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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

El Conde de Montecristo (105 page)

BOOK: El Conde de Montecristo
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—Ya veis que no trato de ocultarme…

—¡Dichoso tú! Yo quisiera decir otro tanto; yo sí, me oculto, sin contar con que temía que no me conocieses; pero, felizmente, me has reconocido —añadió Caderousse con una sonrisa maligna—, ¡eres un buen muchacho!

—Veamos —dijo Andrés—, ¿qué es lo que necesitáis?

—¿No me tuteas ya? ¡Haces mal, Benedetto, a un antiguo camarada…!, ten cuidado, o harás que me vuelva exigente.

Esta amenaza apaciguó la cólera del joven, que, habiéndose levantado un aire violento, puso su caballo al trote.

—Haces mal, Caderousse —dijo—, en tratar así a un antiguo compañero, como decías hace poco; tú eres marsellés, yo soy…

—¿Sabes tú lo que eres…?

—No, pero he sido educado en Córcega; tú eres viejo y terco, yo soy joven y testarudo. Entre personas como nosotros, la amenaza es cosa mala, y no se debe abusar; ¿tengo yo la culpa si la fortuna que sigue siéndote adversa, me favorece a mí ahora?

—De modo que es buena lo fortuna, ¿eh? ¿Y ése no es tílbury prestado, ni tus vestidos son tampoco prestados? Bueno, ¡tanto mejor! —dijo Caderousse cuyos ojos brillaron de codicia.

—¡Oh!, bien lo ves y bien lo sabes, cuando lo acercaste a mí —dijo Andrés animándose cada vez más—. Si yo llevase un pañuelo como el tuyo en mi cabeza, un chaquetón grasiento sobre mis hombros, tampoco tú me reconocerías a mí.

—Es decir, que me desprecias, y haces mal; ahora que lo he encontrado, nada me impide ir bien vestido, puesto que conozco lo buen corazón; si tienes dos vestidos me darás uno; yo lo daba antes mi ración de sopa y de albaricoques cuando tenías mucha hambre.

—Es cierto —dijo Andrés.

—¡Qué apetito tenías! ¿Sigues teniéndolo tan bueno?

—Sí, siempre —dijo Andrés riendo.

—¡Qué bien habrás comido en casa de este príncipe de donde sales!

—No es un príncipe, es sólo conde.

—¡Un conde!, pero rico, ¿no?

—Sí, ¡pero es un hombre muy raro!

—Nada tengo yo que ver con tu conde, contigo solamente es con quien yo tengo mis proyectos, y después lo dejaré en paz. Pero —añadió Caderousse con aquella sonrisa maligna que ya había brillado en sus labios—, pero es menester que me des algo para eso, ya comprendes.

—Veamos: ¿cuánto lo hace falta?

—Yo creo que con cien francos al mes…

—¡Y bien!

—Viviría.

—¿Con cien francos?

—Pero mal, ya me entiendes, pero con…

—¿Con…?

—Ciento cincuenta francos, sería muy feliz.

—Aquí tienes doscientos —dijo Andrés.

Y entregó a Caderousse diez luises de oro.

—Está bien —dijo Caderousse.

—Preséntate en casa del portero todos los días primeros de mes y lo entregarán otro tanto.

—Bueno: ¡eso es humillarme!

—¿Cómo?

—Ya me obligas a tener que andar metido con lo gente; nada, nada, yo no quiero tratar con nadie más que contigo.

—¡Pues bien!, sea así, pídemelo a mí todos los días primeros del mes; mientras tenga yo mi renta, tú tendrás la tuya:

—¡Vamos! ¡Vamos!, ya veo que no me había equivocado, eres un buen muchacho, y es una felicidad que la fortuna se muestre propicia con la gente de lo ralea, vaya, cuéntame tus aventuras.

—¿Para qué quieres saber eso? —preguntó Cavalcanti.

—¡Bueno! ¡Ya vuelves a desconfiar!

—No; ¡he encontrado a mi padre…!

—¡Un verdadero padre!

—¡Diantre!, mientras pague…

—Tú creerás y honrarás, es justo. ¿Cómo llamas a tu padre?

—El mayor Cavalcanti.

—¿Y está contento de ti?

—Hasta ahora, así parece.

—¿Y quién ha hecho encontrar a ese padre?

—El conde de Montecristo.

—¿Es el conde en cuya casa has estado?

—Sí.

—Vamos, chico, procura colocarme en su casa, diciéndole que soy un pariente tuyo.

—Bien, le hablaré de ti; mientras tanto, ¿qué vas a hacer?

—¡Yo!

—Sí, tú.

—¡Qué bueno eres, que lo preocupas por mí!

—Me parece que, puesto que tú lo interesas por mí —repuso Andrés—, yo debo también tomar algunos informes.

—Es justo… Voy a alquilar un cuarto en una casa honrada, cubrirme con un traje decente, afeitarme todos los días, y después iré a leer los periódicos al café. Por la noche entraré en algún teatro y pareceré un panadero retirado, éste es mi sueño.

—Vamos, no está mal. Si quieres poner en práctica ese proyecto, y obrar con prudencia, todo lo saldrá bien.

—Y tú qué vas a ser…, ¿par de Francia?

—¡Oh! —dijo Andrés—, ¿quién sabe?

—El mayor Cavalcanti lo es tal vez… pero…

—Déjate de política, Caderousse… Y ahora que tienes lo que quieres y que estamos a punto de llegar, apéate y esfúmate.

—¡No, no, amigo!

—¿Cómo que no?

—Pero reflexiona, muchacho: con un pañuelo encarnado en la cabeza, casi sin zapatos, sin pasaporte y con doscientos francos en el bolsillo, me detendrían sin duda en la barrera. Entonces me vería obligado, para justificarme, a decir que tú me habías dado estos diez napoleones de oro; de aquí resultarían los informes, las pesquisas; averiguarían que me había escapado de Tolón y me llevarían de brigada en brigada a las orillas del Mediterráneo. Volvería a ser el número 106, y ¡adiós mi sueño de querer pasar por un panadero retirado! No, hijo mío, prefiero quedarme y vivir honradamente en la capital.

Andrés frunció el entrecejo; una idea sombría pasó por su mente. Se detuvo un instante, arrojó una mirada a su alrededor, y cuando su mirada acababa de describir el círculo investigador, su mano descendió inocentemente hacia su bolsillo, donde empezó a acariciar la culata de una pistola.

Pero mientras tanto Caderousse, que no perdía de vista a su compañero, llevaba sus manos detrás de su espalda y sacaba poco a poco un cuchillo que llevaba siempre consigo por lo que pudiera suceder.

Los dos amigos, como se ha visto, eran dignos de comprenderse, y se comprendieron; la mano de Andrés salió inofensiva de su bolsillo y se dirigió a su bigote, que acarició durante cierto rato.

—¡El bueno de Caderousse! —dijo—; ¿de modo que ahora vas a ser feliz?

—Haré todo lo posible —respondió el posadero del puente de Gard, introduciendo el cuchillo en su manga.

—Vamos, vamos, entremos en París. ¿Pero cómo vas a arreglártelas para pasar la barrera sin despertar sospechas? Yo creo que más lo expones yendo en carruaje que a pie.

—Espera —dijo Caderousse—, ahora verás.

Cogió el capote que el
groom
había dejado en su asiento, lo echó sobre sus hombros, se apoderó después del sombrero de Cavalcanti y se lo puso. Entonces afectó la postura de un lacayo cuyo amo va conduciendo el carruaje.

—Y yo —dijo Andrés— me voy a quedar con la cabeza descubierta.

—¡Psch! —dijo Caderousse—; hace tanto aire, que muy bien puede haberte llevado el sombrero.

—Vamos —dijo Andrés—, y acabemos de una vez.

—¿Qué es lo que lo detiene? No soy yo, según creo.

—¡Silencio! —dijo Cavalcanti.

Atravesaron la barrera sin incidente alguno.

En la primera travesía, Andrés detuvo su caballo, y Caderousse se bajó del tílbury.

—¡Y bien! —dijo Andrés—, ¿y el capote de mi lacayo, y mi sombrero?

—¡Ah! —respondió Caderousse—, tú no querrás que vaya a resfriarme, ¿verdad?

—¿Pero y yo?

—Tú eres joven, al paso que yo empiezo ya a envejecer; hasta la vista, Benedetto.

Dicho esto, dirigióse a una callejuela, por donde desapareció.

—¡Ay! —dijo Andrés arrojando un suspiro—, ¡no puede uno ser completamente feliz en este mundo!

Capítulo
XII
Una escena conyugal

E
n la plaza de Luis XV, los tres jóvenes se habían separado, es decir, que Morrel tomó por los bulevares; Château-Renaud, por el puente de la Revolución, y Debray siguió a lo largo del muelle.

Morrel y Château-Renaud, según toda probabilidad, se dirigieron cada cual a su casa: pero Debray no imitó su ejemplo.

Así que hubo llegado a la plaza del Louvre, echó hacia la izquierda, atravesó el Carrousel al trote largo, se metió por la calle de San Roque, desembocó en la de Michodiere, y llegó a la puerta de la casa del señor Danglars, justamente en el momento en que la carretela del señor Villefort, después de haberlos dejado a él y a su mujer en el barrio de Saint-Honoré, se detenía para dejar a la baronesa en su casa.

Debray, conocido ya de la casa, entró primeramente en el patio, entregó la brida a un criado, y volvió a la portezuela para recibir a la señora Danglars, a la cual ofreció el brazo para volver a sus habitaciones. Una vez cerrada la puerta, y la baronesa y Debray en el patio:

—¿Qué tenéis, Herminia —dijo Debray—, y por qué os indispusisteis tanto al oír aquella historia o más bien aquella fábula que contó el conde?

—Porque esta tarde ya me encontraba muy mal, amigo mío —dijo la baronesa.

—No, no, Herminia —dijo Debray—, no me haréis creer eso. Estabais perfectamente cuando fuisteis a la casa del conde. El señor Danglars era el único que estaba un poco cabizbajo, es verdad, pero yo sé el caso que vos hacéis de su malhumor; ¿os han hecho algo? Contádmelo; bien sabéis que no sufriré nunca que os causen algún pesar.

—Os engañáis, Luciano, os lo aseguro —repuso la señora Danglars—, y no ha habido más que lo que os he dicho; estaba de mal humor, sin saber yo siquiera la causa.

Era evidente que la señora Danglars se hallaba bajo la influencia de una de esas irritaciones nerviosas de las que apenas pueden darse cuenta a sí mismas las mujeres, o que, como había adivinado Debray, había experimentado alguna conmoción oculta que no quería confesar a nadie; a fuer de hombre acostumbrado a conocer el talante de las mujeres, no insistió más, esperando el momento oportuno, ya sea para una nueva interrogación o para una confesión
motu propio
.

La baronesa encontró en la puerta de su cuarto a Cornelia.

Cornelia era la camarera de confianza de la baronesa.

—¿Qué hace mi hija? —preguntó la señora Danglars.

—Ha estado estudiando toda la tarde —respondió Cornelia—, y luego se ha acostado.

—Creo que oigo su piano.

—Es la señorita Luisa de Armilly que está tocando, mientras que la señorita está en la cama.

—Bien —dijo la señora Danglars—; venid a desnudarme.

Entraron en la alcoba. Debray se recostó sobre un sofá, y la señora Danglars pasó a su gabinete de tocador con Cornelia.

—Querido Luciano —dijo la señora Danglars a través de la puerta del gabinete—, ¿os seguís quejando aún de que Eugenia no os dispensa el honor de dirigiros la palabra?

—Señora —dijo Luciano jugando con el perrito americano de la baronesa, el cual, reconociéndole por amigo de la casa, le hacía mil caricias—; no soy yo el único que os da esas quejas, y creo haber oído a Morcef quejarse a vos el otro día de que no podía sacar una palabra siquiera a su futura esposa.

—Es cierto —dijo la señora Danglars—, pero yo creo que una de estas mañanas cambiará todo eso, y veréis entrar en vuestro gabinete a Eugenia.

—¿En mi gabinete?

—Es decir, en el del ministro.

—¿Para qué?

—Para pediros que la contratéis en la ópera; ¡oh!, nunca he visto tal pasión por la música, ¡es ridícula esa afición en una persona de mundo!

Debray se sonrió.

—Pues bien —dijo—; que vaya con el consentimiento del barón y con el vuestro, y la contrataré, aunque somos muy pobres para pagar un talento tan notable como el suyo.

—Podéis marcharos, Cornelia, ya no os necesito —dijo la señora Danglars.

Cornelia desapareció y un instante después la señora Danglars salió de su gabinete con un negligé encantador y fue a sentarse al lado de Luciano.

Quedóse un momento pensativa, acariciando a su perrito.

Luciano la miró un instante en silencio.

—Veamos, Herminia —dijo al cabo de un rato—, responded francamente, tenéis un pesar, ¿no es así?

—No, ninguno —respondió la baronesa.

Y sin embargo parecía sofocada; levantóse, procuró respirar y fue a mirarse a un espejo.

—Esta noche estoy terrible —dijo.

Debray se levantó sonriendo, para desengañar a la baronesa, cuando de repente se abrió la puerta. Danglars entró en la habitación y Debray se volvió a sentar. Al ruido que la puerta produjo al abrirse, se volvió la señora Danglars, y miró a su marido con un asombro que no trató de disimular.

—Buenas noches, señora —dijo el banquero—; buenas noches, señor Debray.

Sin duda creyó la baronesa que esta visita imprevista significaba una especie de deseo de reparar las palabras amargas que se le escaparon al barón durante aquella tarde.

Adoptó un aire de dignidad, y volviéndose hacia Luciano, sin responder a su marido:

—Leedme algo, señor Debray —le dijo.

Debray, a quien esta visita inquietara algún tanto de momento, recobró su calma al observar la de la baronesa, y extendió la mano hada un libro abierto.

—Perdonad —le dijo el banquero—, pero os vais a fatigar, baronesa, velando hasta tan tarde; son las once, y el señor Debray vive bastante lejos.

Debray se quedó estupefacto, no porque el tono con que el banquero dijera estas palabras dejase de ser sumamente cortés y tranquilo, sino porque a través de esta cortesía y de esta tranquilidad, percibía un vivo deseo de parte del banquero por contrariar aquella noche la voluntad de su mujer…

La baronesa se quedó tan asombrada, y manifestó su asombro por una mirada tal, que sin duda hubiera dado que pensar a su marido si éste no hubiera tenido los ojos fijos en un periódico.

Así, pues, esta mirada tan terrible fue lanzada al vacío, y quedó completamente sin efecto.

—Señor Luciano —dijo la baronesa—, debo deciros que me siento sin ganas de dormir esta noche, tengo mil cosas que contaros, y vais a pasarla escuchándome, aunque para ello tuvieseis que dormir en pie.

—Estoy a vuestras órdenes, señora —respondió Luciano con flema.

—Querido señor Debray —dijo el banquero a su vez—, no os incomodéis en escuchar ahora las locuras de la señora Danglars, porque tendréis tiempo de escucharlas mañana; pero esta noche la consagraré yo, si así me lo permitís, a hablar con mi mujer de graves asuntos.

El golpe iba tan bien dirigido esta vez, y caía tan a plomo, que dejó aturdidos a Debray y a la señora Danglars; ambos se interrogaron con la mirada como para buscar un recurso contra aquella agresión; pero el irresistible poder del dueño de la casa triunfó, y el marido ganó la partida.

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