manos con corta diferenci

tando la roca vigésima, a c

Este en linea recta. Dos

grutas: el tesoro yace en

segunda. Como a mi úni

clusiva propiedad el refe

25 de abril de 14

—¡Y bien! —dijo Faria cuando el joven acabó su lectura.

—Yo aquí no encuentro —respondió Dantés— sino renglones cortados, palabras sin sentido. El fuego, además, ha puesto ininteligibles las letras.

—Para vos, amigo mío, que las leéis por primera vez, pero no para mí, que he pasado leyéndolas muchas noches de claro en claro, reconstruyendo a mi modo cada frase, y completando cada pensamiento.

—¿Y creéis haber encontrado ese sentido interrumpido?

—Estoy seguro, y vos mismo lo conoceréis, pero ahora escuchad la historia de ese papel.

—¡Silencio! —exclamó Dantés—, oigo pasos… se acercan… me voy… Adiós.

Y Dantés, feliz por haberse librado de la historia y de la explicación que esperaba le confirmasen la desgracia de su amigo, deslizóse ágilmente por el estrecho subterráneo, mientras Faria, con una especie de actividad producida por el terror, colocaba en su sitio la baldosa, dándole con el pie, y cubriéndola con un pedazo de estera, para que no se advirtiese la solución de continuidad que no había podido evitar con la prisa.

Era el gobernador, quien, informado por el carcelero de la enfermedad del abate, venía por sí mismo a asegurarse de su gravedad.

Recibióle Faria sentado, y evitando todo movimiento que pudiera comprometerle, logró ocultar al gobernador la parálisis que había invadido la mitad del cuerpo. Y lo hizo porque temía que el gobernador, compadecido de él, quisiese trasladarle a un calabozo más saludable, separándole de su joven compañero, pero no sucedió así por fortuna, y el gobernador se retiró convencido de que su pobre loco, por quien sentía cierta simpatía en el fondo de su corazón, no tenía más que una ligera indisposición.

En este intervalo, Edmundo, sentado en su cama, con la cabeza entre las manos, procuraba coordinar sus ideas. Todo lo que había visto en Faria desde que le conoció, era tan razonable, tan lógico y tan sublime, que no podía comprender tanta cordura en tantas cosas y la demencia en una sola. ¿Sería que Faria se engañase con esto de su tesoro, o que todo el mundo se equivocase al juzgar a Faria?

Dantés permaneció todo el día en su calabozo sin atreverse a volver al de su amigo. Por este medio esperaba retardar la hora en que adquiriese la certidumbre de la locura del abate. Esta creencia iba a serle muy dolorosa.

Pero, por la noche, después de la visita ordinaria, viendo el anciano que Edmundo no venía, intentó salvar el espacio que los separaba. Edmundo tembló de pies a cabeza al oír los dolorosos esfuerzos que hacía para arrastrarse, porque una de sus piernas estaba paralítica, y el brazo no podía servirle de nada. Edmundo, pues, viose precisado a ayudarle, porque de lo contrario nunca hubiera podido salir por la estrecha boca del subterráneo que daba a su calabozo.

—Aquí me tenéis, persiguiéndoos con tenacidad —díjole con una sonrisa muy benévola—. Sin duda creísteis poder libraros de mi munificencia, pero no será así. Escuchadme, pues.

Edmundo comprendió que ya no le era posible retroceder. Hizo sentar al viejo en su cama, y se colocó a su lado en el banquillo.

—Ya sabéis —dijo el abate— que yo era secretario, familiar y amigo del cardenal Spada, último de los príncipes de este nombre. A aquel prelado dignísimo debo cuanta felicidad haya gozado en mi vida. A pesar de que las riquezas de su familia eran proverbiales, y muchas veces oí decir: «Rico como un Spada», no era rico, pero vivía a costa de esta reputación de riquezas. Así viven de sí mismas casi todas las reputaciones populares. Su palacio fue mi paraíso. Eduqué yo a sus sobrinos, que ya han muerto, y apenas se quedó él solo en el mundo, le pagué en adhesión cuanto había hecho por mí durante diez años.

La casa del Cardenal no tuvo ya secretos de ninguna especie para mí. Muchas veces había yo visto ocupado a monseñor en compulsar los libros antiguos y hojear ávidamente los manuscritos, olvidados entre el polvo del archivo de la familia. Un día que yo le hice ver la inutilidad de sus afanes, pues no conseguía como premio de ellos más que quedarse muy abatido, me miró sonriendo con amargura, y por respuesta abrió un libro, que es la historia de la ciudad de Roma. En el capítulo XX de la vida del papa Alejandro VI, leí las siguientes líneas, que desde entonces no pude olvidar:

Terminadas las tremendas guerras de la Romana, César Borgia, su conquistador, necesitaba dinero para comprar el resto de Italia, y el Papa por su parte necesitaba también dinero para acabar con Luis XII, rey de Francia, que a pesar de sus últimos reveses era un enemigo poderoso todavía. Resolvieron, pues, de común acuerdo, hacer un buen negocio, lo que era muy difícil en aquella pobre Italia, exhausta de recursos.

Su Santidad concibió una idea muy feliz. Determinó crear dos cardenales.

Al nombrar dos grandes personajes en Roma, es decir, a dos de los más ricos, hacía a la vez Su Santidad dos buenos negocios: primera mente podía vender los altos cargos y los magníficos empleos que aquellos dos cardenales poseían, y podía aprovecharse, en segundo lugar, del subido precio a que los dos capelos se venderían. Otra tercera especulación resultaba de esto, que podremos conocer muy pronto.

Al momento encontraron el Papa y César Borgia sus futuros cardenales. Uno era Juan Rospigliosi, que ostentaba las más altas dignidades de la Santa Sede, y el otro César Spada, uno de los romanos más notables y más ricos. Uno y otro podían apreciar en su verdadero valor el precio de semejante favor papal. Los dos eran ambiciosos.

En cuanto ellos aceptaron, encontró César Borgia compradores para sus empleos. La consecuencia de esto fue que Rospigliosi y Spada pagaron por ser cardenales, y otros ocho pagaron también por ser lo que eran los cardenales antes de su creación. Ochocientos mil escudos ingresaron en las arcas papales.

Finalmente, ya es tiempo que pasemos a la última parte de la especulación. Rospigliosi y Spada se vieron colmados de halagos por el Papa, que habiéndoles conferido por sí mismo las insignias del cardenalato, estaba seguro de que ellos, por demostrar dignamente su gratitud, realizarían toda su fortuna para fijar en Roma su residencia. Así en efecto sucedió, y el Papa y César Borgia los convidaron a comer.

Other books

Foolproof by Diane Tullson
To Dance with a Prince by Cara Colter
Unleashed by Jessica Brody
the Last Run (1987) by Scott, Leonard B
The Jewels of Warwick by Diana Rubino
The Middle of Everywhere by Monique Polak
Sky Run by Alex Shearer