El bandido contemplaba esta escena con aire estupefacto. Hallábase acostumbrado a ver temblar en su presencia a los prisioneros, pero ahora había encontrado a uno cuyo humor festivo no sufriera la menor alteración. Por lo que hace a Franz, estaba altamente satisfecho y halagado al considerar que Alberto había sabido sostener el honor nacional ante toda una reunión de bandidos.
—Mi querido Alberto —le dijo—, si queréis daros prisa, todavía llegaremos a tiempo de poder acabar la noche en casa de Torlonia. Continuaréis vuestro galop en el punto mismo en que lo suspendisteis, y de este modo no guardaréis rencor alguno al señor Luigi, que realmente se ha portado en este asunto con una extremada galantería.
—Tenéis razón, en efecto, puesto que si nos apresuramos podemos llegar casi antes de las dos. Señor Luigi —continuó Alberto—, ¿hay que cumplir alguna otra formalidad antes de marcharse?
—Ninguna, caballero —contestó el bandido—, sois tan libre como el aire.
—En este caso, que lo paséis bien. Vamos, señores, vamos.
Y Alberto, seguido de Franz y del conde, bajó la escalera y atravesó la gran sala cuadrada. Todos los bandidos estaban de pie, sombrero en mano.
—Pepino —dijo el jefe—, dadme la antorcha.
—¿Qué vais a hacer? —inquirió Montecristo.
—Conduciros hasta fuera —dijo el capitán—, es la más pequeña prueba que puedo dar de mi adhesión a vuestra excelencia.
Dichas estas palabras, tomando la antorcha encendida de las ma nos del pastor, marchó delante de sus huéspedes, no como un criado que ejecuta un acto de servidumbre, sino como un rey que precede a los embajadores. Al llegar a la puerta se inclinó.
—Ahora, señor conde —dijo—, os renuevo mis protestas y espero que no me guardéis ningún resentimiento por lo que acaba de suceder.
—No, mi querido Vampa. Por otra parte, enmendáis vuestros errores con tanta galantería, que casi uno se ve tentado a agradecer el que los hayáis cometido.
—Señores —repuso el jefe, dirigiéndose a los dos jóvenes—, tal vez la oferta os presentará poco atractivo, mas si algún día llegaseis a tener deseos de hacerme una nueva visita, estad seguros de que seréis bien recibidos dondequiera que me encuentre.
Franz y Alberto saludaron. El conde salió el primero, Alberto en seguida, Franz quedó el último.
—¿Vuestra excelencia tiene algo que mandarme? —dijo Vampa sonriendo.
—Sí —contestó Franz—, deseo, quiero decir, tengo curiosidad por saber qué obra era la que leíais con tanta atención cuando hemos lle gado.
—
Los Comentarios de César
—dijo el bandido—, es mi libro predilecto.
—¡Qué hacéis! —preguntó Alberto—. ¿Nos seguís u os quedáis?
—Al momento, heme aquí —contestó Franz.
Y salió a su vez del pasadizo. Habrían andado ya algunos pasos, cuando Alberto les detuvo para volver atrás.
—¿Me permitís, capitán?
Y encendió tranquilamente un cigarro en la antorcha de Luigi Vampa.
—Ahora, señor conde —dijo, así que hubo concluido—, apresurémonos cuanto sea posible, porque deseo con viva impaciencia terminar la noche en casa del duque Bracciano.
Hallaron el coche en el punto en que lo dejaron. El conde dijo una sola palabra en árabe a Alí y los caballos partieron a escape. Marcaba las dos en punto el reloj de Alberto cuando los dos amigos entraban en el salón de baile. Su regreso llamó altamente la atención, mas como entraron juntos, todas las inquietudes que la ausencia de Alberto motivara, cesaron en seguida.
—Señora —dijo Morcef dirigiéndose a la condesa—, ayer tuvisteis la bondad de prometerme un galop; cierto es que vengo algo tarde a reclamaros tan satisfactoria promesa, pero aquí está mi amigo, cuya veracidad conocéis, que os dirá que la tardanza no ha sido por culpa mía.
Y como en este instante la música preludiaba un galop, Alberto ciñó con su brazo el talle de la condesa y desapareció con ella entre el torbellino de danzantes.
En todo el resto de la noche, Franz no pudo apartar de su imaginación el singular estremecimiento que recorrió todo el cuerpo del conde de Montecristo en el instante en que se vio precisado a estrechar la mano que Alberto le tendiera.
A
l día siguiente, las primeras palabras que pronunció Alberto fueron para proponer a Franz el ir a visitar al conde. Ya le había dado las gracias la víspera, pero creía que por un servicio como aquél valía la pena repetírselas. Franz, a quien una atracción mezclada de terror le atraía hacia el conde de Montecristo, no quiso dejarle ir solo a casa de aquel hombre y decidió acompañarle. Ambos fueron introducidos y cinco minutos después se presentó el conde.
—Señor conde —le dijo Alberto—, permitidme que os repita hoy lo que ayer os expresé mal, y es que no olvidaré jamás en qué circunstancia me habéis socorrido, y que siempre recordaré que os debo casi mi vida.
—Querido vecino —respondió el conde riendo—, exageráis vuestro agradecimiento. Me debéis una pequeña economía de unos veinte mil francos en vuestra cartera de viaje, y nada más. Bien veis que no merece la pena volver a hablar de ello, y por mi parte os felicito cordialmente, pues habéis estado admirable en valor y en sangre fría.
—¡Qué queréis, conde! —dijo Alberto—, me he figurado que había tenido una disputa, que a ella había seguido un duelo, y he querido hacer comprender una cosa a esos bandidos, que aunque en todos los países del mundo se baten, sólo los franceses se baten riendo. Sin embargo, como mi agradecimiento para con vos no es menos grande, vengo a preguntaros si yo, mis amigos o mis conocidos os podrían ser útiles en algo. Mi padre, el conde de Morcef, que es de origen español, ocupa una elevada posición en Francia y en España; vengo, pues, a ponerme yo y las personas que me aprecian, a vuestra disposición.
—Para que os deis cuenta de hasta qué punto llega mi franqueza —dijo el conde—, os confieso, señor de Morcef, que esperaba vuestra oferta y la acepto de todo corazón. Ya había yo contado con vos para pediros un servicio.
—¿Cuál?
—Jamás he estado en París.
—¡Cómo! —exclamó Alberto—, ¿habéis podido vivir sin ver París? Parece increíble.
—Y, sin embargo, ya veis que no lo es. Pero reconozco como vos que continuar por más tiempo en la ignorancia de la capital del mundo inteligente es cosa imposible. Aún hay más; tal vez hubiera hecho ese indispensable viaje hace tiempo, si hubiese conocido a alguno que pudiera introducirme en ese mundo, en el que no tengo relación ninguna.
—¡Oh! ¡Un hombre como vos! —exclamó Alberto.
—Me halagáis demasiado, pero como yo no conozco en mí mismo otro mérito que el de poder competir, en cuanto a millones, con vuestros más ricos banqueros, y puesto que mi viaje a París no es para jugar a la bolsa, quiere decir que esto es lo único que me ha detenido. Ahora me decide vuestra oferta. Veamos: ¿os comprometéis, mi querido señor de Morcef —y el conde acompañó estas palabras con una sonrisa singular—, os comprometéis cuando vaya a Francia, a abrirme las puertas de ese mundo, al que seré tan extraño como un hurón o conchinchino?
—¡Oh!, por lo que a eso se refiere, señor conde, con sumo gusto me tendréis a vuestras órdenes —respondió Alberto—, y tanto más, cuanto que por una carta que esta misma mañana he recibido, se me llama a París, donde se trata de una alianza con una de las familias de más prestigio y de mejores relaciones en el mundo parisiense.
—¿Alianza por casamiento? —dijo Franz, riendo.
—¿Y por qué no? Así, pues, cuando vayáis a París, me hallaréis convertido en un hombre de juicio, un padre de familia. ¿No se hallará esta nueva posición social en armonía con mi natural gravedad? En todo caso, conde, os lo repito, yo y los míos estamos a vuestra disposición.
—Acepto —dijo Montecristo—, porque os juro que sólo me faltaba esta ocasión para realizar ciertos planes que proyecto hace mucho tiempo.
Franz no dudó que estos proyectos serían los mismos acerca de los cuales el conde había dejado escapar una palabra en la gruta de Montecristo, y miró al conde mientras decía estas palabras, tratando de leer en sus facciones alguna revelación de aquellos planes que le conducían a París, pero era muy difícil penetrar en el alma de aquel hombre, sobre todo cuando encubría con una sonrisa sus sensaciones.
—Pero seamos francos, conde —dijo Alberto, cuyo amor propio no dejaba de sentirse halagado con la misión de introducir a Montecristo en los salones de París—, seamos francos. ¿Es acaso lo que decís sólo uno de esos proyectos que, edificados sobre arena, son destruidos por el primer soplo de viento?
—No, os lo aseguro —dijo el conde—; deseo ir a París, y no sólo lo deseo, sino que hasta es indispensable que vaya.
—¿Y cuándo?
—¿Cuándo estaréis allí vos?
—¡Yo! Dentro de quince días o tres semanas a más tardar, sólo el tiempo para llegar allá.
—¡Pues bien! —dijo el conde—. Os doy de término tres meses. Bien veis que no ando indeciso en señalaros el plazo que debe mediar hasta nuestra próxima entrevista.
—Y dentro de tres meses —exclamó Alberto lleno de gozo—, ¿iréis a llamar a mi puerta?
—¿Queréis mejor una cita de día y hora? —dijo el conde—. Os prevengo que soy muy exacto.
—Perfectamente —respondió Alberto.
—¡Pues bien, sea!
Y tendió la mano hacia un calendario colgado junto a un espejo.
—Hoy estamos a 21 de febrero; son las diez y media de la mañana —dijo sacando el reloj—. ¿Queréis esperarme el 21 de mayo próximo a las diez y media de la mañana?
—Sí, sí —exclamó Alberto—; el almuerzo estará preparado.
—¿Dónde vivís?
—Calle de Helder, número 27.
—¿Vivís en vuestra casa… solo? ¿Tendré que incomodar a alguien?
—Vivo en el palacio de mi padre, pero en un pabellón en el fondo del patio, enteramente separado del resto de la casa.
—Bien.
Montecristo sacó su cartera y escribió: «Calle Helder, número 27 - 21 de mayo, a las diez y media de la mañana».
—Y ahora —dijo el conde, guardando su cartera en el bolsillo—, perded cuidado, porque os advierto que la aguja de vuestro reloj no será más exacta que la del mío.
—¿Os volveré a ver antes de mi partida? —preguntó Alberto.
—Depende, ¿cuándo partís?
—Mañana, a las cinco de la tarde.
—En ese caso me despido de vos. Porque tengo que irme a Nápoles y no estaré aquí de vuelta hasta el sábado por la noche o el domingo por la mañana. Y vos —preguntó el conde a Franz—, ¿partís también, señor barón?
—Sí.
—¿Para Francia?
—No, por Venecia. Me quedo todavía un año o dos en Italia.
—¿Entonces, no nos veremos en París?
—Temo que no podré tener ese honor.
—Vamos, señores, buen viaje —dijo el conde a los dos amigos, presentándoles una mano a cada uno.
Era la primera vez que Franz tocaba la mano de aquel hombre, y al hacerlo se estremeció, porque aquella mano estaba helada como la de un muerto.
—Por última vez —dijo Alberto—, queda dicho bajo palabra de honor, ¿no es verdad? Calle de Helder, número 27, el día 21 de mayo, a las diez y media de la mañana.
—El 21 de mayo, a las diez y media de la mañana, calle de Helder, número 27 —respondió Montecristo.
Después de esto, los dos jóvenes saludaron al conde y salieron.
—¿Qué os ocurre? —dijo Alberto a Franz al entrar en su cuarto—, parecéis disgustado.
—Sí —dijo Franz—, os lo confieso, el conde es un hombre singular y me causa inquietud esa cita que os ha dado en París.
—Esa cita… ¡con inquietud!, ¡ja!, ¡ja!, ¡ja!, estáis loco, mi querido Franz —exclamó Alberto.
—¡Qué queréis! —dijo Franz—, loco o no, tal es mi idea.
—Escuchad —dijo Alberto—, y me alegro que se presente ocasión de decíroslo, siempre os he encontrado muy frío, con relación al conde, quien por su parte no puede haber estado más fino y expresivo para con nosotros. ¿Tenéis algún motivo particular de resentimiento contra él?
—Quizás.
—¿Le habéis visto ya en alguna parte antes de encontrarle aquí?
—Sí.
—¿Dónde?
—¿Me prometéis no decir una palabra a nadie de lo que voy a contaros?
—Prometido.
—Está bien. Escuchad, pues.
Y entonces Franz contó a Alberto su excursión a la isla de Montecristo, cómo había encontrado allí una tripulación de contrabandistas, y entre ellos dos bandidos corsos. Contó la hospitalidad mágica que el conde le dio en su gruta de las
mil y una noches
; habló de la cena, no pasó por alto el
hachís
, las estatuas, la realidad y el sueño. Le dijo que al despertar, por única prueba de tan extraños acontecimientos, ya no quedaba más que aquel pequeño yate, en alta mar, muy lejos, envuelto entre la niebla que se desprende del horizonte y encaminándose a toda vela a Porto-Vecchio. Habló luego de Roma, de la noche del Coliseo, de la conversación que había oído entre él y Vampa, conversación relativa a Pepino, y en la cual el conde había prometido obtener el perdón del bandido, promesa que tan bien había cumplido, como habrán podido juzgar nuestros lectores.
Al fin llegó a la aventura de la noche precedente, al apuro en que se había encontrado al ver que le faltaban para completar la suma seis a ochocientas piastras, en fin, a la idea que le ocurriera de dirigirse al conde, idea que había tenido a la vez un resultado tan novelesco y tan satisfactorio.
Alberto escuchó a Franz con la más profunda atención.
—¡Y bien! —le dijo cuando hubo concluido—. ¿Qué encontráis en todo eso de particular? El conde es viajero, el conde tiene un buque suyo, porque es rico. Id a Portsmouth y a Southampton, veréis los puertos atestados de yates pertenecientes a ricos ingleses que tienen el mismo capricho. Para saber dónde hospedarse en sus excursiones, para no probar nada de esa espantosa cocina, a que estoy sujeto yo hace cuatro meses y vos cuatro años, para no dormir en esas detestables camas donde no puede uno cerrar los ojos, hace amueblar una habitación en Montecristo; cuando su habitación está amueblada teme que el gobierno toscano le despida y sus gastos sean perdidos; entonces compra la isla y toma el nombre de ella. Amigo mío, buscad en vuestra memoria, y decidme, ¿cuántas personas conocidas de nosotros toman el nombre de una propiedad que jamás fue suya?
—¿Pero —dijo Franz a Alberto—, esos bandidos corsos que se hallan entre su tripulación…?