El Conde de Montecristo (112 page)

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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

BOOK: El Conde de Montecristo
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—¡
Hello
! —exclamó lord Wilmore con esa entonación que no pertenece más que a los naturales de la Gran Bretaña.

El desconocido presentó a lord Wilmore su carta de introducción. Este la leyó con esa flema particular de los ingleses, y así que hubo terminado su lectura:

—Comprendo —dijo el inglés—, comprendo perfectamente.

Entonces empezaron las interrogaciones.

Fueron poco más o menos las mismas que las que había dirigido al abate Busoni. Pero como lord Wilmore, en su calidad de enemigo del conde de Montecristo, no tenía tanta reserva, fueron más extensas; contó la juventud de Montecristo, que había entrado a la edad de diez años al servicio de uno de esos pequeños soberanos de la India que hacen la guerra a los ingleses; allí se encontraron y combatieron uno contra otro; en aquella guerra Zaccone fue hecho prisionero, enviado a Inglaterra y arrojado a presidio, de donde se escapó a nado. Luego empezaron sus viajes, sus duelos, sus pasiones; entonces aconteció la insurrección de Grecia, y sirvió en las filas de los griegos. Mientras estaba a su servicio, descubrió una mina de plata en las montañas de Tesalia, pero se guardó muy bien de hablar a nadie de tal descubrimiento.

Después de Navarino, y así que hubo consolidado el gobierno griego, pidió al rey Otón un privilegio para explotar aquella mina, el cual se lo concedió. De aquí provenía aquella inmensa fortuna, que según lord Wilmore, podría ascender a uno o dos millones de renta, fortuna que podía agotarse de repente, si la mina dejaba de producir.

—Pero —preguntó el desconocido— ¿para qué ha venido a Francia?

—Ha venido a especular en los caminos de hierro —dijo lord Wilmore—; y después, como es hábil químico y físico no menos distinguido, ha descubierto un nuevo telégrafo cuya aplicación prosigue.

—¿Cuánto gastará al año? —preguntó el enviado.

—¡Oh!, quinientos o seiscientos mil francos a lo sumo —dijo lord Wilmore—; es avaro.

Era evidente que el odio hacía hablar al inglés, y no teniendo nada que achacar al conde, le acusaba de avaro.

—¿Sabéis algo de su casa de Auteuil?

—Sí, señor.

—¡Y bien! ¿Qué sabéis? ¿Querréis decirme con qué objeto la ha comprado?

—El conde es un especulador que seguramente se va a arruinar en pruebas y descubrimientos; ha creído que hay en Auteuil, en los alrededores de la casa que acaba de adquirir, una corriente de agua mineral que puede rivalizar con las de Bagnéres, de Luchón y de Cauterest. Quiere hacer de su adquisición un badhaus, como dicen los alemanes. Varias veces ha mandado ya remover la tierra de su jardín para encontrar la famosa corriente de agua, y como no la ha descubierto, no tardará en comprar las casas de los alrededores. Ahora, pues, como yo le detesto y ando buscando una ocasión de burlarme de él, le observo para ver si se acaba de arruinar un día a otro con ese descubrimiento y otras especulaciones, lo cual tiene que suceder de todos modos.

—¿Y por qué le detestáis? —preguntó el desconocido.

—Porque… porque al pasar por Inglaterra sedujo a la mujer de uno de mis amigos.

—¿Y por qué no os vengáis…?

—Ya me he batido tres veces con él —dijo el inglés—: la primera vez a pistola, la segunda a espada y la tercera a sable.

—Y el resultado de esos duelos ha sido…

—Que la primera vez me rompió un brazo, la segunda estuvo a punto de atravesarme el pulmón, y la tercera me hizo esta herida.

El inglés bajó el cuello de su camisa, que le llegaba a las orejas, y mostró una cicatriz, cuyo color rojo indicaba que no había sido hecha hacía mucho tiempo.

—De suerte que le detesto hasta más no poder —repitió el inglés—, y seguramente morirá a mis manos.

—Pues según veo no lleváis el mejor camino —dijo el enviado del prefecto.

—¡
Hello
! —dijo el inglés—, cada día voy al tiro, y cada dos días viene a mi casa Grisier.

Esto era cuanto quería saber el desconocido, o más bien lo que parecía saber el inglés. El agente se levantó, y se retiró después de haber saludado a lord Wilmore, que por su parte le respondió con la gravedad y cortesía que son peculiares de los habitantes de su país.

Lord Wilmore, después de haber oído cerrar la puerta de la calle habiendo dado paso al agente, entró en su gabinete donde en menos de dos minutos desaparecieron sus cabellos rubios, sus patillas rojas y su cicatriz, para dar lugar a los cabellos negros, a la blanca tez y los dientes de perla del conde de Montecristo. Verdad es que tampoco fue el enviado del prefecto de policía quien entró en casa de Villefort, sino el señor de Villefort en persona. El procurador del rey quedó algo tranquilizado con esta doble visita que nada le había revelado de seguro, pero que, sin embargo, le hizo dormir con algún sosiego después de la comida de Auteuil.

Capítulo
XVII
El baile

E
l verano había llegado a su punto más caluroso cuando llegó el sábado designado para el baile del señor de Morcef.

Eran las diez de la noche: los corpulentos árboles del jardín de la casa del conde se destacaban vivamente sobre un cielo en que se deslizaban, mostrando un inmenso manto azul sembrado de estrellas doradas de oro, los últimos vapores de una tempestad que había rugido amenazadora durante todo el día.

En los salones del piso bajo se oía una música estrepitosa; sucedíanse los valses a los galopes, mientras numerosas y deslumbradoras ráfagas de luz penetraban en el jardín a través de las persianas.

En este momento, el jardín estaba a merced de una docena de criados, a los que la dueña de la casa, tranquilizada en cuanto al tiempo, cada vez más sereno, había dado orden de disponer la mesa para la cena.

Hasta entonces se vacilaba entre cenar en el comedor o debajo de una larga tienda de cutí que se había erigido en una verdadera ala meda. Aquel hermoso cielo sembrado de estrellas acababa de decidir el pleito en favor de la tienda y de la alameda.

Las calles del jardín se habían iluminado con faroles de colores, como se acostumbra en Italia, y estaban cargando de bujías y de flores la mesa, como se hace en todos los países donde se comprende un poco este lujo de mesa, el más raro de todos cuando se le quiere completo.

Cuando la condesa de Morcef entró en los salones, después de dar sus últimas órdenes, empezaban éstos a llenarse de convidados atraídos más por la encantadora hospitalidad de la condesa de Morcef, que por la posición distinguida del conde; porque todos estaban seguros de antemano de que aquella fiesta ofrecería algunos detalles dignos de ser contados.

La señora Danglars, a quien los sucesos de que hemos hablado habían inspirado profundas inquietudes, vacilaba en ir a casa de la señora de Morcef, cuando se encontró por la mañana su carruaje con el del señor de Villefort. Villefort le hizo una seña, los dos carruajes se habían acercado, y a través de las portezuelas entablaron el siguiente diálogo:

—Vais a casa de la señora de Morcef, ¿no es verdad? —preguntó el procurador del rey.

—No —respondió la señora Danglars—, me encuentro aún muy afectada.

—Hacéis mal —repuso Villefort con una mirada significativa—, sería importante que os viesen en ella.

—¡Ah! ¿Lo creéis así? —preguntó la baronesa.

—Sí.

—En tal caso, iré.

—¿Qué queréis decir?

—Quiero decir que esto marcha muy bien —repuso el vizconde riendo—, y que ya me han preguntado diecisiete veces por él; ¡diablo con el conde…!, ya le daré mi parabién.

—¿Y a todo el mundo respondéis lo mismo que a mí?

—¡Ah!, tenéis razón, aún no os he respondido, tranquilizaos, señora; tendremos aquí esta noche al hombre de moda, somos de sus privilegiados.

—¿Estabais ayer en la ópera?

—No.

—Pues él estaba.

—Sí…, el excéntrico conde hizo alguna de sus originalidades.

—¿Puede acaso prescindir de ellas? Essler bailaba en «El Diablo enamorado»; la princesa griega estaba deslumbrante. Después de la Cachucha, ató una magnífica sortija a un ramillete, y lo arrojó a la encantadora bailarina, que en el tercer acto se presentó para darle las gracias con su sortija en un dedo. ¿Y vendrá también su princesa griega?

—No, no vendrá; su posición en casa del conde no se conoce aún a punto fijo.

—Mirad, dejadme; id a saludar a la señora de Villefort —dijo la baronesa—; veo que está deseando hablaros.

Alberto saludó a la señora de Danglars, se dirigió a la de Villefort, que abrió la boca a medida que se acercaba.

—Apostaría —dijo Alberto interrumpiéndola— a que sé lo que me vais a preguntar.

—Me parece que no —dijo la señora de Villefort.

—¿Me lo confesaréis si lo adivino?

—Sí.

—¿Palabra de honor?

—Palabra de honor.

—Ibais a preguntarme si había entrado el conde de Montecristo, o si vendría.

—No era eso. No me ocupo de él en este momento. Os iba a preguntar si habíais recibido noticias del señor Franz.

—Sí, ayer.

—¿Qué os decía?

—Que salía para París al mismo tiempo que su carta.

—Decidme, pues, ahora, ¿y el conde?

—El conde vendrá, tranquilizaos.

—¿Sabéis que tiene otro nombre, además de Montecristo?

—Lo ignoraba.

—Montecristo es un nombre de isla, y él tiene un nombre de familia.

—No lo he oído pronunciar.

—¡Pues bien! Yo estoy más enterada que vos; se llama Zaccone.

—Es posible.

—Es maltés.

—Muy posible también.

—Hijo de un armador.

—¡Oh!, os aseguro que debíais referir esas cosas en voz alta, tendríais el éxito más feliz.

—Ha servido en la India, explota en la Tesalia una mina de plata, y viene a París para abrir en Auteuil un establecimiento de aguas minerales.

—¡Bien!, enhorabuena —dijo Morcef—, buenas noticias; ¿me permitís que las repita por ahí?

—Sí, pero poco a poco, una a una, sin decir que yo os las he contado.

—¿Por qué?

—Porque es un secreto.

—¿De quién?

—De la policía.

—Entonces esas noticias corrían…

—Ayer noche, en casa del prefecto. Todo París se había conmovido, como sabéis, a la vista de ese lujo inusitado, y la policía obtuvo informes…

—¡Bien…!, sólo les falta prender al conde como un vagabundo, so pretexto de que es demasiado rico.

—A fe mía, os aseguro que eso le habría podido suceder, si los informes no hubieran sido tan favorables.

—¡Pobre conde! ¿Y sospecha el peligro que ha corrido?

—Creo que no.

—Entonces es una obra de caridad advertírselo. En cuanto llegue, no dejaré de hacerlo.

En este momento, un gallardo joven de ojos negros y vivos, de cabellos negros, de negro y lustroso bigote, fue a saludar respetuosamente a la señora de Villefort. Alberto le estrechó una mano.

—Señora —dijo Alberto—, tengo el honor de presentaros al señor Maximiliano Morrel, capitán de
spahis
, uno de nuestros mejores y más distinguidos oficiales.

—Ya he tenido el gusto de encontrar a este caballero en Auteuil en casa del conde de Montecristo —respondió la señora de Villefort, volviéndose con marcada frialdad.

Esta respuesta, y sobre todo, el tono con que fue pronunciada, dejaron helado a Morrel; pero le estaba preparada una compensación; al volverse vio en el quicio de la puerta un hermoso y blanco rostro, cuyos ojos azules, dilatados y sin expresión aparente, se fijaban en él mientras el ramillete de jazmines subía lentamente a sus labios.

Fue tan bien comprendido este saludo, que Morrel, con la misma expresión de mirada, acercó a su vez su pañuelo a la boca, y las dos estatuas vivas, cuyo corazón latía con tanta violencia bajo el mármol de su rostro, separadas por toda la longitud de la sala, se olvidaron un instante o más bien olvidaron el mundo en aquella muda contemplación.

Habrían podido permanecer más tiempo de este modo, perdidas una en otra, sin que nadie notase su olvido de cuanto los rodeaba, pues… el conde de Montecristo acababa de entrar.

Como hemos dicho anteriormente, el conde, fuese prestigio ficticio, fuese prestigio natural, llamaba la atención en todas partes donde se hallaba; no era su frac negro, sencillo y sin condecoraciones; no era su chaleco blanco sin ningún bordado; no era su pantalón, de cuyo botín salía un pie de la forma más delicada, los que llamaban la atención; eran, sí, su blanca tez, sus cabellos negros y rizados ligeramente, su rostro sereno y puro, sus ojos profundos y melancólicos, en fin, su boca dibujada con una delicadeza maravillosa, y que sabía tomar tan fácilmente la expresión del mayor desdén, lo que hacía fijar en él todas las miradas.

Podía haber hombres más apuestos; pero seguramente no los habría más significativos (permítasenos esta expresión); todo en el conde quería decir algo y tenía su valor; porque la costumbre del pensamiento útil había dado a sus facciones, a la expresión de su rostro, y a sus gestos insignificantes, una flexibilidad y una firmeza incomparables.

Y además, el mundo parisiense es tan raro, que no hubiera dado a esto ninguna importancia, si no hubiese habido debajo de todo ello una historia dorada por una inmensa fortuna.

Finalmente, el conde se adelantó bajo el peso de las miradas y a través de los saludos, hasta la señora de Morcef, que estaba en pie delante de una chimenea; le había visto en un espejo que estaba frente de la puerta y se preparó a recibirle.

Volvióse hacia él con una sonrisa encantadora, y en el momento en que se inclinaba delante de ella.

Sin duda creyó que el conde le iba a hablar; sin duda el conde por su parte creyó que iba a dirigirle la palabra; pero ambos permanecieron mudos, y después de saludarse mutuamente, el conde de Montecristo se dirigió hacia Alberto, que corría hacia él con la mano abierta.

—¿Habéis visto a mi madre? —preguntó Alberto.

—Acabo de tener el honor de saludarla —dijo el conde—, pero no he visto a vuestro padre.

—Vedle, allí está hablando, en aquel grupo de grandes celebridades.

—¡Ah! —dijo Montecristo—, ¿aquellos señores que hay allí son celebridades? No sabía nada. ¿Y de qué género? Hay celebridades de toda especie, como sabéis.

—Allí tenéis primeramente un gran sabio, aquel señor alto y flaco; ha descubierto en la campiña de Roma una especie de lagarto que tiene una vértebra más que los otros, y ha venido a participar este descubrimiento al Instituto. Al principio hubo sus disputas. La vértebra causó mucha sensación en el mundo erudito; el señor alto y flaco no era más que caballero de la Legión de Honor y le nombraron oficial.

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