Cuando Edmundo, en una especie de delirio, ocasionado por su abatimiento y el vacío de su inteligencia, pronunciaba tan ardiente plegaria, vuelto con ansiedad a Marsella, vio aparecer en la punta de la isla de Pomegue, dibujando en el horizonte su vela latina, semejante a una gaviota que vuela rozando la superficie de las aguas, un barquichuelo en el que sólo el ojo de un marino podía reconocer una tartana genovesa, estando como estaba el mar todavía un tanto nebuloso. Salía del puerto de Marsella y entraba en alta mar cortando las espumas con su aguda proa, que abría a sus costados redondos un camino más fácil.
«¡Oh! —exclamó Edmundo—. ¡Pensar que si no temiese que me reconocieran por fugitivo y me llevasen a Marsella, podría yo alcanzar aquel barco dentro de media hora! ¿Qué he de hacer? ¿Qué he de decir? ¿Qué fábula inventaré para engañarlos? Esas gentes, que son contrabandistas y casi piratas, y que con pretexto del comercio de cabotaje merodean por las costas, preferirán venderme a hacer una buena acción que no les produzca nada.
»Esperemos.
»Pero esperar es cosa imposible, me estoy muriendo de hambre, dentro de pocas horas perderé las escasas fuerzas que me quedan, se acerca además la hora de la visita del carcelero, todavía no han dado la señal de alarma, acaso no sospecharán nada aún, puedo pasar por uno de los marineros de esa barca pescadora que ha naufragado esta noche. Esto no es inverosímil, ninguno de ellos vendrá a contradecirme, porque todos han muerto.
»Vamos.
Al decir estas palabras, Dantés volvió los ojos hacia el sitio en que la barca se había hecho pedazos, y se estremeció. En la punta de una roca se había quedado agarrado el gorro frigio de uno de los marineros, y flotando cerca de allí los restos de la carena, tablas insignificantes que el mar arrojaba contra el cimiento granítico de la isla.
Dantés se determinó al instante a volver a echarse al mar, nadó hacia el gorro, se lo puso, y cogiendo una de las tablas, preparóse a salir al paso a la tartana.
—¡Ya me he salvado! —murmuró.
Y esta esperanza le infundió nuevas fuerzas.
El barco se dejó ver muy pronto, iba contra viento, entre el castillo de If y la torre de Planier. Dantés llegó a sospechar y temer que en vez de seguir costeando entrase de lleno en alta mar, como de seguro lo hubiese hecho si navegara con rumbo a Córcega o Cerdeña, mas luego dedujo el nadador, de sus maniobras, que iba a pasar entre las islas de Jaros y Calaseraigne, como suelen todos los barcos que van a Italia.
Entretanto, nadador y buque se aproximaban uno a otro insensiblemente. En una de sus bordadas, el barco llegó a estar un cuarto de legua de Dantés, que sacó entonces el cuerpo fuera del agua, agitando su gorro en señal de apuro, pero sin duda no lo vio ningún marinero, puesto que el buque viró de bordo. Dantés pensó dar gritos, pero calculando la distancia, comprendió que su voz no llegaría hasta el buque, perdida y ahogada por las brisas marinas y el rumor de las olas.
Entonces comprendió lo útil que le había sido coger una de las muchas tablas que arrojó el mar pertenecientes al barco que naufragó y se felicitó a sí mismo por su precaución de extenderse sobre una de ellas. Débil como estaba ya, acaso no hubiese podido sostenerse a flor de agua hasta que la tartana pasase, y de seguro que si ésta pasaba sin verle, cosa muy posible, no podría volver a la isla.
Aunque estuviese casi cierto del camino que seguía, los ojos de Edmundo acompañaban a la tartana con cierta ansiedad, hasta que la vio amainar y volverse hacia él. Entonces siguió avanzando hacia su encuentro, pero antes de llegar empezó el barco a virar de bordo. En aquel momento, Dantés, por un esfuerzo supremo, se puso casi de pie sobre el agua, tremolando su gorro y lanzando uno de esos gritos lastimeros que solamente lanzan los marineros cuando están en peligro, gritos que parecen el lamento de algún genio del mar. Esta vez le vieron y le oyeron. Interrumpió la tartana su maniobra, torciendo el rumbo hacia él, y hasta distinguió Edmundo al propio tiempo que se preparaban a echar una lancha al agua.
Un instante después, la lancha con dos hombres se dirigió a su encuentro, cortando con sus dos remos el agua. Abandonó entonces Dantés la tabla, que ya no creía necesitar, y nadó con toda su fuerza por ahorrar al barco la mitad del camino.
Sin embargo el nadador contaba con fuerzas ya casi nulas, y conoció entonces cuán útil le era aquella tabla que flotaba ahora a cien Pasos de allí. Empezaron a agarrotarse sus brazos, perdieron la flexibilidad sus piernas, sus movimientos eran forzados y vanos, y dificultosa su respiración. A un segundo alarido que lanzó, los remeros redoblaron sus esfuerzos y uno de ellos le gritó:
—¡Ánimo!
Esta palabra llegó a su oído en el momento en que una oleada pasaba par encima de su cabeza, cubriéndole de espuma.
Cuando volvió a salir a la superficie, Dantés azotaba el agua con esos ademanes desesperados del hombre que se ahoga. Después exhaló otro grito, y se sintió atraído hacia el fondo del mar coma si aún llevara a los pies la bala mortal. A través del agua, que pasaba par encima de su cabeza, veía un cielo lívido con manchas negruzcas. Otro esfuerzo violento volvió a llevarle a la superficie.
Parecióle aquella vez que le agarraban por los cabellos, y luego perdió la vista y el oído. Se había desmayado. Al abrir de nuevo los ojos, hallóse Dantés en el puente de la tartana, que seguía su camino, y su primera mirada fue para ver cuál seguía; iba alejándose del castillo de If.
Tan debilitado estaba Dantés, que la exclamación de júbilo que hizo pareció un suspiro de dolor.
Como dejamos dicho, estaba acostado en el puente; un marinero le frotaba los miembros con una manta; otro, en quien reconoció al que le había gritado «¡Ánimo!», le acercaba a los labios una cantimplora, y otro, en fin, marinero viejo, que era a la par piloto y patrón, le miraba con ese sentimiento de piedad egoísta que inspira generalmente a los hombres un desastre del que se han librado la víspera, y que puede sobrevenirles al día siguiente.
Algunas gotas de ron que contenía la cantimplora reanimaron el desfallecido corazón del joven, al paso que las friegas que seguía dándole el marinero, de rodillas, contribuían a que sus miembros recobrasen la elasticidad.
—¿Quién sois? —le preguntó en mal francés el patrón.
—Soy —respondió Edmundo en mal italiano—, un marinero maltés. Veníamos de Siracusa con cargamento de vino, cuando la tormenta de esta noche nos sorprendió en el cabo Morgión, estrellándonos en esas rocas que veis allá abajo.
—¿De dónde venís?
—De aquellas rocas, donde tuve la fortuna de agarrarme, mientras nuestro pobre capitán se hacía pedazos, los otros tres compañeros se ahogaron y creo que soy el único que me salvé. Vislumbré vuestro barco, y temeroso de tener que esperar mucho tiempo en esta isla desierta, me atreví a saliros al encuentro en una tabla, resto del naufragio. Gracias, gracias —prosiguió Dantés—, me habéis salvado la vida. Si uno de estos camaradas no me coge par los cabellos, era ya hombre muerto.
—Yo fui —dijo un marinero de rostro franca y abierto, sombreado por grandes patillas negras—. Yo fui el que os saqué, y a tiempo, que ya os ibais al fondo.
—Sí, amigo mío, sí; os doy las gracias por segunda vez —dijo Edmundo tendiéndole la mano.
—A fe mía que anduve perplejo y dudoso —dijo el marino—, porque con vuestra barba de seis pulgadas de largo y vuestros cabellos de un pie, más bien parecíais un bandido que no un hombre honrado.
Esto hizo recordar a Dantés que, en efecto, desde su entrada en el castillo de If, ni se había cortado el pelo ni afeitado tampoco.
—Esto —dijo—, es un voto que hice en un momento de grave peligro, a nuestra Señora del Pie de la Grotta, de estar diez años sin afeitarme ni cortarme el pelo. Hoy justamente cumple el voto, y por cierto que a poco más me ahogo en el aniversario.
—¿Y qué hacemos con vas ahora? —le preguntó el patrón.
—¡Ay! —respondió Dantés—, haced lo que os parezca. El falucho que yo tripulaba se ha perdido, el patrón ha muerto, y como veis, me he librado de la misma desgracia absolutamente en cueros. Por fortuna soy un marino bastante bueno, dejadme en el primer puesto en que abordéis, que no dejaré de encontrar acomodo en algún barco mercante.
—¿Conocéis el Mediterráneo?
—Navego en él desde que era niño.
—¿Y conocéis también los buenos fondeaderos?
—Pocos puertos hay, aún entre los peores, en los que yo no pueda entrar y salir con los ojos cerrados.
—Pues bien, patrón —dijo el marinero que había gritado ¡ánimo! a Dantés—, si el camarada dice verdad, ¿por qué no había de quedarse con nosotros?
—Si dice verdad, sí —contestó el patrón con un cierto aire de duda—, pero en el estado en que se encuentra el pobre diablo, se promete mucho, y luego…
—Cumpliré más de lo que he prometido —repuso Dantés.
—¡Oh, oh! —murmuró el patrón riéndose—. Ya veremos.
—Cuando queráis lo veréis —repuso Dantés levantándose—. ¿Adónde os dirigís?
—A Liorna.
—Entonces, en vez de contraventar, perdiendo un tiempo precioso, ¿por qué no cargáis velas simplemente?
—Porque iríamos derechos a la isla de Rion.
—Pasaréis a veinte brazas de ella.
—Tomad, pues, el timón —dijo el patrón—, y juzgaremos de vuestros conocimientos.
El joven fue a sentarse al timón, y asegurándose con una ligera maniobra de que el barco obedecía bien, aunque no fuese de primera calidad, gritó:
—¡A las vergas y a las bolinas!
Los cuatro marineros que componían la tripulación corrieron a sus puestos. El patrón los observaba a todos.
—¡Halad! —continuó gritando Dantés.
Los marineros obedecieron con bastante exactitud.
—¡Amarrad ahora! ¡Está bien!
Ejecutada esta orden como las dos primeras, el barco, en vez de seguir contraventando, empezó a dirigirse a la isla de Rion, cerca de la cual pasó, como Dantés había dicho, dejándola a unas veinte brazas a estribor.
—¡Bravo! —gritó el patrón.
—¡Bravo! —repitieron los marineros.
Y todos contemplaban admirados a aquel hombre, cuya mirada había recobrado una inteligencia y cuyo cuerpo había recobrado un vigor que estaban muy lejos de sospechar en él.
—Ya veis —dijo Dantés apartándose del timón—, que podré serviros de algo, a lo menos durante la travesía. Si no os convengo, me dejáis en Liorna, que con el primer dinero que gane pagaré la comida que me deis hasta allá, y las ropas que vais a prestarme.
—Está bien, está bien, sí sois razonable nos arreglaremos.
—Un hombre vale lo que otro hombre —contestó Dantés—. Dadme el sueldo que deis a mis camaradas y negocio concluido.
—Eso no es justo, porque vos sabéis más que nosotros —dijo el marinero que le había salvado.
—¿Quién te mete a ti en esto, Jacobo? —repuso el patrón—. Cada uno puede ajustarse por lo que le convenga.
—Exacto —repuso Jacobo—, pero esto no es más que una observación…
—Mejor harías prestando a este bravo camarada, que está desnudo, un pantalón y una chaqueta, si los tienes de repuesto.
—No los tengo —contestó Jacobo—, pero sí una camisa y un pantalón.
—Es cuanto me hace falta —contestó Dantés—. Gracias, amigo mío.
Jacobo bajó por la escotilla, y al poco rato volvió a subir con las prendas ofrecidas, que se puso Dantés con alegría extraordinaria.
—¿Necesitáis ahora algo más? —le preguntó el patrón.
—Un pedazo de pan, y otro trago de ese ron tan excelente que ya probé, porque hace mucho tiempo que no he tomado nada.
Trajeron a Dantés el pedazo de pan y Jacobo le presentó la cantimplora.
—¡El mástil a babor! —gritó el capitán volviéndose hacia el timonel.
Al llevarse la cantimplora a la boca, los ojos de Dantés se volvieron hacia aquel lado, pero la cantimplora se quedó a la mitad del camino.
—¡Toma! —preguntó el patrón—, ¿qué es lo que pasa en el castillo de If?
En efecto, hacia el baluarte meridional del castillo, coronando las almenas, acababa de aparecer una nubecilla blanca, nube que ya había llamado la atención de Edmundo. Un momento después, el eco de una explosión lejana retumbó en el puente del navío.
Los marineros levantaron la cabeza mirándose unos a otros.
—¿Qué quiere decir eso? —preguntó el patrón.
—Se habrá escapado algún preso esta noche y dispararán el cañonazo de alarma —repuso Dantés.
El patrón miró de reojo al joven, que cuando dijo esto se llevó la calabaza a la boca, pero viole saborear el ron con tanta calma, que si alguna sospecha tuvo se desvaneció al momento.
—¡He aquí un ron bastante fuerte! —dijo Dantés limpiando con la manga de la camisa su frente bañada en sudor.
—Después de todo…, si él es, tanto mejor —murmuró el patrón mirándole—. He hecho una gran adquisición.
Con pretexto de que estaba fatigado, pidió Dantés sentarse en el timón. El timonel, gozoso de verse relevado en su tarea, consultó con una mirada al patrón, que le hizo con la cabeza una seña afirmativa.
Así sentado, Dantés pudo observar atentamente las cercanías de Marsella.
—¿A cuántos estamos del mes? —preguntóle a Jacobo, que vino a sentarse junto a él cuando ya se perdía de vista el castillo de If.
—A 28 de febrero —respondió éste.
—¿De qué año? —volvió a preguntar el joven.
—¡Cómo!, ¿de qué año? ¿Me preguntáis de qué año?
—Sí —repuso el joven—, os lo pregunto.
—Pero ¿habéis olvidado el año en que vivimos?
—¿Qué queréis? —repuso Dantés sonriendo—, he tenido esta noche tanto miedo, que a poco me vuelvo loco, y lo que es la memoria se me ha quedado turbadísima. Pregunto, pues, que de qué año es hoy el 28 de febrero.
—Del año de 1829 —contestó Jacobo.
Hacía catorce años, día por día, que Dantés había sido preso.
Entró en el castillo de If de diecinueve años y salía de treinta y tres.
Una dolorosa sonrisa asomó a sus labios.
«¡Mercedes! —se preguntó a sí mismo—. ¿Qué habrá sido de Mercedes en tantos años teniéndome por muerto?».
Una ráfaga de odio acompañó luego su mirada, al pensar en aquellos tres hombres que le ocasionaron tan duro y prolongado cautiverio.
Y renovó contra Danglars, Fernando y Villefort aquel juramento de venganza implacable que había ya pronunciado en su calabozo.