La señora de Danglars y Eugenia, que salían, pudieron enterarse de la causa de aquel rumor.
—Ya os lo había dicho —dijo la señora de Villefort—, ¡pobre criatura!
E
n el mismo instante, oyóse la voz del señor de Villefort, que gritaba desde su despacho:
—¿Qué ocurre?
Morrel consultó con una mirada a Noirtier, que había recobrado su serenidad, y con la vista le indicó el despacho en el que otra vez, en circunstancia semejante, se había refugiado. Apenas tuvo tiempo para coger el sombrero y entrar en el despacho, ya se oían los pasos del procurador del rey en el pasillo.
Villefort entró precipitadamente en la estancia, corrió hacia Valentina y la tomó en sus brazos.
—¡Un médico! ¡Un médico!, el señor d’Avrigny… Pero será mejor que vaya yo mismo —y salió del cuarto. Por la otra puerta se escapó Morrel.
Su corazón acababa de ser herido por un recuerdo terrible. Aquella conversación que oyó entre el doctor y Villefort, la noche en que falleció la señora de Saint-Merán, acudió a su imaginación. Aquellos síntomas, aunque en un grado más espantoso, eran también los que precedieron a la muerte de Barrois.
Al mismo tiempo, parecióle que resonaba en su oído la voz de Montecristo que le había dicho no hacía aún dos horas:
—Cualquier cosa que necesitéis, Morrel, acudid a mí, puesto que yo puedo mucho.
Más veloz que el pensamiento, corrió desde el arrabal San Honoré a la calle de Matignón, y desde allí a la entrada de los Campos Elíseos.
Al mismo tiempo, el señor de Villefort llegaba en un carruaje de alquiler a la puerta de la casa del doctor d’Avrigny. Llamó con tanta energía que el portero salió asustado; subió la escalera sin fuerzas para hablar; el portero, que le conocía, le dejó pasar gritándole solamente:
—En su despacho, señor procurador del rey, en su despacho.
Villefort empujaba ya, o más bien forzaba la puerta.
—¡Ah! —dijo el doctor—. ¿Sois vos?
—Sí —dijo Villefort, cerrando la puerta—; sí, doctor, soy yo, que vengo a preguntaros a mi vez si estamos solos. Doctor, mi casa es una casa maldita.
—¿Qué ocurre? —dijo éste fríamente en apariencia, pero con grande conmoción interior—. ¿Tenéis algún enfermo?
—Sí, doctor —gritó Villefort mesándose los cabellos con mano convulsiva—; sí, doctor.
La mirada de d’Avrigny significaba:
—Os lo había predicho.
En seguida sus labios pronunciaron lentamente estas palabras:
—¿Quién va a morir? ¿Qué nueva víctima va a acusaros ante Dios de vuestra debilidad?
Un suspiro doloroso salió del corazón de Villefort. Se acercó al mé dico y le agarró por un brazo.
—¡Valentina! —dijo—. ¡Ha tocado el turno a Valentina!
—¡Vuestra hija! —exclamó d’Avrigny lleno de dolor y de sorpresa.
—¿Veis como estabais equivocado? —dijo el magistrado—, venid a verla, y junto a su lecho de dolor pedidle perdón por haber sospechado de ella.
—Cada vez que me habéis avisado ha sido ya tarde —dijo el doctor—; no importa, voy, pero démonos prisa, no puede perderse tiempo con los enemigos que atacan vuestra casa.
—¡Oh!, esta vez no me echaréis en cara mi debilidad. Esta vez conoceré al asesino y le castigaré.
—Tratemos de salvar la vida a la víctima antes de pensar en vengar su muerte. Vamos.
Y el carruaje en que había ido Villefort le condujo de nuevo rápidamente acompañado de d’Avrigny, al mismo tiempo en que por su parte Morrel llamaba a la puerta de Montecristo.
El conde se hallaba en su despacho, y pensativo leía dos renglones que Bertuccio acababa de escribirle.
Al oír anunciar a Morrel, del que no hacía dos horas que se había separado, el conde levantó la cabeza.
Para él como para el conde, habían ocurrido muchas cosas durante aquellas dos horas, porque el joven que le dejó con la risa en los labios, se presentaba con la fisonomía alterada. El conde se levantó y salió al encuentro de Morrel.
—¿Qué ocurre, Maximiliano? Estáis pálido y con la frente bañada en sudor.
Morrel cayó en un sillón.
—Sí —dijo—; he venido corriendo, tenía necesidad de hablaros.
—¿Todos están bien en vuestra casa? —preguntó el conde con un tono tan afectuoso que nadie podía dudar de su sinceridad.
—Gracias, conde, gracias —dijo el joven visiblemente perplejo sobre el modo de iniciar la conversación—. Sí, mi familia está bien.
—Tanto mejor. ¿Y sin embargo, tenéis algo que decirme? —le dijo el conde cada vez más inquieto.
—Sí —dijo Morrel—, acabo de salir de una casa en que la muerte ha entrado, para correr a vos.
—¿Venís de casa de Morcef? —dijo Montecristo.
—No —dijo Morrel—; ¿es que ha muerto alguien en casa de Morcef?
—El general se ha saltado la tapa de los sesos —respondió fríamente Montecristo.
—¡Pobre condesa! —dijo Maximiliano—, es a ellos a quien compadezco.
—Compadeced también a Alberto, Maximiliano; porque, creedme, es un hijo digno de la condesa. Sin embargo, volvamos a vos: ¿veníais para decirme algo? ¿Tendría la dicha de que necesitaseis de mí?
—Sí; necesito de vos. Es decir, he creído como un insensato que podríais socorrerme en unas circunstancias en que sólo Dios puede hacerlo.
—Hablad —respondió Montecristo.
—¡Oh! —dijo Morrel—, no sé si me será permitido revelar semejante secreto a oídos humanos, pero la fatalidad me conduce y la necesidad me obliga a ello, conde…
Morrel se detuvo vacilante.
—¿Creéis que os quiero? —le preguntó Montecristo, cogiéndole cariñosamente la mano.
—Vos me animáis, y además hay algo aquí —y puso la mano sobre el corazón— que me dice que no debo tener secretos para vos…
—Tenéis razón, Morrel; Dios habla por vuestro corazón, seguid sus impulsos.
—Conde, ¿me permitís que mande a Bautista a preguntar de parte vuestra por una persona a quien conocéis?
—Me he puesto completamente a vuestra disposición, y con mucha mayor razón mis criados.
—¡Ah!, es que no puedo vivir hasta que no sepa que está mejor.
—¿Queréis que llame a Bautista?
—No; voy a hablarle yo mismo.
Morrel salió, llamó a Bautista, le dijo en secreto algunas palabras, y el criado salió corriendo.
—Y bien, ¿le habéis enviado ya? —preguntó Montecristo, viendo entrar a Morrel.
—Sí; y voy a estar algo más tranquilo.
—Sabéis que estoy esperando —dijo Montecristo sonriéndose.
—Sí, y yo hablo: escuchad. Una tarde que estaba en un jardín oculto entre las flores, y que nadie podía pensar que yo me hallaba allí, pasaron dos personas tan cerca, permitid que calle por ahora sus nombres, que pude oír toda su conversación, sin perder una palabra, aunque hablaban en voz baja.
—Me vais a contar algo terrible, a juzgar por vuestra palidez y vuestro temblor.
—¡Oh!, sí, muy terrible, amigo mío; acababa de morir uno en la casa del amo del jardín en que yo me hallaba: una de las dos personas cuya conversación oía era el amo del jardín, la otra el médico: el primero confiaba al segundo sus temores y sus penas, porque era la segunda vez en un mes que la muerte, rápida e inesperada, se presentaba en aquella casa que se creería designada por algún ángel exterminador, a la cólera del Señor.
—¡Ah!, ¡ah! —dijo Montecristo mirando fijamente al joven y volviéndose en su sillón, de modo que su cara quedó en la sombra, mientras la de Morrel quedaba de lleno inundada por la luz.
—Sí —continuó éste—, la muerte había entrado dos veces en esta casa en un mes.
—¿Y qué respondía el doctor? —inquirió Montecristo.
—Respondía… que aquella muerte no era natural, y debía atribuirse…
—¿A qué?
—Al veneno.
—¿De veras? —dijo Montecristo, con aquella tos ligera que en los momentos de gran emoción le servía para disimular, ya sea lo sonrosado o pálido de su rostro, ya la atención misma con que escuchaba—, ¿de veras, Maximiliano, habéis oído todas esas cosas?
—Sí, querido conde, las he oído, y el doctor añadió que si un suceso como éste se repetía, se creería obligado a dar parte a la justicia.
Montecristo escuchaba o parecía escuchar con la mayor calma y serenidad.
—Y bien, la muerte se ha presentado por tercera vez —dijo Maximiliano—, y ni el amo de la casa, ni el doctor han hecho nada. La muerte va a asestar su cuarto golpe, conde, ¿a qué creéis que me obliga el conocimiento de este secreto?
—Querido amigo —le respondió Montecristo—, me parece que contáis una aventura que todos conocemos. La casa en que habéis oído eso yo la conozco, o al menos una igual, en que hay jardín, padre de familia, doctor y tres muertes extrañas e inesperadas; pues bien, yo que no he interceptado secretos, pero lo sabía como vos, ¿tengo escrúpulos de conciencia? No, nada tengo que ver en todo ello. Decís que un ángel exterminador parece que ha señalado esa casa a la cólera del Señor; ¿y quién os dice que vuestra suposición no es una realidad? No veáis las cosas que no ven los que tienen un interés en ello. Si es la justicia y no la cólera de Dios, la que está en esa casa, Maximiliano, volved la cabeza y dejad paso a la justicia de Dios.
Morrel tembló: había un no sé qué de terrible, lúgubre y solemne en las palabras de conde.
—Además —continuó con un cambio de voz tan marcado que habríase dicho que aquellas palabras no salían de la boca del mismo hombre—, ¿quién os ha dicho que volverá a empezar?
—Empieza de nuevo, conde, y he aquí por qué he venido a buscaros.
—Y bien, ¿qué queréis que haga, Morrel? ¿Quisierais, por casualidad que avisara al procurador del rey?
Montecristo articuló estas últimas palabras con tanta claridad y una acentuación tan marcada, que Morrel se levantó gritando:
—¡Conde!, ¡conde! sabéis de quién quiero hablar, ¿no es verdad?
—Desde luego, mi buen amigo, y voy a probároslo indicándoos las personas; os paseasteis una tarde, en el jardín del señor de Villefort, y según lo que me habéis dicho, presumo que fue la tarde de la muerte de la señora de Saint-Merán; habéis oído a Villefort hablar con d’Avrigny, de la muerte del señor de Saint-Merán y de la no menos espantosa de la baronesa. El doctor decía que creía ver en aquello un envenenamiento, y he aquí vos, hombre de bien por excelencia, hace dos meses ocupado en sondear vuestro corazón para saber si debéis revelar este secreto o callarlo. No nos encontramos en la Edad Media, amigo querido, y no hay Santa Vehma, ni jueces francos: ¿qué diablos queréis con esa gente? Conciencia, ¿qué me quieres?, como dice Sterne. ¡Eh!, querido mío, dejadles dormir, si duermen; dejadles palidecer en sus insomnios, si tienen insomnios, y por el amor de Dios, dormid vos, que no tenéis remordimientos que os impidan el hacerlo.
Un dolor espantoso reflejóse en el rostro de Morrel; cogió la mano de Montecristo.
—¡Pero empieza de nuevo, os he dicho!
—¡Y bien! —dijo el conde, admirado de aquella tenacidad que no comprendía, y mirando con atención a Maximiliano—, dejad que empiece: es una familia de Atridas. Dios les ha condenado, y sufrirán su sentencia. Todos desaparecerán, como frailes que los niños hacen con las cartas, y que caen con un soplo aunque sean doscientos. Hace tres meses fue el señor de Saint-Merán; poco después, su mujer. Hace pocos días, Barrois; hoy será el viejo Noirtier o la joven Valentina.
—¡Vos lo sabíais! —exclamó Morrel con un terror tal, que el propio Montecristo, que si hubiese visto hundirse el cielo hubiera permanecido impávido, tuvo que estremecerse y temblar—. ¿Lo sabíais, y nada me habéis dicho?
—¿Y qué importa? —respondió Montecristo—, ¿conozco yo acaso a esa gente? ¿Y es preciso que pierda a uno por salvar a otro? Por vida mía que entre el culpable y la víctima no sé a quién dar la preferencia.
—¡Pero yo! ¡Yo! —gritó Morrel fuera de sí—. ¡Yo la amo!
—¿Vos amáis? ¿A quién? —dijo Montecristo, cogiendo las dos manos que Morrel elevaba hacia el cielo.
—Amo como un insensato, locamente, como un hombre que daría toda su sangre por evitar que derramase una lágrima; amo a Valentina de Villefort, a quien asesinan en este instante. ¿Lo oís?, la amo, y pido a Dios y a vos que me ayuden a salvarla.
Montecristo dio un grito parecido al rugido del salvaje, y exclamó:
—¡Desdichado! ¡Amas a Valentina! ¡A esa hija de una raza maldita!
Jamás había visto Morrel semejante expresión. Jamás mirada tan terrible se había presentado ante sus ojos; ni el genio del terror, que tantas veces apareciera en los campos de batalla y en las noches homicidas de Argelia, se le había presentado con fulgor más siniestro. Quedóse aterrado.
Montecristo, después de pronunciar aquellas palabras, cerró un momento los ojos, como alucinado por una revelación interior; durante un instante permaneció recogido en sí, con tal poder que poco a poco viose sosegarse su alterado pecho; aquel silencio, aquella lucha duraron unos veinte segundos.
En seguida, el conde, levantando su pálida frente, dijo:
—Ya veis, querido amigo, cómo Dios sabe castigar a los hombres más fanfarrones, a los más indiferentes con los terribles espectáculos que presenta a su vida; yo, que miraba, espectador impasible y curioso, el desenlace de esa lúgubre tragedia; yo, que parecido al ángel malo, reía del mal que hacen los hombres al abrigo del secreto, y el secreto es fácil para los ricos y poderosos, he aquí que a mi vez me siento mordido por la serpiente, cuya tortuosa marcha observaba, y mordido en el mismo corazón.
Morrel dio un suspiro.
—Vamos, vamos —continuó el conde—, basta de quejas. Sed hombre, sed fuerte y esperad, porque estoy yo aquí y velo por vos.
Morrel meneó tristemente la cabeza.
—Os digo que esperéis, ¿me comprendéis? Habéis de saber que jamás miento y nunca me engaño. Son las doce, querido amigo; dad gracias al cielo que habéis venido a esta hora, en lugar de esta tarde o de mañana por la mañana. Prestad atención a lo que voy a deciros, Morrel: si Valentina no ha muerto a la hora presente, no morirá.
—¡Oh, Dios mío! ¡Dios mío! —exclamó Morrel—, ¡yo que la dejé expirando!
El conde puso una mano sobre su frente. ¿Qué ocurriría dentro de aquella cabeza llena de tan espantosos secretos? ¿Qué dijo a aquel espíritu implacable y humano a la vez el ángel de la luz o el de las tinieblas? Dios sólo lo sabe. Montecristo levantó la cabeza, y su fisonomía estaba tranquila como el niño que se despierta.