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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

El Conde de Montecristo (68 page)

BOOK: El Conde de Montecristo
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—Por lo que ha dicho —murmuró Beauchamp—; es, desde luego, un gran señor.

—Un gran señor extranjero —añadió Debray.

—Un gran señor de todos los países, señor Debray —dijo Château-Renaud.

Como hemos dicho, el conde era un convidado bastante sobrio. Alberto se lo hizo observar, atestiguando el temor que desde el principio tuvo de que la vida parisiense no agradase al viajero en su parte más material, pero al mismo tiempo más necesaria.

—Querido conde —dijo—, temo que la cocina de la calle de Helder no os agrade tanto como la de la plaza de España. Hubiera debido preguntaros vuestro gusto, y haceros preparar algunos platos que os agradasen.

—Si me conocieseis mejor —respondió sonriéndose el conde—, no os preocuparíais por un cuidado casi humillante para un viajero como yo, que ha pasado sucesivamente con los macarrones en Nápoles, la polenta en Milán, la olla podrida en Valencia, el arroz cocido en Constantinopla, el karri en la India y los nidos de golondrinas en China. No hay cocina para un cosmopolita como yo. Como de todo y en todas partes, únicamente que como poco, y hoy que os quejáis de mi sobriedad, estoy en uno de mis días de apetito, porque desde ayer por la mañana no había comido.

—¡Cómo! ¿Desde ayer por la mañana? —exclamaron los convidados—, ¿no habéis comido desde hace veinticuatro horas?

—No —respondió Montecristo—, tuve que desviarme de mi ruta y tomar algunos informes en las cercanías de Nimes, de manera que me retrasé un poco y no he querido detenerme.

—¿Y habéis comido en vuestro carruaje? —preguntó Morcef.

—No, he dormido, como me ocurre cuando me aburro, sin valor para distraerme, o cuando siento hambre sin tener ganas de comer.

—¿Pero mandáis en vuestro sueño, señor? —preguntó Morrel.

—Casi.

—¿Tenéis receta para ello?

—Una receta infalible.

—He aquí lo que sería bueno para nosotros, los africanos, que no siempre tenemos qué comer y rara vez qué beber —dijo Morrel.

—Sí —dijo Montecristo—, desgraciadamente mi receta, excelente para un hombre como yo, que lleva una vida excepcional, sería muy peligrosa aplicada a un ejército que no se despertaría cuando se tuviese necesidad de él.

—¿Y se puede saber cuál es la receta? —preguntó Debray.

—¡Oh! Dios mío, sí —dijo Montecristo—, no hago secreto de ello, es una mezcla de un excelente opio que he ido a buscar yo mismo a Cantón, para estar seguro de obtenerlo puro, y del mejor hachís que se cosecha en Oriente, es decir, entre el Tigris y el Éufrates. Se reúnen estos dos ingredientes en proporciones iguales y se hace una especie de píldoras, que se tragan cuando hay necesidad. Diez minutos más tarde producen el efecto. Preguntad al barón Franz d’Epinay, pues creo que él lo ha probado un día.

—Sí —respondió Morcef—, me ha dicho algunas palabras sobre ello, y ha guardado al mismo tiempo un recuerdo muy agradable.

—Pero —dijo Beauchamp, quien en su calidad de periodista era muy incrédulo—, ¿lleváis esas drogas con vos?

—Constantemente —respondió Montecristo.

—¿Sería indiscreción el pediros ver esas preciosas píldoras? —exclamó Beauchamp, creyendo poner al conde en un aprieto.

—No, señor —respondió el conde, y sacó de su bolsillo una maravillosa cajita incrustada en una sola esmeralda, y cerrada por una rosca de oro, que desatornillándose, daba paso a una bolita de color verdoso y del tamaño de un guisante. Esta bola tenía un color ocre y olor penetrante. Había cuatro o cinco iguales en la esmeralda, y podía contener hasta una docena.

La cajita fue pasando de mano en mano por todos los invitados, más para examinar esta admirable esmeralda que para ver o analizar las píldoras.

—¿Es vuestro cocinero quien os prepara este manjar? —inquirió Beauchamp.

—No, no, señor —dijo Montecristo—, yo no entrego mis goces reales como éste a merced de manos indignas. Soy bastante buen químico, y preparo las píldoras yo mismo.

—Es una esmeralda admirable, y la más gruesa que he visto jamás, aunque mi madre tiene algunas joyas de familia bastante notables —dijo Château-Renaud.

—Tenía tres iguales —respondió Montecristo—, he dado una al Gran Señor, que la ha hecho engarzar en su espada; otra a nuestro Santo Padre el Papa, que la hizo incrustar en su mitra, frente a otra esmeralda casi parecida, pero menos hermosa, sin embargo, que había sido regalada a su predecesor por el emperador Napoleón. He guardado la tercera para mí, y la he hecho ahuecar, lo que le ha quitado la mitad de su valor, pero es más cómoda para el use a que he querido destinarla.

Todos contemplaban a Montecristo con admiración. Hablaba con tanta sencillez, que era evidente que decía la verdad o que estaba loco; sin embargo, la esmeralda que había quedado entre sus manos hacía que se inclinasen hacia la primera suposición.

—¿Y qué os dieron esos dos hombres a cambio de tan magnífico regalo? —preguntó Debray.

—El Gran Señor, la libertad de una mujer —respondió el conde—; nuestro Santo Padre el Papa, la vida de un hombre. De suerte que, una vez en mi vida, he sido tan poderoso como si Dios me hubiese hecho nacer en las gradas de un trono.

—Y es a Pepino a quien habéis libertado, ¿no es verdad? —exclamó Morcef—. ¿Es en él en quien habéis hecho aplicación de vuestro derecho de gracia?

—Tal vez —dijo Montecristo sonriendo.

—Señor conde, no podéis formaros una idea del placer que experimento al oíros hablar así —dijo Morcef—. Os había anunciado a mis amigos como un hombre fabuloso, como un mago de las
Mil y una noches
, como un nigromántico de la Edad Media; pero los parisienses son tan sutiles y materiales, que toman por capricho de la imaginación las verdades más indiscutibles, cuando estas verdades no entran en todas las condiciones de su existencia cotidiana. Por ejemplo, aquí tenéis a Debray y Beauchamp, que leen, todos los días, que han sorprendido y han robado en el boulevard a un miembro del Jockey Club que se retiraba tarde, que han asesinado a cuatro personas en la calle de Saint-Denis, o en el arrabal de Saint-Germain; que han apresado diez, quince o veinte ladrones, sea en un café del boulevard del Temple, o en San Julián; que disputan la existencia de los bandidos de Marennes del campo de Roma, o de las lagunas Pontinas. Decidles, pues, vos mismo, os lo suplico, señor conde, que he sido raptado por esos bandidos, y que sin vuestra generosa intercesión esperaría hoy probablemente la resurrección eterna en las catacumbas de San Sebastián, en lugar de darles una comida en mi casita de la calle de Helder.

—¡Bah! —dijo Montecristo—, me habíais prometido no hablarme nunca de ese asunto.

—No soy yo, señor conde —exclamó Morcef—, es algún otro a quien habéis hecho el mismo servicio que a mí y al que confundiréis conmigo.

—Os ruego que hablemos de otra cosa —dijo el conde de Montecristo—, porque si continuáis hablando de esta circunstancia, puede ser que me digáis, no solamente un poco de lo que sé, sino algo de lo que ignoro. Pero me parece —añadió sonriendo—, que habéis representado en todo este asunto un papel bastante importante para saber tan bien como yo lo que ha pasado.

—¿Queréis prometerme, si digo todo lo que sé —dijo Morcef—, decirme luego lo que vos sepáis?

El conde respondió:

—De acuerdo.

—Pues bien —replicó Morcef—, aunque padezca mi amor propio, he de decir que me creí durante tres días objeto de las atenciones de una máscara, a quien yo juzgué alguna descendiente de las Julias o de las Popeas, entretanto que era pura y sencillamente objeto de las coqueterías de una contadina, y observad que digo contadina por no decir aldeana. Lo que sé es que, como un inocente, más inocente aún que de quien yo hablaba ahora, tomé por esta aldeana a un joven bandido de quince a dieciséis años, imberbe, de talle delicado, quien en el momento en que quería propasarme hasta depositar un beso en sus castos hombros, me puso una pistola en el pecho, y con la ayuda de siete a ocho de sus compañeros, me condujeron, o mejor dicho, me arrastraron, al fondo de las catacumbas de San Sebastián, donde encontré al jefe de los bandidos, por cierto, tan instruido que leía los
Comentarios del César
, y que se dignó interrumpir su lectura para decirme, que si al día siguiente a las seis de la mañana no entregaba cuatro mil escudos, al día siguiente a las seis y cuarto habría dejado de existir. La carta obra en poder de Franz, firmada por mí, con una postdata de Luigi Vampa. Si dudáis de ello, escribo a Franz, el cual hará legalizar las firmas. Hasta aquí, todo lo que sé. Lo que yo no sé ahora es cómo fuisteis, señor conde, a infundir tanto respeto a los bandidos de Roma, que respetan tan pocas cosas. Os confieso que Franz y yo nos quedamos sorprendidos.

—Es muy sencillo —respondió el conde—, yo conocía al famoso Vampa hacía más de diez años. Muy joven, cuando era pastor, un día que le di una moneda de oro por haberme enseñado ml camino, me dio, para no deberme nada, un puñal tallado por él y que habréis visto en mi colección de armas. Más tarde, sea que hubiese olvidado este cambio de regalos o que no me hubiese reconocido, intentó robarme, pero fui yo, al contrario, quien le apresé a él y a una docena de los suyos. Podía entregarle a la justicia romana, que es ejecutiva, y que lo hubiera sido aún más con ellos, pero no hice nada. Lo solté con sus compañeros.

—Pero con la condición de que no robarían ya más —dijo el periodista riendo—. Veo con placer que han cumplido escrupulosamente su palabra.

—No, señor —respondió Montecristo—, con la simple condición de que me respetaría a mí y a los míos. Lo que voy a deciros se os antojará extraño a vosotros, señores socialistas, progresistas, humanitaristas, y es que yo no me ocupo nunca de mi prójimo, no procuro nunca proteger a la sociedad que no me protege, y diré aún más, que no se ocupa generalmente de mí, sino para perjudicarme, y retirándoles mi estimación y guardando la neutralidad frente a ellos, es aún la sociedad y mi prójimo quienes me deben agradecimiento.

—¡Sea en buena hora! —exclamó Château-Renaud—. He aquí el primer hombre intrépido a quien he oído predicar leal y francamente el egoísmo, es hermoso esto: ¡Bravo, señor conde!

—Por lo menos es franco —dijo Morrel—, pero estoy seguro que el señor conde no se habrá arrepentido de haber faltado alguna vez a los principios que, sin embargo, acaba de exponernos de una manera tan absoluta.

—¿Cómo que he faltado a esos principios? —inquirió Montecristo, que de vez en cuando no podía dejar de mirar a Maximiliano con tanta atención que ya dos o tres veces el atrevido joven había bajado los ojos delante de la mirada fija y penetrante del conde.

—Me parece —respondió Morrel—, que libertando al señor de Morcef, a quien no conocíais, servíais a vuestro prójimo y a la sociedad.

—De la cual constituye su ornato más preciado —dijo gravemente Beauchamp, vaciando de un solo sorbo un vaso de champán.

—Señor conde —exclamó Morcef—, estáis cogido, a pesar de ser uno de los más sólidos argumentadores que conozco, y se os va a demostrar que, lejos de ser un egoísta, sois, al contrario, un filántropo.

¡Ah, señor conde! Vos os llamáis oriental, levantino, malayo, indio, chino, salvaje, os llamáis Montecristo por vuestro nombre de familia, Simbad el Marino por vuestro nombre de pila y al poner el pie en París, poseéis por instinto el mayor mérito o el mayor defecto de nuestros excéntricos parisienses, es decir, que usurpáis los vicios que no tenéis, y que ocultáis las virtudes que os adornan.

—Mi querido vizconde —repuso Montecristo—, no veo en todo lo que he dicho o hecho, una sola palabra que me valga por vuestra parte y la de estos señores el pretendido elogio que acabo de recibir. Vos no sois un extraño para mí, porque os conocía, os había cedido dos habitaciones, dado de almorzar, prestado uno de mis carruajes, porque habíamos visto pasar las máscaras juntos en la calle del Corso, y porque habíamos presenciado desde una ventana de la plaza del Popolo aquella ejecución que os causó tan fuerte impresión. Ahora bien, pregunto a estos señores, ¿podía yo dejar a mi huésped en manos de esos infames bandidos, como vos los llamáis? Además, vos lo sabéis, el salvador tenía una segunda intención, que era servirme de vos para introducirme en los salones de París cuando viniese a visitar Francia. Algún tiempo habéis podido considerar esta resolución como un proyecto vago y fugitivo, pero hoy, bien lo veis, es una realidad, a la cual es menester someteros, so pena de faltar a vuestra palabra.

—Y he de cumplirla —dijo Morcef—, pero temo que quedéis descontento, mi querido conde. Vos que estáis acostumbrado a los grandes parajes, a los acontecimientos pintorescos, a los horizontes fantásticos. Nosotros no conocemos el menor episodio del género de aquellos a que os ha acostumbrado vuestra vida aventurera. Nuestro Chimborazo es Montmartre, nuestro Himalaya es el Mont-Valerien, nuestro gran desierto es la llanura de Grenelle, en que hay algún que otro pozo para que las caravanas encuentren agua. Entre nosotros hay ladrones, pero de esos ladrones que temen más a un muchacho del pueblo que a un gran señor; en fin, Francia es un país tan prosaico, y París una ciudad tan civilizada, que no encontraréis en nuestros ochenta y cinco departamentos, digo ochenta y cinco, porque exceptúo Córcega, no hallaréis en nuestros ochenta y cinco departamentos la menor montaña en que no haya un telégrafo y la menor gruta, por lóbrega que sea, en que un comisario de policía no haya hecho poner el gas. Sólo un servicio puedo prestaros, mi querido conde, y es presentaros por todas partes, o haceros presentar por mis amigos, pero vos no tenéis necesidad de nadie para eso, con vuestro nombre, vuestra fortuna y vuestro talento (Montecristo se inclinó con una sonrisa ligeramente irónica), os podéis presentar sin necesidad de nadie, y seréis bien recibido de todo el mundo. En realidad, únicamente puedo serviros en una cosa: si alguna de las costumbres de la vida parisiense, alguna experiencia, algún conocimiento de nuestros bazares pueden recomendarme a vos, me pongo a vuestra disposición para buscaros una casa de las mejores. No me atrevo a proponeros que compartáis conmigo mi habitación, tal como hice yo en Roma con la vuestra, yo que no profeso el egoísmo, pero que soy egoísta por excelencia, no podría tolerar en mí cuarto ni una sombra, a no ser la de una mujer.

—¡Ah!, ésa es una reserva conyugal. En efecto, en Roma me dijisteis algo acerca de un casamiento…, debo felicitaros por vuestra próxima felicidad.

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