El Conde de Montecristo (114 page)

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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

BOOK: El Conde de Montecristo
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—Y el señor de Saint-Merán, ¿qué es de la señorita de Villefort? —preguntó el conde.

—Su abuelo materno. Venía para acelerar el casamiento de Franz y de su nieta.

—¡Ah!, ya…

—He aquí aplazada la boda. ¡Qué lástima que el señor de Saint-Merán no fuese también abuelo de la señorita Danglars!

—¡Alberto! ¡Alberto! —dijo la señora de Morcef con un tono de dulce reproche—, ¿qué decís? ¡Ah!, señor conde, vos, a quien él tiene tanta consideración, decidle que eso está mal.

Y dio unos pasos hacia adelante.

Montecristo la miró de un modo tan extraño y con una expresión tan pensativa y llena de una admiración tan afectuosa, que Mercedes se volvió.

Cogióle entonces una mano mientras estrechaba la de su hijo, y mirándole exclamó:

—Somos amigos, ¿no es verdad?

—¡Oh!, vuestro amigo, señora; no aspiro a tanto; pero, en todo caso, soy vuestro más respetuoso servidor.

La condesa se separó de ellos con el corazón tan lastimado y tan conmovido, que antes de haber andado diez pasos, el conde la vio acercarse su pañuelo a los ojos.

—¿Cómo? ¿Os habéis disgustado con mi madre? —preguntó Alberto asombrado.

El conde respondió:

—Al contrario, puesto que acaba de decirme delante de vos que éramos amigos.

Y volvieron al salón, del cual acababan de salir Valentina y el señor y la señora de Villefort.

Excusado es decir que Morrel salió detrás de ellos.

Capítulo
XIX
Señora de Saint-Meran

E
n efecto, tal como había dicho Alberto, acababa de desarrollarse en la casa de Villefort una lúgubre escena.

Después de la partida de las dos mujeres para el baile, adonde por más que insistió la señora de Villefort, no pudo hacer que su marido la acompañase, el procurador del rey se había encerrado, como acostumbraba, en su despacho, adornado de estantes de libros que hubieran espantado a cualquier otro, pero que en sus tiempos apenas bastaban a satisfacer su apetito de hombre estudioso.

Pero esta vez los libros eran inútiles, pues Villefort no se encerraba para estudiar, sino para reflexionar; y una vez cerrada la puerta y dada la orden de que no le incomodasen sino para asuntos de importancia, se sentó en un sillón y empezó a repasar otra vez en su memoria todo lo que, después de siete a ocho días, hacía derramarse la copa de sus sombríos pesares y de sus amargos recuerdos.

Entonces, en vez de atacar a los libros amontonados en derredor suyo, abrió un cajón de su bufete, tocó un resorte y sacó una infinidad de cuadernos con sus notas personales, manuscritos preciosos, entre los cuales había clasificado y anotado con cifras, conocidas de él solo, los nombres de todos los que en su carrera política, en sus asuntos de intereses, en sus persecuciones o en sus misteriosos amores se habían hecho enemigos suyos.

El número era formidable, y, sin embargo, todos aquellos hombres, por poderosos y terribles que fuesen, le habían hecho sonreírse más de una vez, como se sonríe el viajero que desde la elevada cumbre de la montaña mira a sus pies los agudos picachos, los caminos impracticables y los bordes de los precipicios, junto a los cuales ha tenido que caminar largo tiempo para llegar a ella.

Cuando hubo repasado en su memorial todos estos nombres, cuando los hubo leído y vuelto a leer, estudiado y comentado, movió la cabeza a un lado y a otro.

—No —murmuró—, ninguno de estos enemigos hubiera esperado con paciencia hasta este día para aniquilarme con su secreto. Algunas veces, como dice Hamlet, el ruido de las cosas más fuertemente escondidas sale de la tierra, y, como los fuegos fosforescentes, corren por el aire; pero son llamas que iluminan un instante. La historia habrá sido contada por el corso a algún sacerdote, que la habrá propalado a su vez. El señor de Montecristo la habrá sabido, y para enterarse…

—¿Y para qué quería enterarse? —prosiguió el procurador del rey después de un instante de reflexión—; ¿qué interés puede tener el señor de Montecristo, señor Zaccone, hijo de un naviero de Malta, explotador de una mina de plata en Tesalia, que viene a Francia por primera vez, en saber un hecho sombrío, misterioso e inútil para él? De los informes incoherentes que me han proporcionado el abate Busoni y lord Wilmore, aquél amigo y éste enemigo, una sola cosa resulta a mis ojos clara, precisa, patente, y es que en ningún tiempo, en ningún caso, en ninguna circunstancia, ha podido haber el menor punto de contacto entre él y yo.

Sin embargo, Villefort decía estas palabras sin creer él mismo lo que decía. Lo más terrible para él no era la revelación, porque podía negar o responder; le inquietaba poco aquel Mané, Thecel, Pharés, que aparecía de repente en letras de sangre en la pared; lo que le inquietaba era conocer el cuerpo a que pertenecía la mano que los había trazado.

En el momento en que trataba de calmarse, y en que en lugar de aquel porvenir político que había visto algunas veces en sus sueños de ambición, se proponía un porvenir limitado al hogar doméstico, el ruido de un carruaje resonó en el patio; después oyó en la escalera los pasos de una persona de edad, y después gemidos y ayes que tan bien saben fingir los criados cuando quieren aparentar que participan del dolor de sus amos.

Apresuróse a descorrer el cerrojo de su despacho, y al poco rato, sin anunciarse, una señora anciana entró en el mismo con su chal en el brazo y su sombrero en la mano. Sus cabellos canos descubrían una frente mate como el amarillento marfil, y sus ojos, cuyos ángulos había surcado de arrugas la edad, desaparecían casi bajo las lágrimas.

—¡Oh, caballero! —dijo—; ¡ah, qué desgracia!, yo también me moriré; ¡oh, sí, estoy segura de que voy a morirme!

Y cayendo sobre el sillón más próximo a la puerta rompió de nuevo a llorar.

Los criados, en pie en el cancel, y no atreviéndose a ir más lejos, miraban al antiguo criado de Noirtier, que, habiendo oído ruido en la habitación de su señor, se mantenía detrás de los demás.

Villefort se levantó y corrió hacia su suegra, pues era ella.

—¡Oh, Dios mío!, señora —preguntó—, ¿qué ha ocurrido? ¿Por qué estáis tan desazonada? ¿Y por qué no os acompaña el señor de Saint-Merán?

—El señor de Saint-Merán ha muerto —dijo la anciana marquesa sin preámbulos, y con una especie de estupor.

Villefort dio un paso atrás, y dando una palmada:

—¡Muerto! —murmuró—, ¡muerto…, así…, súbitamente!

—Hace ocho días —continuó la señora de Saint-Merán—, subimos juntos al carruaje después de comer. El señor Saint-Merán padecía muchísimo desde hacía algunos días; sin embargo, la idea de ver a mi querida Valentina le animaba, y a pesar de sus dolores quiso partir, cuando a seis leguas de Marsella se apoderó de él, después de haber tomado sus pastillas habituales, un sueño tan profundo que no me parecía natural; sin embargo, yo no quería despertarle, cuando me pareció que su rostro se amorataba, que las venas de sus sienes latían con más violencia que de costumbre. Como había anochecido, yo no veía casi nada y le dejé dormir; al poco rato lanzó un grito sordo y desgarrador, como el de un hombre que sufre en sueños, y dejó caer bruscamente su cabeza hacia atrás. Llamé al camarero, hice parar al postillón, llamé al señor de Saint-Merán, le hice respirar mi frasco de esencias; todo había acabado, estaba muerto, y al lado de su cadáver llegué a Aix.

Villefort quedó estupefacto.

—¿Y llamasteis a un médico, seguramente?

—En seguida; pero como os he dicho, era demasiado tarde.

—Sin duda; pero, al menos, podía conocer de qué enfermedad había muerto.

—¡Oh!, sí, señor, me lo dijo; según parece fue una apoplejía fulminante.

—¿Y entonces, qué hicisteis?

—El señor de Saint-Merán había dicho siempre que si moría lejos de París, deseaba que su cuerpo fuese conducido al panteón de la familia. Yo hice colocarle en un ataúd de plomo y le precedo sólo algunos días.

—¡Oh! Dios mío, ¡pobre madre! —dijo Villefort—; ¡semejantes preocupaciones después de tal golpe…, y a vuestra edad!

—Dios me dio fuerzas hasta el fin; por otra parte él hubiera hecho por mí lo que yo hago por él. Es verdad que desde que le dejé, creo que estoy loca. No puedo llorar, ¿dónde está Valentina, caballero? Por ella es por quien veníamos. Quiero verla.

Villefort pensó que sería espantoso responder que la joven se encontraba en un baile; dijo solamente a la marquesa que su nieta había salido con su madrastra, y que la avisarían en seguida.

—Al instante, caballero, al instante, os lo suplico —dijo la anciana.

Villefort tomó del brazo a la señora de Saint-Merán y la condujo a su habitación.

—Descansad —dijo—, madre mía.

La marquesa levantó la cabeza al oír esta palabra, y al ver a aquel hombre que le recordaba a su tan llorada hija, rompió a llorar de nuevo y cayó de rodillas en un sillón, donde sepultó su venerable cabeza.

Villefort la recomendó a los cuidados de las doncellas, mientras el viejo Barrois subía asustado al cuarto de su amo, porque nada intimida tanto a los ancianos como la muerte, que se aparta un instante de su lado para herir a otro anciano.

Mientras la señora de Saint-Merán, todavía arrodillada, oraba en el fondo de su corazón, Villefort envió a buscar un coche de alquiler, y fue él mismo a casa de la señora de Morcef a recoger a su mujer y a su hija para traerlas a casa.

Tan pálido estaba cuando se presentó en la puerta del salón, que Valentina corrió hacia él, exclamando:

—¡Oh!, padre mío, ¿ha sucedido alguna desgracia?

—Acaba de llegar vuestra abuela, Valentina —dijo el señor de Villefort.

—¿Y mi abuelo? —preguntó la joven temblando.

El señor de Villefort no respondió sino ofreciendo el brazo a su hija.

Lo hizo a tiempo, pues Valentina, sobrecogida de vértigo, vaciló y estuvo a punto de caerse; la señora de Villefort se apresuró a sostenerla, y ayudó a su marido a conducirla a su carruaje, diciendo:

—¡Qué extraño es eso! ¿Quién lo hubiera sospechado? ¡Oh!, sí, sí; es muy extraño.

Y toda esta desolada familia desapareció así, comunicando la tris teza como un velo negro al resto de los convidados.

Al pie de la escalera, Valentina encontró a Barrois esperándola.

—El señor Noirtier desea veros esta noche —dijo en voz baja.

—Decidle que iré en cuanto salga del cuarto de mi abuelita —dijo Valentina.

Con la delicadeza de su alma, la joven había comprendido que quien tenía necesidad de ella entonces era la señora de Saint-Merán.

Halló acostada a su abuela; mudas caricias, gemidos, suspiros ahogados, lágrimas ardientes, tales fueron los detalles que se pueden contar de esta entrevista a la que asistía del brazo de su marido la señora de Villefort, llena de respeto, en la apariencia, hacia la pobre viuda.

Al cabo de un instante, se inclinó hacia su marido y le dijo al oído:

—Con vuestro permiso, es mejor que yo me retire, porque mi presencia parece afligir aún más a vuestra suegra.

La señora de Saint-Merán la oyó.

—Sí, sí —dijo a Valentina también al oído— que se vaya, pero quédate tú; sí, quédate.

Salió la señora de Villefort y Valentina se quedó sola junto a la cama de su abuela, porque el procurador del rey, consternado con aquella muerte imprevista, siguió a su mujer.

Entretanto, Barrois había subido por primera vez al cuarto de Noirtier; éste había oído todo el ruido que había en la casa, y envió a su criado a que se informase.

A su vez, aquellos ojos tan vivos y sobre todo tan inteligentes, interrogaron al mensajero.

—¡Ay!, señor —dijo Barrois—, acaba de ocurrir una tremenda desgracia. La señora de Saint-Merán ha llegado y su marido ha muerto.

El señor de Saint-Merán y Noirtier no habían estado nunca unidos por los lazos de una gran amistad; no obstante, ya se sabe el efecto que produce siempre en un anciano el anuncio de la muerte de otro.

Noirtier dejó caer la cabeza sobre el pecho como un hombre abatido o pensativo, y después cerró un ojo solo.

—¿La señorita Valentina? —dijo Barrois.

Noirtier hizo señas afirmativas.

—Está en el baile, el señor lo sabe bien, puesto que vino a despedirse de vos con su precioso vestido.

Noirtier cerró de nuevo el ojo izquierdo.

—Sí, ¿queréis verla?

El anciano hizo ver que esto era lo que deseaba.

—Entonces, voy a buscarla, estará sin duda en casa del señor de Morcef; la esperaré hasta que salga, le diré que queréis hablarle, ¿no es esto?

—Sí —respondió el paralítico.

Barrois esperó que volviese Valentina, y como hemos visto, le comunicó el deseo de su abuelo.

Valentina subió, pues, al cuarto de Noirtier cuando salió de las habitaciones de la señora de Saint-Merán, que aún muy agitada, sucumbió a la fatiga y quedóse dormida con un sueño febril.

Habían acercado al alcance de su brazo una mesita, sobre la que había un gran jarro de naranjada y un vaso.

Como hemos dicho, la joven subió al cuarto del señor Noirtier tan pronto como abandonó la estancia de la marquesa.

Valentina abrazó al anciano, que la miró con tanta ternura, que la joven sintió de nuevo anegarse sus ojos en lágrimas.

El anciano insistía con su mirada.

—Sí, sí —dijo Valentina—, tú quieres decir que todavía me queda un abuelo, ¿no es verdad?

El anciano respondió que esto era justamente lo que quería decir.

—¡Ay! —repuso Valentina—, a no ser así, ¿qué sería de mí?

Era la una de la madrugada. Barrois, que deseaba acostarse, hizo observar que después de una noche tan dolorosa, todo el mundo tenía necesidad de reposo. El anciano no quiso decir que el reposo suyo era ver a su nieta. Despidió a Valentina a quien efectivamente el dolor y la fatiga daban un aire de sufrimiento.

Al día siguiente, al entrar a ver a su abuela, encontró a ésta en la cama; la fiebre no se había calmado; al contrario, un fuego sombrío brillaba en los ojos de la anciana marquesa, y parecía poseída de una violenta irritación nerviosa.

—¡Oh, Dios mío!, mamá, ¿sufrís mucho? —exclamó Valentina percibiendo todos estos síntomas de agitación.

—No, hija mía, no —dijo la señora de Saint-Merán—; pero esperaba con impaciencia que hubieseis llegado para mandar llamar a tu padre.

—¿A mi padre? —preguntó Valentina con inquietud.

—Sí, quiero hablarle.

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