El Conde de Montecristo (73 page)

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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

BOOK: El Conde de Montecristo
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—Pero, señor conde —dijo vacilando Bertuccio—, ¿no me habéis dicho vos mismo que el abate Busoni, que oyó mi confesión en las prisiones de Nimes, os había advertido al enviarme a vuestra casa, que tenía una acción sola que reprenderme?

—Sí, pero como os dirigía a mí diciéndome que seríais un mayordomo excelente, creí que vuestro único delito había sido el robo.

—¡Oh!, señor conde —exclamó Bertuccio, con desprecio.

—Porque como erais corso no pudisteis resistir a la tentación de
hacer una piel
, como suele decirse en nuestro país, cuando al contrario, se le deshace una.

—¡Pues bien!, sí, excelencia; sí, mi buen señor, es cierto —exclamó Bertuccio, arrojándose a los pies del conde—; sí, es una venganza, lo juro, sólo una venganza.

—Comprendo, pero lo que no comprendo es que esta casa sea justamente la que os galvanice hasta tal punto.

—Pero, señor, es muy natural —replicó Bertuccio—, puesto que la venganza fue ejecutada en esta misma casa.

—¡Cómo! ¿Esta casa?

—¡Oh!, excelencia, aún no era vuestra…

—¿Pero de quién era? El portero nos ha dicho que del marqués de Saint-Meran. ¿Pero por qué diablos teníais que vengaros del marqués de Saint-Meran?

—¡Oh!, no era de él, señor, era de otro.

—Vaya un encuentro extraño —dijo Montecristo, pareciendo ceder a sus reflexiones—, que os halléis por casualidad, sin preparación alguna, en una casa donde ha pasado lo que os causa tan espantosos remordimientos.

—Señor —dijo el mayordomo—, todo esto es debido a la fatalidad, estoy seguro. Primero compráis una casa justamente en Auteuil, esta casa es la misma donde yo cometí el asesinato. Bajáis al jardín, justamente por una escalera por donde él bajó. Os detenéis justamente en el lugar donde él recibió el golpe. A dos pasos, debajo de ese plátano, estaba la fosa donde acababa de enterrar al niño. Todo eso no es casualidad, esto es la Providencia.

—Pues bien. Veamos, señor corso, supongamos que sea la Providencia, yo supongo siempre lo que quiero, además, a los espíritus débiles es preciso concederles todo lo que deseen. Vamos, reunid vuestras ideas y contadme eso.

—Solamente lo he contado una vez, señor, y fue al abate Busoni. Tales cosas —añadió Bertuccio moviendo la cabeza—, no se dicen más que bajo el sello de la confesión.

—Entonces, mi querido Bertuccio —dijo el conde—, os agradará que os envíe a vuestro confesor. Con él os haréis cartujo o bernardo, y hablaréis de vuestros secretos. Pero yo tengo miedo de un hombre que se asusta de semejantes fantasmas, no me gusta que mis servidores tengan miedo de pasearse por la noche en mi jardín; después, lo confieso, me haría muy poca gracia la visita de algún comisario de policía, porque, sabedlo, maese Bertuccio, en Italia no se paga la justicia si no se calla, pero en Francia no se la paga, al contrario, sino cuando habla. ¡Diantre!, os creía un poco más corso, un gran contrabandista, un hábil mayordomo, pero veo que tenéis otras cuerdas en vuestro arco. ¡Señor Bertuccio, quedáis despedido!

—¡Oh! ¡Señor, señor! —exclamó el mayordomo aterrado ante esta amenaza—. ¡Oh!, si no se necesita más que eso para quedar a vuestro servicio, hablaré, lo diré todo, y si me separo de vos, será para ir al cadalso!

—Eso es diferente —dijo Montecristo—, pero si queréis mentir, reflexionadlo, más vale que no me digáis nada.

—¡No, señor!, os lo juro por la salvación de mi alma, os lo diré todo, porque el abate Busoni no ha sabido más que una parte de mi secreto, pero primero, os lo suplico, apartaos de ese plátano; mirad, la luna va a salir, y ahí colocado como estáis, envuelto en esa capa que me oculta vuestro cuerpo que se asemeja al del señor Villefort…

—¡Cómo! —exclamó Montecristo—, es al señor de Villefort…

—¿Le conocía acaso vuestra excelencia?

—¿El antiguo procurador de Nimes?

—Sí.

—¿Que se casó con la hija del marqués de Saint-Meran?

—Eso es.

—¡Y que tenía la reputación del magistrado más honrado, más severo, más rígido…!

—Pues bien, señor —exclamó Bertuccio—, ese hombre de una reputación tan sólida e intachable…

—¡Continuad!

—¡Era un infame!

—¡Bah! —dijo Montecristo—, eso es imposible.

—Es la pura verdad.

—¿Sí…? —dijo Montecristo—, ¿y tenéis pruebas de ello?

—Tenía una, por lo menos.

—¿Y la habéis perdido? ¡Sois bien torpe!

—Sí, pero buscándola bien, podremos encontrarla.

—¡Bien! ¡Bien!, ahora contadme eso, señor Bertuccio, porque os digo que realmente me va interesando todo este asunto.

Y el conde, tarareando un aria de
Lucia
, se fue a sentar en un banco, mientras que Bertuccio le seguía, reuniendo sus ideas.

Bertuccio permaneció en pie delante del conde.

Capítulo
V
La vendetta

–¿
Por dónde quiere el señor conde que empiece a contar los sucesos? —preguntó Bertuccio.

—Por donde queráis —dijo Montecristo—, pues no sé absolutamente nada de todo ello.

—Sin embargo, yo creía que el abate Busoni había contado a vuestra excelencia.

—Sí, algunos detalles, sin duda, pero han pasado siete a ocho años y lo he olvidado todo.

—Entonces puedo, sin temor de fastidiar a vuestra excelencia.

—Hablad, señor Bertuccio, hablad; de algún modo he de pasar la noche.

—Los sucesos se remontan a 1815.

—¡Ah! ¡Ah! —dijo Montecristo—, no es ayer mismo, que digamos.

—No, señor, y sin embargo, los menores detalles los tengo tan presentes como si hubiesen sucedido ayer. Yo tenía una hermana y un hermano mayor, que estaba al servicio del emperador. Era teniente de un regimiento compuesto enteramente de corsos. Este hermano era mi único amigo. Habíamos quedado huérfanos, yo a los cinco años y él a los dieciocho. Me había criado como a un hijo. En 1814, en tiempo de los borbones, se había casado. El emperador salió de la isla de Elba, y mi hermano continuó a su servicio y, herido ligeramente en Waterloo, se retiró con el ejército detrás del Loira.

—Pero esa historia de los Cien Días que me contáis, señor Bertuccio, la he oído ya, si no me equivoco.

—Perdonad, excelencia, pero estos primeros detalles son necesarios, y me habéis prometido tener paciencia.

—¡Proseguid!, ¡proseguid!, cumpliré mi palabra.

—Un día recibimos una carta. Debo deciros que habitábamos en la pequeña aldea de Rogliano, en la extremidad del cabo Corso. Esta carta era de mi hermano. Nos decía que el ejército estaba licenciado, y que volvía por Château-Roux, Clermond-Ferrand, Le Puy y Nimes. Si tenía algún dinero me suplicaba que lo mandase a Nimes en casa de un fondista conocido nuestro, con el cual tenía yo algunas relaciones.

—De contrabando —respondió Montecristo.

—¡Pero, por Dios, señor conde! ¡Uno ha de ganarse la vida!

—Ciertamente; continuad, pues.

—Yo amaba tiernamente a mi hermano, ya os lo he dicho, excelencia; así, decidí no enviarle el dinero, sino llevárselo yo mismo. Poseía mil francos, dejé quinientos a Assunta, que era mi cuñada, tomé los quinientos restantes y me puse en camino para Nimes. Era cosa fácil, tenía mi barca un cargamento que hacer en el mar, todo secundaba mi proyecto. Pero hecho el cargamento, sopló viento contrario, de modo que estuvimos cuatro o cinco días sin poder entrar en el Ródano. Por fin lo conseguimos, llegamos hasta Arlés, dejé el barco entre Bellegarde y Beaucaire y me dirigí a Nimes.

—Y llegasteis, ¿no es así?

—Sí, señor, dispensadme, pero como ve vuestra excelencia, no digo más que las cosas absolutamente necesarias. Fuera de esto, era el momemo en que tenían lugar los famosos asesinatos del Mediodía. Había allí dos o tres bandidos llamados Trestaillón, Truphemy y Graffan, que degollaban por las calles a todos los presuntos bonapartistas. Sin duda, el señor conde habrá oído hablar de estos asesinatos.

—Vagamente, estaba muy lejos de Francia en esa época. Continuad.

—Al entrar en Nimes, se caminaba pisando sangre. A cada Paso se encontraban cadáveres, los asesinos organizados por bandas. Ante esta carnicería me entró miedo, no por mí; yo, simple pescador corso, no tenía gran cosa que temer, al contrario, aquel tiempo era bueno para nosotros, los contrabandistas, pero por mi hermano, por mi hermano, que era soldado del Imperio, que volvía del ejército del Loira con su uniforme y sus charreteras, y que por consiguiente tenía que temerlo todo. Corrí a la casa de nuestro fondista; mis presentimientos no me habían engañado. Mi hermano había llegado a Nimes y a la puerta misma del que iba a pedir hospitalidad, había sido asesinado. Pregunté a todo el mundo acerca de los asesinos, pero nadie se atrevía a decirme sus nombres, tan temidos eran. Pensé entonces en la justicia francesa, de que me habían hablado tanto, que no teme nada, y me presenté en casa del procurador del rey.

—Y ese procurador del rey ¿se llamaba Villefort? —preguntó el conde de Montecristo.

—Sí, excelencia. Venía de Marsella, en donde había sido sustituto. Su celo le había valido el ascenso. Decían que fue uno de los primeros que anunció al Gobierno el desembarco en la isla de Elba.

—Pero —interrogó Montecristo—, ¿vos os presentasteis en su casa?

—Señor —le dije yo—, mi hermano fue asesinado ayer en las calles de Nimes, yo no sé por quién, pero es vuestra obligación saberlo.

Vos sois aquí el jefe de la justicia, y a la justicia toca vengar a los que no ha sabido defender.

»—¿Y qué era vuestro hermano? —preguntó el procurador del rey.

»—Teniente del batallón corso.

»—Entonces, un soldado del usurpador, ¿no es es o?

»—Un soldado de los ejércitos franceses.

»—¡Y bien! —replicó—, se ha servido de la espada y ha perecido por la espada.

»—Os equivocáis; ha perecido por el puñal.

»—¿Qué queréis que haga? —respondió el magistrado.

»—Ya os lo he dicho, quiero que le venguéis.

»—¿Y de quién?

»—De sus asesinos.

»—¿Acaso los conozco yo?

»—Mandad que los busquen.

»—¿Para qué? Vuestro hermano habrá tenido alguna querella, y se habrá batido en duelo. Todos esos antiguos soldados cometen excesos; nuestras gentes del Mediodía no quieren ni a los soldados ni a los excesos.

»—Señor —respondí yo—, no os suplico por mí. Yo lloraría o me vengaría, eso sería todo, pero mi pobre hermano tenía una mujer, si me sucediese la misma desgracia a mí también, esta pobre criatura moriría de hambre, porque se mantenía sólo con el trabajo de mi hermano. Obtened para ella una pequeña pensión del gobierno.

»—Todas las revoluciones tienen sus catástrofes —respondió el señor de Villefort—, vuestro hermano ha sido víctima de ésta. Es una desgracia, pero el gobierno no debe nada a vuestra familia por esto. Si tuviésemos que juzgar todas las venganzas que los partidarios del usurpador han ejercido contra los partidarios del rey, cuando a su vez disponían del poder, puede ser que vuestro hermano hubiese sido hoy condenado a muerte. Lo que ha ocurrido es cosa muy natural, porque es la ley de las represalias.

»—¡Cómo, señor! —exclamé yo—, ¡es posible que me habléis así vos, un magistrado…!

»—Todos estos corsos son unos locos —respondió el señor de Villefort—, y creen aún que su compatriota es emperador. Os engañáis, amigo mío, debisteis decirme esto hace dos meses. Hoy es demasiado tarde. Idos, pues, y si no queréis, yo os haré marchar.

»Yo le miré un instante para ver si una nueva súplica podría alcanzar algo de aquel hombre, pero aquel hombre era de piedra. Me aproximé a él.

»—Y bien —le dije a media voz—, puesto que vos conocéis tan bien a los corsos, debéis saber cómo cumplen su palabra. Vos creéis que han hecho bien en matar a mi hermano, que era bonapartista, porque vos sois realista, ¡pues bien!, yo que también soy bonapartista, os declaro una cosa, y es que os he de matar. A contar desde este momento, os declaro la vendetta; así, pues, sabedlo, y guardaos mejor, porque la primera vez que nos encontremos cara a cara habrá llegado vuestra última hora.

»Y antes de que hubiese vuelto de su sorpresa, abrí la puerta y me marché.

—¡Ah, ah! —dijo Montecristo—, con vuestra humilde figura decir esas cosas, señor Bertuccio, ¡y a un procurador del rey! ¿Y sabía él al menos lo que quiere decir esa declaración?

—Tan bien lo sabía, que desde aquel momento no salió ya solo y se encerró en su casa, haciéndome buscar por todas partes. Por fortuna, estaba tan oculto que no pudo encontrarme. Entonces se apoderó de él el temor, y tuvo miedo de permanecer en Nimes. Solicitó un cambio de residencia y como era, en efecto, un hombre influyente, fue nombrado para Versalles, pero vos lo sabéis, no existen las distancias para un corso que ha jurado vengarse de su enemigo, y su carruaje, por bien conducido que fuese, no me ha llevado nunca más de media jornada de ventaja, a pesar de que le seguía a pie.

»Lo importante no era matarle, cien veces había encontrado ya ocasión, pero era menester matarle, sin ser descubierto, y sobre todo sin ser detenido. Por otra parte, yo no me pertenecía a mí mismo, tenía que proteger y mantener a mi cuñada. Durante tres meses espié al señor de Villefort, durante tres meses no dio un paso, un movimiento, un paseo, que mi mirada no le siguiese donde iba. Al fin, descubrí que venía misteriosamente a Auteuil; le seguí aún, y le vi penetrar en esta casa en que estamos ahora. Solamente que en lugar de entrar como todo el mundo, por la puerta de la calle, venía, unas veces a caballo, y otras en carruaje, dejaba el carruaje o el caballo en la posada, y entraba por esta puertecilla que veis allí.

Montecristo hizo con la cabeza un gesto que probaba que en medio de la oscuridad distinguía en efecto la entrada indicada por Bertuccio.

—Yo, que no tenía nada que hacer en Versalles, fijé mi residencia en Auteuil a hice mis indagaciones. Si quería, aquí es donde infaliblemente debía encontrarle. La casa pertenecía, como ha dicho el portero a vuestra excelencia, al señor de Saint-Meran, suegro de Villefort. El señor de Meran vivía en Marsella, por consiguiente esta casa no le servía de nada; así, pues, decían que acababa de alquilarla a una joven viuda a quien conocían bajo el nombre de la baronesa.

»En efecto, una noche, mientras yo estaba mirando por encima de la tapia, vi una mujer joven y hermosa que se paseaba sola por el jardín y miraba con frecuencia a la puertecita, y comprendí que esa noche esperaba a Villefort. Cuando estuvo bastante cerca de mí para que, a pesar de la oscuridad, pudiese distinguir sus facciones, vi a una mujer de dieciocho a diecinueve años, alta y rubia. Como sólo llevaba un peinador y nada ceñía su cintura, noté que estaba encinta y que su embarazo parecía muy avanzado.

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