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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

El Conde de Montecristo (109 page)

BOOK: El Conde de Montecristo
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»¿En qué había yo pensado desde que recobré el conocimiento? Siempre en la misma cosa, siempre en aquel cadáver del niño que en mis sueños se elevaba del seno de la tierra y se me aparecía amenazándome con su gesto y su mirada; así, pues, apenas estuve de vuelta en París me informé, la casa no había sido habitada desde que salimos de ella, pero acababa de ser alquilada por nueve años. Fui a ver al inquilino, fingí tener un gran deseo de no ver pasar a manos extrañas aquella casa que pertenecía al padre y a la madre de mi mujer; ofrecí una indemnización por que rescindiesen la escritura de arrendamiento; me pidieron seis mil francos, yo hubiera dado diez mil, veinte mil. Los tenía en mi mano; hice firmar enseguida y delante de mí el permiso, y apenas me lo entregaron, partí a galope con dirección a Auteuil. Nadie había entrado en la casa desde que yo había salido de ella.

»Eran las cinco de la tarde, subí a la alcoba de damasco encarnado, y esperé a que se hiciera de noche.

»Allí se presentó a mi imaginación todo lo que me había ocurrido.

»El mes de noviembre tocaba a su fin; todo el verdor del jardín había desaparecido.

»Los árboles se asemejaban a esqueletos con brazos descarnados, y oíase el crujir de las hojas secas a cada paso mío…

»Era tal mi espanto, que al acercarme al árbol, saqué mi pistola y la monté.

»Siempre creía ver aparecer a través de las camas la figura amenazadora del corso…

»Dirigí la luz de mi linterna al árbol: no había nadie…

»Miré en derredor; me hallaba completamente solo…

»Ningún ruido turbaba el silencio de la noche, salvo el lúgubre canto de la lechuza que parecía evocar los fantasmas de la noche.

»Coloqué mi linterna en el suelo, en el mismo sitio donde la colocara un año antes para cavar la fosa.

»La hierba había brotado más espesa hacia aquel punto en el otoño, y nadie se había cuidado de arrancarla. Sin embargo había un sitio en que no había casi nada: era evidente que allí fue donde le enterré. Así pues, puse manos a la obra.

»¡Al fin había llegado aquella hora tan esperada hacía un año!

»Seguía trabajando, creyendo sentir una resistencia cada vez que dejaba caer el azadón, ¡pero nada!, y no obstante hice un hoyo dos veces mayor que el primero. Creí haberme equivocado de sitio; miré los árboles, procuré reconocer los detalles que se habían quedado grabados en mi imaginación; una brisa fría y aguda silbaba a través de las camas despojadas de sus hojas, y, sin embargo, mi frente estaba bañada en sudor. ¡Recordé haber recibido la puñalada en el momento de estar apisonando la tierra para volver a cubrir la fosa! Haciendo esta operación, me apoyé contra un sauce; detrás de mí había una roca artificial destinada a servir de banco a los paseantes, porque al dejar caer la mano, sentí el frío de aquella piedra; a mi derecha estaba el sauce, detrás de mí, la roca. Caí aniquilado sobre la piedra, me volví a levantar, y me puse a ensanchar el agujero; nada, siempre nada; el cofre no estaba allí».

—¡No estaba el cofre! —murmuró la señora Danglars sofocada por el espanto.

—No creáis que me limité a esta sola tentativa —continuó Villefort—; no: registré perfectamente todo aquel lugar; yo pensaba que el asesino, habiendo desenterrado el cofre y creyendo que era un tesoro, querría apoderarse de él y se lo llevó; dándose cuenta después de su error, haría a su vez otro hoyo donde lo depositase, pero nada.

»Aquel corso que había jurado vengarse, que me había seguido de Nimes a París, aquel corso, que estaba escondido en el jardín, que me había herido, me había visto cavar la fosa, me había visto enterrar al niño, podía conoceros, tal vez os conocía… ¿No podía hacer pagar algún día el secreto de aquella terrible escena? ¿No sería una venganza más dulce para él, cuando se enterase de que yo no había muerto de su puñalada? ¡Era, pues, urgente que antes de nada hiciese yo desaparecer las huellas de aquel pasado, destruyese todo vestigio material; demasiada realidad había en mi imaginación y en mis recuerdos!

»Por esto había anulado la escritura de arrendamiento, por esto había ido al jardín, por esto esperaba.

»Llegó la noche, dejé que transcurrieran varias horas; yo es taba sin luz en aquel cuarto, donde las ráfagas de viento hacían temblar las vidrieras y las puertas, detrás de las cuales creía yo ver siempre emboscado algún espía; de vez en cuando, me estremecía, me parecía oír detrás de mí vuestros lastimeros quejidos, y no me atrevía a volverme.

»Mi corazón latía en silencio, y yo lo sentía latir tan violentamente que temía volviese a abrirse mi herida; al fin fueron extinguiéndose, uno tras otro, todos esos diversos ruidos del cameo.

»Conocí que no tenía nada que temer, que no podía ser visto ni oído, y me decidí a bajar.

»Escuchad, Herminia —prosiguió Villefort—, me considero tan valiente como el que más, pero cuando saqué de mi pecho aquella llavecita de la escalera, aquella llave a la que tanto cariño profesábamos, cuando abrí la puerta, cuando a través de las ventanas vi el pálido reflejo de la luna caer sobre los escalones en espiral como una ráfaga blanca parecida a un espectro, me apoyé en la pared y estuve a punto de gritar.

»¡Creí volverme loco!

»Al fin supe dominar mis nervios.

»Bajé la escalera, escalón por escalón: lo único que no pude contener fue un extraño temblor en las rodillas. Me agarré al pasamanos, puesto que si le suelto un instante habría rodado por la escalera.

»Llegué a la puerta que está al pie de la escalera; un azadón estaba apoyado contra la misma. Lo cogí y me adelanté hacia la alameda que está enfrente de la puerta. Yo llevaba una linterna sorda; me detuve en mitad de la plazoleta para encenderla y enseguida continué mi camino.

Después me ocurrió la idea de que tal vez no habría tomado tantas precauciones y lo habría arrojado a algún rincón. Así, pues, para cerciorarme de ello, tenía que esperar a que llegase el día: volví a la alcoba y esperé.

—¡Oh! ¡Dios mío!

—Cuando amaneció, bajé de nuevo. Mi primera visita fue al árbol; esperaba encontrar en él algunas señales que me hubieran pasado inadvertidas durante la oscuridad. Yo había levantado la tierra sobre una superficie de más de veinte pies cuadrados y sobre una profundidad de más de dos pies. Apenas hubiera sido suficiente un día a un jornalero para lo que yo había hecho en una hora. Nada, no vi absolutamente nada.

»Entonces me puse a buscar el cofre por donde yo había supuesto que tal vez estaría. Por lo tanto, me dirigí al camino que conducía a la puerta de salida; pero esta nueva investigación fue tan inútil como la primera, y me volví al árbol con el corazón oprimido».

—¡Oh! —exclamó angustiada la señora Danglars—, ¡era para volverse loco…!

—Es lo que por un momento pensé que iba a ocurrirme; pero no tuve esa dicha; sin embargo, reuniendo mis fuerzas y por consiguiente mis ideas:

«¿Para qué se habrá llevado ese hombre el cadáver?», me pregunté a mí mismo.

—Vos mismo lo habéis dicho —repuso la señora Danglars—; para tener una prueba.

—No, señora, no podía ser así; no se guarda un cadáver un año; se le muestra a un magistrado y se le hace una declaración. Ahora, pues, nada de esto había sucedido.

—¿Entonces…? —inquirió Herminia, anhelante.

—Entonces hay una cosa más terrible, más fatal, más espantosa para nosotros: que el niño estaba vivo tal vez y que el asesino le salvó la vida.

La señora Danglars lanzó un grito terrible, y agarrando las dos manos de Villefort:

—¡Mi hijo estaba vivo! —exclamó—; ¡enterrasteis vivo a mi hijo, caballero! ¡No teníais seguridad de que estaba muerto, y le habéis enterrado…! ¡Ah…!

La señora Danglars se había levantado y estaba en pie delante del procurador del rey, cuyas manos estrechaba entre las suyas con ademán amenazador.

—¿Qué sé yo? Os digo esto como podría deciros otra cosa —respondió Villefort con una mirada que indicaba que aquel hombre tan poderoso estaba rozando… los límites de la desesperación y de la locura.

—¡Ah! ¡Hijo mío! ¡Pobre hijo mío! —exclamó la baronesa, cayendo sobre su silla y ahogando en su pañuelo los sollozos.

Villefort volvió en sí, y comprendió que, para aplacar la tempestad maternal que le amenazaba, era preciso comunicar a la señora Danglars el terror que él mismo experimentaba.

—Ya podéis figuraros que si es así —dijo levantándose y acercándose a la señora Danglars para hablarle en voz más baja—, estamos perdidos. Ese niño vive, alguien lo sabe, y alguien sabe nuestro secreto, y teniendo en cuenta que Montecristo habla delante de nosotros de un niño desenterrado, siendo así que este niño no estaba, él es quien posee el secreto.

—¡Dios! ¡Dios justo! ¡Dios vengador! —murmuró la baronesa.

Villefort no respondió más que con una especie de rugido.

—¿Pero ese niño, ese niño, caballero? —repuso aquélla con obstinación.

—¡Oh! ¡Cuánto le he buscado! —prosiguió Villefort retorciéndose bs brazos—. ¡Cuántas veces le he llamado en mis largas noches de insomnio! ¡Cuántas veces he deseado una riqueza real para comprar un millón de secretos a un millón de hombres, y para encontrar mi secreto entre los suyos! En fin, un día que por centésima vez tomaba mi azadón, me pregunté por la centésima vez, ¿qué podía haber hecho el corso con el niño? Un recién nacido estorba mucho a un fugitivo; ¡tal vez, al reparar que estaba vivo, lo habría arrojado al río!

—¡Oh, imposible! —exclamó la señora Danglars—; se asesina a un hombre por venganza; ¡pero no se ahoga a un niño a sangre fría!

—Tal vez —continuó Villefort—, ¿lo habría puesto en el torno de la inclusa?

—¡Oh!, sí, sí —exclamó la baronesa—, ¡mi hijo está allí, caballero!

—Corrí al hospicio, y me enteré de que aquella noche misma, la del 20 de septiembre, había sido depositado un niño en el torno; estaba envuelto en la mitad de una toalla de tela fina, cortada con intención. Esta mitad de toalla llevaba la parte de una corona de barón y la letra H.

—¡Eso es!, ¡eso es! —exclamó la señora Danglars—, toda mi ropa estaba marcada así; el señor de Nargonne era barón y yo me llamo Herminia. ¡Gracias, Dios mío! ¡Mi hijo no había muerto!

—No, no había muerto.

—¡Y me lo decís así! ¿Sin temor de matarme de alegría, caballero? ¿Dónde está, dónde está mi hijo?

Villefort se encogió de hombros.

—¿Lo sé yo acaso? —dijo—; ¿y creéis que si lo supiera os haría sufrir todas estas pruebas? ¡No!, ¡ay!, no lo sé. Me informaron de que una mujer fue a reclamarlo hacía seis mes es con la otra mitad de la toalla, y habiendo presentado todas las garantías que exige la ley, se lo entregaron.

—Pero vos debíais haberos informado de aquella mujer, debíais haberla descubierto.

—¿Y qué es lo que creéis que hice, señora? Fingí una instrucción criminal, y empleé todos los medios de la policía para descubrirla. Siguieron sus huellas hasta Chalons, en donde las perdieron.

—¿Las perdieron?

—Sí, las perdieron para siempre.

La señora Danglars había escuchado esta relación sin proferir un grito, sin derramar una lágrima, pero al llegar a este punto no pudo contenerse y rompió en amargo llanto.

—¿Y no habéis hecho más? —dijo—. ¿Os habéis limitado únicamente a eso…?

—¡Oh!, no —dijo Villefort—, jamás he cesado de averiguar, de buscar, de informarme. Sin embargo, hacía unos cuantos años que habían cesado mis pesquisas. Pero hoy voy a volver a empezar con más perseverancia y encarnizamiento que nunca, y triunfaré, porque no es sólo la conciencia la que me remuerde y la que me impele, es el miedo.

—Pero el conde de Montecristo —replicó la señora Danglars— no sabe nada; si así no fuera, no obraría como lo hace, es decir, que haría su declaración.

—¡Oh!, ¡la maldad de los hombres es muy profunda! —dijo Villefort—, puesto que es más profunda que la bondad de Dios. ¿Habéis notado las miradas de aquel hombre mientras nos hablaba?

—No.

—¿Pero le habéis examinado detenidamente?

—Sin duda es extraño, pero nada más; una cosa me ha admirado notablemente, y es que de toda aquella exquisita comida que nos ofreció, él no probó ningún plato.

—Sí, sí —dijo Villefort—, también yo lo he notado. Si yo hubiera sabido lo que sé ahora, no hubiera probado tampoco ningún plato; hubiera creído que nos había querido envenenar.

—Y os hubierais engañado, como veis.

—Sí, sin duda; pero, creedme, ese hombre lleva otras intenciones; por esto he querido veros, por esto os he pedido una conferencia, por esto he querido preveniros contra todo el mundo, pero contra él sobre todo. Decidme —continuó Villefort, fijando más profundamente sus ojos en la baronesa—; ¿no habéis hablado a nadie de nuestras relaciones?

—Jamás, a nadie.

—Me comprendéis —replicó afectuosamente Villefort—, cuando digo a nadie, perdonadme esta insistencia, a nadie en el mundo, ¿no es verdad?

—¡Oh!, sí, sí, comprendo muy bien —dijo la baronesa sonrojándose—; nunca, os lo juro.

—¿No acostumbráis escribir por la noche lo que hacéis durante el día? ¿No escribís vuestro diario?

—¡No!, mi vida es arrastrada por la frivolidad; yo misma me olvido luego de lo que hago.

—¿No soñáis en voz alta, al menos, que sepáis?

—Tengo un sueño de niño…, ¿no os acordáis?

Sonrojóse la baronesa, y el rostro de Villefort se cubrió de una viva palidez.

—Es verdad —dijo en voz tan baja que apenas se oyó.

La baronesa inquirió:

—¿Y bien?

—¡Y bien!, comprendo lo que tengo que hacer —respondió el procurador del rey—; antes de ocho días sabré quién es el conde de Montecristo, de dónde viene, adónde va, y por qué habla delante de nosotros de niños desenterrados en su jardín.

Villefort dijo estas palabras con un acento que hubiera hecho estremecer al conde si hubiera podido oírlas.

Estrechó después la mano, que la baronesa vacilaba en darle, y la condujo con respeto hasta la puerta.

La señora Danglars tomó otro coche de alquiler que la condujo al Puente Nuevo, cerca del cual encontró su carruaje y su cochero, que la esperaba durmiendo apaciblemente sobre el pescante.

Capítulo
XV
Un baile de verano

E
l mismo día, a la hora en que la señora Danglars acudía a la cita que hemos referido en el despacho del señor de Villefort, un coche de viaje, entrando por la calle Helder, atravesaba la puerta de la casa número 27, y se detenía en el patio.

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