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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

El Conde de Montecristo (42 page)

BOOK: El Conde de Montecristo
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—Ya he visto, caballero —respondió el inglés—, que os viene otra desgracia, tan inmerecida como las anteriores. Esto me afirma más y más en mi propósito de seros útil.

—¡Oh, caballero! —murmuró Morrel.

—Veamos —prosiguió el comisionista—. Yo soy uno de vuestros principales acreedores, ¿no es cierto?

—Sois al menos el que posee créditos a plazo más corto.

—¿Deseáis una prórroga para pagarme?

—Una prórroga me podría salvar el honor, y por lo tanto la vida —repuso Morrel.

—¿De cuánto tiempo la queréis?

Morrel, vacilante, dijo:

—De dos meses.

—Os concedo tres —respondió el extranjero.

—¿Pero creéis que la casa de Thomson y French…?

—Eso corre de mi cuenta. Hoy estamos a 5 de junio.

—Sí.

—Renovadme entonces todo ese papel para el 5 de septiembre a las once de la mañana. A esa hora vendré a buscaros. (El reloj marcaba en aquel momento las once de la mañana.)

—Os esperaré, caballero —dijo Morrel—, y, o vos quedaréis pagado…, o muerto yo.

Renováronse los pagarés, rompiéronse los antiguos, y el desgraciado naviero tuvo por lo menos tres meses de respiro para allegar sus últimos recursos.

Acogió el inglés sus muestras de gratitud con la flema peculiar a los de su nación, y despidióse de Morrel, que le acompañó hasta la puerta, bendiciéndole.

En la escalera encontró a Julia, que hizo como si bajara, pero que en realidad estaba esperándole.

—¡Oh, caballero! —dijo juntando las manos.

—Señorita —respondió el inglés—, si en alguna ocasión recibís una carta… firmada por… por Simbad el Marino…, efectuad al pie de la letra lo que os encargue, aunque os parezca extraño mi consejo.

—Lo haré, caballero —respondió Julia.

—¿Me prometéis hacerlo?

—Os lo juro.

—Bien. Adiós, entonces, señorita. Proseguid como hasta ahora, siendo tan buena hija, que confío que Dios os recompensará dándoos a Manuel por marido.

Julia exhaló un grito imperceptible y púsose encarnada como una cereza, apoyándose en la pared para no caer.

El inglés prosiguió su camino, haciéndole un ademán de despedida.

En el patio halló a Penelón con un paquete de cien francos en cada mano, como dudando si debía llevárselos o no.

—Seguidme, amigo mío, tengo que hablaros —le dijo.

Capítulo
VII
El 5 de septiembre

E
l plazo concedido a Morrel por la casa de Thomson y French cuando menos lo esperaba, se le antojó al pobre naviero uno de esos vislumbres de felicidad que vienen a anunciarnos que el infortunio se ha cansado de acosarnos. Contó el mismo día el suceso a su hija, a su esposa y a Manuel, con lo que tornó al seno de la triste familia un tanto de esperanza, si no de tranquilidad, mas, por desgracia, Morrel no tenía deudas sólo con la casa de Thomson y French, tan fácil de contentar. Como él mismo había dicho, en el comercio no hay amigos, sino socios.

Al pensar en aquella acción de los comerciantes de Roma, sólo podía explicársela como un cálculo egoísta e inteligente a la par. Thomson y French habrían dicho para sí: «Más nos conviene sostener a un hombre que nos debe cerca de trescientos mil francos, más nos conviene cobrarlos dentro de tres meses, que no apresurar su quiebra, cobrando solamente el siete o el ocho por ciento del capital».

Desgraciadamente no pensaron de la misma manera los otros corresponsales de Morrel, sea por ceguedad, sea por envidia, y aun los hubo que obraron completamente al contrario. Con nimia exactitud fue presentándose en la caja todo el papel que tenía Morrel en circulación, y gracias al respiro concedido por el inglés, pudo pagarlos el cajero. Con esto prosiguió Cocles en su fatídica impasibilidad, pero no Morrel, que calculó con terror que, a pesar del plazo, era hombre perdido cuando tuviese que abonar los pagarés del comisionista.

La opinión de todo el comercio de Marsella era que el naviero no podría resistir tantos desastres, por lo que causó grandísima admiración ver que se habían cumplido fielmente las obligaciones de fin de mes. Con todo, no por esto volvió la casa a recobrar su crédito, pues unánimemente el público aplazó para fin del mes siguiente la quiebra.

Morrel pasó todo el mes haciendo esfuerzos increíbles para allegar todos sus recursos. En otro tiempo sus pagarés, aunque fuesen a fecha larga, eran tomados en la plaza y hasta pedidos. Procuró ahora negociar algunos de aquellos a noventa días, y halló cerradas todas las cajas. Podía contar afortunadamente con algunos ingresos suyos propios, que se verificaron exactamente, lo que le puso en disposición de cumplir sus obligaciones de fin de julio.

Al agente de la casa de Thomson y French no se le había vuelto a ver en Marsella desde la mañana siguiente o la otra posterior a su visita al señor Morrel, y como no había tenido en Marsella relaciones sino con el alcalde, el señor Boville y el naviero, no dejó otros recuerdos que los de estas tres personas. En cuanto a los marineros del
Faraón
, sin duda habían encontrado acomodo, porque también desaparecieron.

Repuesto ya de la enfermedad que le detuvo en Palma, volvió a Marsella el capitán Gaumard, temeroso de presentarse en casa de Morrel, pero éste supo su llegada y fue en persona a buscarle. El digno naviero conocía de antes, por la revelación de Penelón, la conducta valerosa del capitán en aquella desgracia, y él fue quien precisando de consuelos, tuvo que consolar al marino. Llevábale además su sueldo, que el capitán no se hubiera atrevido a ir a cobrar.

Al bajar la escalera, encontró el señor Morrel a Penelón, que la subía. Al parecer había empleado bravamente sus doscientos francos, porque estaba enteramente vestido de nuevo. La presencia del naviero embarazaba un poco al digno timonel. Retiróse al rincón más apartado del descansillo, pasó alternativamente su mascada de tabaco de un carrillo a otro con ojos espantados, y no aceptó, sino muy tímidamente, el apretón de manos que le ofrecía el señor Morrel con su acostumbrada cordialidad. A la elegancia de su traje atribuyó Morrel la turbación del marinero. Sin duda que no habría costeado él atavío tan lujoso. Tal vez estaba ya enrolado en otro buque, y se avergonzaba de no haber llevado más largo tiempo el luto del
Faraón
, si se nos permite la frase. Quizás habría también venido a anunciar su nuevo empleo al capitán Gaumard, o a hacerle alguna proposición de su nuevo amo.

—¡Buenas gentes! —dijo Morrel alejándose—. Ojalá vuestro nuevo dueño os ame como yo os amaba y sea más feliz que yo.

Morrel pasó el mes de agosto haciendo mil tentativas para recobrar su crédito antiguo, o ganarse otro nuevo. El 20 de agosto se supo en Marsella que había tomado un asiento en el correo, y se dijo que decididamente se declararía en quiebra a fin de mes, y partía anticipadamente para no asistir a este acto cruel, encomendado sin duda a su oficial primero, Manuel, y a su cajero, Cocles. Pero, contra todos los agüeros, el 31 de agosto se abrió la oficina, como de costumbre, apareciendo detrás de la verja Cocles, tranquilo como el justo de Horacio, examinando con su escrupulosidad característica el papel que se le presentaba y pagándolo todo con la misma escrupulosidad. Hasta giros se presentaron que pagó el cajero con la misma exactitud que si fueran pagarés. Los murmuradores se hacían cruces, y con esa tenacidad común a los profetas de desgracias, aplazaban la quiebra para fin de septiembre.

El día primero llegó Morrel. Esperábale toda su familia, presa de la mayor ansiedad, porque aquel viaje a París era su último recurso. Morrel se había acordado de Danglars, entonces millonario, y en otro tiempo su protegido, puesto que por su recomendación entró en casa del banquero español, donde había empezado a labrar su fortuna. Danglars tenía, al decir de la gente, siete a ocho millones, y un crédito ilimitado, con que habría podido salvar a Morrel sin gastar un escudo, sólo con garantizarle un empréstito.

Hacía mucho tiempo que Morrel pensaba en Danglars, pero existen antipatías instintivas, imposibles de vencer, y mientras le alentaron otras esperanzas, renunció a este supremo recurso. Tuvo razón Morrel, porque volvía de París humillado con una negativa.

Sin embargo no exhaló una queja. Abrazó llorando a su mujer y a su hija, tendió a Manuel una mano, y se encerró con Cocles en su gabinete del piso segundo.

—¡Ahora sí que nuestro mal no tiene remedio! —dijeron las dos mujeres a Manuel.

Entonces trataron en un conciliábulo de que Julia escribiese a su hermano pidiéndole que viniera al instante. Se hallaba en Nimes de guarnición.

Las pobres mujeres comprendían instintivamente cuán necesarias les eran todas sus fuerzas para resistir el golpe que les amenazaba.

Maximiliano, además, aunque apenas contaba veintidós años, ejercía ya sobre su padre una gran influencia. Maximiliano Morrel era un joven de carácter firme y recto. Cuando llegó a la edad de elegir carrera, como su padre no había querido imponerle ninguna para que siguiese su inclinación, eligió la militar, efectuando por lo tanto muy notables estudios preparatorios, y entrando por oposición en la Escuela Politécnica, de la cual salió siendo subteniente del regimiento 53 de Línea. Hacía un año de esto, y ya le tenían prometido el ascenso a teniente a la primera ocasión que se presentara. En el regimiento era tenido Maximiliano por muy rígido, no sólo en cuanto a los deberes militares, sino también en cuanto a los humanos, de suerte que le llamaban el estoico. No hay que decir que le llamaban así de oídas, pues sus compañeros no sabían lo que significaba esta palabra. Tal era el joven a quien llamaban su madre y su hermana en los trances que estaban presintiendo. Y no se equivocaban, porque un instante después de haber entrado el cajero en el gabinete del armador, vio Julia salir a aquél, pálido, tembloroso y fuera de sí. Al pasar a su lado intentó preguntarle, pero el buen hombre siguió bajando la escalera con extraordinaria celeridad, contentándose con exclamar, levantando las manos al cielo:

—¡Oh, señorita! ¡Señorita! ¡Qué desgracia tan horrible! ¿Quién lo hubiera creído?

Poco después viole subir Julita con dos o tres libros muy gruesos, una cartera y un saco de dinero.

Consultó Morrel los registros, abrió la cartera y contó el dinero. Sus existencias en caja consistían en seis a ocho mil francos, que con cuatro o cinco mil que esperaba de diversas entradas, componían, sumando muy por lo largo, un activo de catorce mil francos, para pagar doscientos ochenta y siete mil quinientos. Tampoco había medio de ofrecer ningún crédito a cuenta. Cuando subió a comer parecía estar más tranquilo, aunque esta tranquilidad asustó más a las dos mujeres que si le vieran muy abatido.

Morrel acostumbraba después de comer ir a tomar café y a leer el periódico
El Semáforo
al círculo de los Focios, pero el día de que hablamos volvió a subir a su despacho.

El pobre Cocles estaba completamente alelado. Casi toda la mañana la pasó en el patio, sentado en una piedra, con la cabeza descubierta, aunque hacía un sol de treinta grados.

Si bien Manuel se afanaba por tranquilizar a las mujeres, le faltaban palabras y elocuencia. Estaba muy al corriente de los negocios de la casa para no conocer que amenazaba a ésta una gran catástrofe.

Por la noche no se acostaron ni la madre ni la hija, con la esperanza de que Morrel entrase en su cuarto al bajar al despacho, pero oyéronle pasar por delante de la puerta acelerando el paso, sin duda temeroso de que le llamaran. Aplicaron el oído y pudieron comprender que había entrado en su cuarto, cerrando la puerta detrás de sí. La señora Morrel mandó a Julia que se acostara, y media hora después, quitándose los zapatos, se deslizó por el corredor para ver por la cerradura lo que hacía su marido. Una sombra salía del corredor cuando ella entraba. Era Julia, que, sobresaltada también, había precedido a su madre con el mismo objeto.

La joven se unió a su madre.

—Está escribiendo —le dijo.

Las dos mujeres se habían comprendido sin hablar.

La señora Morrel se inclinó a mirar por la cerradura. Morrel escribía, en efecto, pero lo que no había advertido la hija lo advirtió la madre, y fue que el naviero escribía en papel sellado. Y esto hizo que le asaltase la terrible idea de que hacía testamento, y aunque tembló de pies a cabeza, tuvo suficiente valor para no despegar sus labios.

Al día siguiente, Morrel estaba al parecer muy tranquilo, pues fue a su despacho, como acostumbraba, bajó a almorzar como solía también y solamente después de comer fue cuando hizo a su hija sentarse a su lado, le cogió la cabeza y la estrechó fuertemente contra su corazón. Aquella tarde dijo Julia a su madre que, aunque tranquilo en apariencia, había reparado que el corazón de Morrel latía violentamente.

Los otros dos días pasaron del mismo modo. El 4 por la noche pidió Morrel a Julia la llave de su gabinete. Esto hizo temblar a la joven, pues le pareció de mal agüero. ¿Por qué le pedía su padre aquella llave, que ella había tenido siempre, y que desde su niñez no le quitaba nunca sino para castigarla?

—¿Qué he hecho yo, padre mío —le dijo, mirándole de hito en hito—, para que así me pidáis esa llave?

—Nada, hija mía —respondió el desgraciado Morrel, saltándosele las lágrimas—, nada, pero la necesito.

Julia hizo como si buscara la llave.

—La habré dejado en mi cuarto —murmuró.

Y salió, pero no fue a su cuarto, sino a consultar a Manuel.

—No le des la llave a tu padre —dijo éste—, y si puedes, no le abandones un solo instante mañana por la mañana.

En vano trató la joven de sonsacar a Manuel; o no sabía más o no quiso decirle más.

Toda la noche, del 4 al 5 de septiembre, la pasó la señora Morrel con el oído en la cerradura del despacho de su esposo. Hacia las tres de la mañana oyó a éste pasear muy agitado por su habitación. A aquella hora fue solamente cuando se reclinó sobre la cama.

Las dos mujeres pasaron la noche juntas; esperaban a Maximiliano desde la tarde anterior. Entró a verlas Morrel a las ocho, sosegado en apariencia, pero revelando con su palidez y su abatimiento la agitación en que había pasado la noche. Ninguna de las dos mujeres se atrevió a preguntarle si había dormido bien. Nunca había estado Morrel tan bondadoso con su mujer, ni tan paternal con su hija. No se hartaba de contemplar y abrazar a la pobre niña. Recordando Julia el consejo de Manuel, quiso seguir a su padre cuando salía de la estancia, pero él, deteniéndola con dulzura, le dijo:

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