El Conde de Montecristo (107 page)

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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

BOOK: El Conde de Montecristo
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Desde las doce, hasta las dos, Danglars había permanecido en su gabinete, abriendo su correspondencia, trabajando en las operaciones, y recibiendo entre otras visitas la del mayor Cavalcanti, que, siempre tan risueño y tan puntual, se presentó a la hora anunciada para terminar su negocio con el banquero.

Al salir de la Cámara, Danglars, que dio algunas muestras de agitación durante la sesión, y había hablado más que ningún otro en contra del ministerio, volvió a montar en su carruaje, y dio al cochero la orden de conducirle al número 30 de la calle de los Campos Elíseos.

Le dijeron que el señor de Montecristo estaba en casa, pero que tenía una visita, y suplicaba al señor Danglars que esperase un instante en el salón.

Mientras el banquero esperaba, la puerta se abrió, y vio entrar a un hombre vestido de abate que, en lugar de esperar como él, más familiar en su casa, le saludó, entró en las habitaciones interiores y desapareció.

Un instante después, la puerta por donde había entrado el abate se volvió a abrir y Montecristo apareció en el salón.

—Perdonad, querido barón —dijo el conde—, pero uno de mis mejores amigos, el abate Busoni, a quien habréis visto pasar, acaba de llegar a París; hacía mucho tiempo que estábamos separados, y no he tenido valor para dejarle tan pronto; espero que me dispensaréis haberos hecho esperar.

—¡Cómo! —dijo Danglars—; yo soy el indiscreto por haber elegido un momento tan malo, y voy a retirarme.

—Al contrario, sentaos; ¡pero Dios mío!, ¿qué tenéis?, parecéis disgustado, me asustáis; un capitalista apesadumbrado es lo mismo que los cometas, presagia siempre una desgracia más en el mundo.

—No parece sino que la rueda de la fortuna ha cesado estos días de rodar para mí —dijo Danglars—; pues he recibido una siniestra noticia.

—¡Ah! ¡Dios mío! —dijo Montecristo—, ¿habéis perdido a la bolsa?

—No, ya me repondré; sólo se trata de una bancarrota en Trieste.

—¿De veras? ¿Sería tal vez la víctima Jacobo Manfredi?

—¡Exacto! Figuraos, un hombre que ganaba para mí desde hace mucho tiempo unos ocho o novecientos mil francos al año. Ni siquiera dejaba nunca de pagarlo, ni siquiera un retraso; me aventuré a darle un millón…, ¡y hete aquí que al señor Manfredi se le ocurre suspender sus pagos!

—¿De veras?

—Es una fatalidad. Le mando seiscientas mil libras que no me son pagadas; además, soy portador de cuatrocientos mil francos en letras de cambio firmadas por él, y pagaderas al fin del corriente en casa de su corresponsal de París. Estamos a treinta, ¡envío a cobrar!, ¡ya!, ¡ya!, el corresponsal había desaparecido. Con un negocio de España me he fastidiado este mes totalmente.

—¿Pero habéis perdido en vuestro negocio de España?

—Ciertamente; ¿no lo sabíais? Setecientos mil francos de mi caja, ¡un verdadero desastre!

—¿Y cómo diablos os habéis dejado engañar, vos que sois ya perro viejo?

—¡No es culpa mía! Mi mujer es la culpable, soñó que don Carlos había entrado en España; ella cree mucho en los sueños. Cuando ha soñado una cosa, según dice ella, sucede infaliblemente. Convencido yo también, la permito jugar, ella tiene su bolsillo y su agente de cambio, juega y pierde. Es verdad que no es mi dinero, sino el suyo el que ella juega. Con todo, no importa, ya comprenderéis que cuando salen del bolsillo de la mujer setecientos mil francos, el marido se resiente un poco de ello. ¡Cómo! ¿No sabéis nada? ¡Pues sí ha causado mucho ruido tal negocio…!

—Sí, había oído hablar de ello; pero ignoraba los detalles. Además, soy un ignorante respecto a todos los negocios de bolsa.

—¿No jugáis?

—¡Yo! ¿Y cómo queréis que juegue? Yo, que tanto trabajo me cuesta arreglar mis rentas. Me vería en la precisión de tomar un agente, y un cajero además de mi mayordomo; nada, nada, no pienso en eso. Pero, a propósito de España, me parece que la baronesa no había soñado enteramente la entrada de don Carlos. Los periódicos han hablado de ello también.

—¿Vos creéis en los periódicos?

—Yo no, señor; pero creía que el Messager estaba exceptuado de la regla, y que siempre las noticias telegráficas eran ciertas.

—¡Y bien!, lo que es inexplicable —repuso Danglars— es que esa entrada de don Carlos era en efecto una noticia telegráfica.

—¿De suerte —dijo Montecristo— que este mes habéis perdido cerca de un millón setecientos mil francos?

—¡No cerca, ésa es exactamente mi pérdida!

—¡Diablo!, para un caudal de tercer orden —dijo Montecristo con compasión—, es un golpe bastante rudo.

—¡De tercer orden! —dijo Danglars algo amostazado—, ¿qué diablo entendéis por eso?

—Sin duda —prosiguió Montecristo— yo divido los caudales en tres categorías: fortuna de primer orden a los que se componen de tesoros que se palpan con la mano, las tierras, las viñas, las rentas sobre el Estado, como Francia, Austria e inglaterra, con tal que estos tesoros, estas minas y estas rentas formen un total de unos cien millones; considero capital de segundo orden a las explotaciones de manufacturas, las empresas por asociación, los virreinatos y principados que no pasan de un millón quinientos mil francos de renta, formando todo una suma de cuarenta millones; llamo, en fin, capital de tercer orden a los que están expuestos al azar, destruidos por una noticia telegráfica, las bandas, las especulaciones eventuales, las operaciones sometidas, en fin, a esa fatalidad que podría llamarse fuerza menor, comparándola con la fuerza mayor, que es la fuerza natural, formando todo reunido un caudal ficticio o real de unos quince millones. ¿No es ésta, aproximadamente, vuestra posición?

—Sí, sí —respondió Danglars.

—De aquí resulta que con seis meses como éste —continuó Montecristo con el mismo tono imperturbable—, un capital de tercer orden se encontrará en su hora postrera, es decir, agonizando.

—¡Oh! —dijo Danglars con sonrisa forzada—, ¡bien seguro!

—¡Pues bien!, supongamos siete meses —repuso Montecristo en el mismo tono—. Decidme, ¿pensasteis alguna vez que siete veces un millón y setecientos mil francos hacen cerca de doce millones…? ¿No…?, tenéis razón; con tales reflexiones nadie comprometería sus capitales; nosotros tenemos nuestros hábitos más o menos suntuosos, éste es nuestro crédito; pero cuando el hombre muere, no le queda más que su piel, porque las fortunas de tercer orden no representan más que la tercera o cuarta parte de su apariencia, así como la locomotora de un tren no es, en medio del humo que la envuelve, sino una máquina más o menos fuerte. ¡Pues bien!, de esos cinco o seis millones que forman su capital real, acabáis de perder dos; no disminuyen, por lo tanto, vuestra fortuna ficticia o vuestro crédito; es decir, mi querido Danglars, que vuestra piel acaba de ser abierta por una sangría, que reiterada cuatro veces arrastraría tras sí la muerte. Vamos, señor Danglars; ¿necesitáis dinero…? ¿Cuánto queréis que os preste…?

—Qué mal calculador sois —exclamó Danglars llamando en su ayuda toda la filosofía y todo el disimulo de la apariencia—; a estas horas, el dinero ha entrado en mi caja por otras especulaciones que han salido bien. La sangre que salió por la sangría ha vuelto a entrar por medio de la nutrición. He perdido una batalla en España, he sido batido en Trieste; pero mi armada naval de la India habrá conquistado algunos países, mis peones de México habrán descubierto alguna mina.

—¡Muy bien!, ¡muy bien! Pero queda la cicatriz, y a la primera pérdida volverá a abrirse.

—No, porque camino sobre seguro —prosiguió el banquero con el tono y los ademanes de un charlatán que, sabiéndose vencido, quiere probar lo contrario—; para eso, sería menester que sucumbiesen tres gobiernos.

—¡Diantre!, ya se ha visto eso.

—O bien, que la tierra no diese sus frutos.

—Acordaos de las siete vacas gordas y las siete flacas.

—O que se separen las aguas del mar como en tiempo de Faraón; aún quedan muchos mares, y mis buques tendrían por donde navegar.

—Tanto mejor, tanto mejor, señor Danglars —dijo Montecristo conozco que me había engañado y que podéis entrar en los capitales de segundo orden.

—Creo poder aspirar a ese honor —dijo Danglars con una de aquellas sonrisas gruesas, por decirlo así, que le eran peculiares—; pero ya que hemos empezado a hablar de negocios —añadió, satisfecho de haber hallado un motivo para variar de conversación—, decidme, ¿qué es lo que puedo yo hacer por el señor Cavalcanti?

—Entregarle dinero, si tiene un crédito sobre vos, y si este crédito os parece bueno.

—¡Magnífico!, esta mañana se presentó con un vale de cuarenta mil francos, pagadero a la vista contra vos, firmado por el abate Busoni, y endosado a mí por vos; ya comprenderéis que al momento le entregué sus cuarenta billetes.

Montecristo hizo un movimiento de cabeza que indicaba su aprobación.

—Sin embargo, no es esto todo —continuó Danglars—; ha abierto a su hijo un crédito en mi casa.

—Sin indiscreción, ¿cuánto tiene señalado al joven?

—Unos cinco mil francos al mes.

—Sesenta mil al año. Ya me figuraba yo que esos Cavalcanti no habían de ser muy desprendidos. ¿Qué queréis que haga un joven con cinco mil francos al mes?

—Ya comprenderéis que si precisa de algunos miles de francos…

—No hagáis nada de eso, el padre os lo dejará por vuestra cuenta; no conocéis a todos los millonarios ultramontanos; ¿y quién le ha abierto ese crédito?

—¡Oh!, la casa French, una de las mejores de Florencia.

—No quiero decir que vayáis a perder; pero, sin embargo, no ejecutéis punto por punto más que lo que os diga la letra.

—¿No tenéis confianza en ese Cavalcanti?

—Por su firma sola le daría yo diez millones. Esto corresponde a las fortunas de segundo orden, de que os hablaba hace poco, señor Danglars.

—Y yo le hubiera tomado por un simple mayor.

—Y le hubierais hecho mucho honor, porque razón tenéis, no satisface a primera vista su aspecto. Al verle por primera vez, me pareció algún viejo teniente; pero todos los italianos son por ese estilo, parecen viejos judíos cuando no deslumbran como magos de Oriente.

—El joven es mejor —dijo Danglars.

—Sí, un poco tímido, quizá; pero, en fin, me ha parecido bien. Yo estaba inquieto.

—¿Por qué?

—Porque le visteis por primera vez en mi casa, se puede decir acabado de entrar en el mundo, según me han dicho. Ha viajado con un preceptor muy severo, y no había venido nunca a París.

—Todos esos italianos acostumbran a casarse entre sí, ¿no es verdad? —preguntó Danglars—; les gusta asociar sus fortunas.

—Esto es lo que suelen hacer; pero Cavalcanti es muy original, y no quiere imitar a nadie. Nadie me quitará de la cabeza que ha traído a su hijo a París para buscarle una mujer.

—¿Vos lo creéis así?

—Estoy seguro de ello.

—¿Y habéis oído hablar de sus bienes?

—No se trata de otra cosa; pero unos pretenden que tiene millones, y otros que no tiene un cuarto.

—Y vamos a ver…, ¿cuál es vuestro parecer…?

—¡Oh!, no os fundéis en lo que yo diga…, porque…

—Pero en fin…

—Mi opinión es que todos esos antiguos podestás, todos esos antiguos condottieri, porque esos Cavalcanti han mandado armadas, han gobernado provincias; mi opinión, repito, es que han escondido los millones en esos rincones que conocen sus antepasados, y que van revelando a sus hijos de generación en generación, y la prueba es que son amarillos y secos como sus florines de la época republicana, de los que conservan un reflejo a fuerza de mirarlos.

—Perfectamente —dijo Danglars—, y eso es tanto más cierto, cuanto que ninguno posee ni siquiera un pedazo de tierra.

—Nada; yo sé de seguro que en Luca no tienen más que un palacio.

—¡Ah!, tienen un palacio —dijo Danglars riendo—, ya es algo.

—Sí, y se lo alquilan al ministro de Hacienda, y él vive en una casucha cualquiera. ¡Oh!, ya os lo he dicho, lo creo muy tacaño.

—Vaya, vaya, no le lisonjeáis, por lo visto.

—Escuchad, apenas le conozco; creo haberle visto tres veces en mi vida; lo que sé, me lo ha dicho el abate Busoni; esta mañana me hablaba de sus proyectos acerca de su hijo, y me hacía ver que, cansado de ver dormir fondos considerables en Italia, que es un país muerto, quisiera encontrar un medio, ya sea en Francia o en Inglaterra, de emplearlos, pero habéis de notar que, aunque yo tengo mucha confianza en el abate Busoni, no respondo de nada.

—No importa, no importa, yo saco mis propias deducciones con todos esos informes; decidme, sin que esta pregunta tenga ningún interés, ¿cuando esas personas casan a sus hijos, suelen darles dote?

—¡Psch!, eso según. Yo he conocido a un príncipe italiano, rico como un Creso, uno de los personajes principales de Toscana, que cuando sus hijos se casaban a gusto suyo, les daba millones, y cuando lo hacían a su pesar, se contentaba con darles, por ejemplo, una renta de treinta escudos al mes. Si era con la hija de un banquero, por ejemplo, probablemente tomaba algún interés en la casa del suegro de su hijo; después da media vuelta a sus cofres, y hete aquí dueño al señor Andrés de unos pocos millones.

—Luego ese muchacho encontrará una mayorazga, querrá una corona cerrada, un El Dorado atravesado por el Potosí.

—No, todos esos grandes señores se casan generalmente con simples mortales; son como Júpiter, cruzan las razas. Pero cuando me hacéis tantas preguntas, tal vez llevaréis alguna mira… ¿Queréis casar por ventura a Andrés, señor Danglars?

—Me parece —dijo Danglars—, no sería ésa mala especulación, y yo soy especulador.

—¿No será con la señorita Danglars, supongo? ¿Porque no querréis que luego se ahorque Alberto de desesperación?

—Alberto —dijo el banquero encogiéndose de hombros—, ah, sí, no le importará mucho.

—¡Pero está prometido a vuestra hija, según creo!

—Es decir, el señor de Morcef y yo hemos hablado dos o tres veces de ese casamiento, pero la señora de Morcef y Alberto…

—No vayáis a decirme que no es buen partido…

—Bueno, creo que la señorita Danglars merece al señor de Morcef.

—El dote de la señorita Danglars será muy bonito, en efecto, y yo no lo dudo, sobre todo si el telégrafo no vuelve a cometer más locuras.

—¡Oh!, no es sólo el dote, porque después de todo… Pero decidme…

—¿Qué?

—¿Por qué no convidasteis a Morcef y a su familia a vuestra comida?

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