El Conde de Montecristo (44 page)

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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

BOOK: El Conde de Montecristo
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—En una casa de las Alamedas de Meillán, número 15, sobre la chimenea de un quinto piso muy pobre.

—¡Pero esta bolsa no es tuya! —exclamó Morrel.

Julia alargó a su padre la misiva que tenía en la mano.

—¿Y has ido sola a esta casa? —le preguntó Morrel después de haberla leído.

—Manuel me acompañaba, padre mío. Debía de esperarme en la esquina de la calle del Museo, pero ¡cosa extraña!, ya no estaba cuando volví.

—¡Señor Morrel! —gritó una voz en la escalera—. ¡Señor Morrel!

—Es su voz —murmuró Julia.

Al mismo tiempo entró Manuel fuera de sí por efecto del júbilo y la emoción.

—¡
El Faraón
! —exclamó—. ¡
El Faraón
!

—¿Qué es eso? ¿
El Faraón
? ¿Estáis loco, Manuel? Ya sabéis que se ha perdido.

—¡
El Faraón
, señor…!, lo señala el vigía del puerto…, está entrando ahora mismo.

Morrel volvió a caer sobre su silla, le faltaron las fuerzas. Su inteligencia se negaba a dar crédito a tantos sucesos increíbles, maravillosos.

Pero entonces llegó también su hijo exclamando:

—¡Padre mío! ¿Cómo decíais que
El Faraón
se ha perdido? El vigía lo señala, y dicen que está entrando en el puerto.

—¡Amigos míos! —exclamó el naviero—, si eso fuera cierto, tendríamos que atribuirlo a milagro palpable. ¡Imposible! ¡Imposible!

Pero lo que era verdadero y no menos maravilloso, era aquella bolsa que tenía en la mano, aquel pagaré inutilizado, y aquel magnífico diamante.

—¡Ah, señor! —dijo Cocles entrando a su vez. ¿Qué significa todo esto? ¿
El Faraón
?

—Vamos, hijos míos —dijo Morrel levantándose—. Vamos a verlo, y que Dios se apiade de nosotros si es mentira.

En medio de la escalera los estaba esperando la pobre señora Morrel, que no se había atrevido a subir. Como por encanto llegaron a la Cannebiere. En el puerto había mucha gente congregada. Y la muchedumbre se abría para dejar paso a Morrel.

—¡
El Faraón
! ¡
El Faraón
! —exclamaban todas las voces.

En efecto, ¡cosa maravillosa!, ¡increíble!, un buque con estas palabras escritas en la popa en letras blancas:
El Faraón, de Morrel e hijos, de Marsella
, completamente igual al
Faraón
, y cargado asimismo de cochinilla y añil, echaba el ancla y cargaba sus velas enfrente del fuerte de San Juan. Desde el puente daba sus órdenes el capitán Gaumard, y maese Penelón hacía señas al señor Morrel.

Ya no era posible dudarlo.
El Faraón
estaba allí, a la vista, y diez mil personas confirmaban con sus voces tan inesperado suceso.

Cuando Morrel y su hijo se abrazaban, con aplauso de toda la ciudad, presente a ese prodigio, un hombre de larguísima barba negra que se ocultaba detrás de la garita de un centinela, contemplaba enternecido la escena murmurando:

—Que seas feliz, noble corazón; que Dios lo bendiga por el bien que has hecho y que harás todavía, y quede mi gratitud tan ignorada como lo beneficio.

Y con una sonrisa en que brillaba la alegría y la felicidad, abandonó su escondite, sin que nadie reparase en él, tan preocupada estaba la multitud con lo que ocurría, y bajando los escalones que sirven de desembarcadero, gritó tres veces:

—¡Jacobo! ¡Jacobo! ¡Jacobo!

Se aproximó una lancha, que le condujo a un yate ricamente aparejado, a cuyo puente subió con la ligereza de un marinero. Desde allí se puso otra vez a contemplar a Morrel, que llorando de alegría, repartía a todos apretones de manos, mirando a la par al cielo, como si buscase, para darle gracias, a su desconocido protector.

—Ahora —murmuró el desconocido—, adiós, bondad, humanidad y gratitud…, adiós, todos los sentimientos que ennoblecen el alma. He querido ocupar el puesto de la Providencia para recompensar a los buenos…, ahora cédame el suyo el Dios de las venganzas para castigar a los malvados.

Y al decir esto, hizo una señal, que parecía que el barco no esperase otra cosa para hendir la superficie de las aguas.

Capítulo
VIII
Italia. Simbad el Marino

A
comienzos del año 1838 hallábanse en Florencia dos jóvenes de la más alta sociedad de París; el vizconde Alberto de Morcef era el uno, y el barón Franz d’Epinay el otro. Ambos habían convenido que irían a pasar aquel año el carnaval en Roma, donde Franz, que hacía cuatro años que vivía en Italia, serviría a Alberto de cicerone.

Pero como no es tan fácil pasar el carnaval en Roma, sobre todo para el que no quería vivir en la Plaza del Popolo o en el Campo Vaccino, escribieron a maese Pastrini, dueño del Hotel de Londres, en la Plaza de España, que les guardase para entonces una habitación confortable.

Maese Pastrini les respondió que no tenía disponibles más que dos salas y un gabinete del
secondo piano
, que les ofrecía por el módico precio de un luis diario. Los jóvenes aceptaron y queriendo Alberto aprovechar el tiempo que le quedaba, partió para Nápoles, y Franz quedóse en Florencia.

Cuando hubo gozado largo tiempo de la vida que se hace en la corte de los Médicis, luego que se paseó a su sabor por ese edén que se llama los Casinos; cuando, finalmente, gozó de las magníficas tertulias de Florencia, diole el capricho de ir a ver la isla de Elba, ese gran puerto de amparo de Napoleón, puesto que ya había visto Córcega, cuna de Bonaparte.

Una tarde, pues, mandó desatar una barchetta de la argolla que la detenía en el puerto de Liorna, y acostándose en el fondo, embozado en su capa, dijo sencillamente a los marineros:

—¡A la isla de Elba!

La barca salió del puerto como abandonan su nido las aves marinas, y a la mañana siguiente desembarcaba Franz en Porto-Ferrajo.

Atravesó la isla imperial, después de haber seguido todas las huellas que Al1í dejó el Gigante, y fue a embarcarse en la Marciana.

Dos horas más tarde desembarcó en la Pianosa, donde le aseguraban que podría divertirse matando perdices coloradas, que abundan mucho.

La caza fue mala. Con mucho trabajo mató algunas perdices muy flacas y, como todo cazador que se ha fatigado en balde, tornó a su barca muy malhumorado.

—¡Ah!, si vuestra excelencia quisiera, ¡qué gran cacería podría hacer! —le dijo el patrón.

—¿Dónde?

—¿Ve esa isla? —dijo el patrón, señalando con el dedo al mediodía, en cuya dirección se distinguía en medio del mar una masa cónica de hermoso color añil.

—¿Y qué isla es ésa? —preguntó Franz.

—La isla de Montecristo —respondió el liornés.

—Pero no tengo permiso para cazar en ella.

—Vuestra excelencia no lo necesita. La isla está desierta.

—¡Diantre! —exclamó el joven—. ¡Qué cosa tan curiosa es una isla desierta en medio del Mediterráneo!

—Y cosa natural, excelencia. Esa isla es una masa de peñascos. Tal vez en toda ella no hay una fanega de tierra cultivable.

—Y ¿a qué país pertenece esa isla?

—A Toscana.

—Y ¿qué podré cazar?

—¿Millares de cabras salvajes?

—¿Se alimentan de lamer las piedras? —dijo Franz con sonrisa de incredulidad.

—No, sino paciendo musgo, y despuntando mirtos y lentiscos, que crecen en las hendiduras.

—Pero ¿dónde paso la noche?

—En las grutas de la isla, o a bordo, envuelto en vuestra capa. Además, si quiere vuestra excelencia, podremos volvernos así que termine la cacería, pues muy bien sabe que navegamos tan bien de noche como de día, y que a falta de velas tenemos remos.

Como todavía le quedaba a Franz tiempo suficiente para juntarse con su compañero, y no tenía que ocuparse en buscar vivienda en Roma, aceptó la proposición, que iba a desquitarle de su primera cacería. Al oír su respuesta afirmativa, los marineros cambiaron entre sí algunas palabras en voz baja.

—¿Qué ocurre ahora? —les preguntó—. ¿Ha surgido alguna dificultad?

—No, pero debemos advertir a vuestra excelencia que la isla está en estado de sitio.

—¿Qué queréis decir?

—Que como la isla de Montecristo no está habitada, sirve de escala muchas veces a los contrabandistas y a los piratas que vienen de Córcega, de Cerdeña o de África. Si a nuestra llegada a Lisboa llegara a saberse que hemos estado en Montecristo, nos veremos obligados a hacer una cuarentena de seis días.

—¡Diablo!, ya varía la cuestión. ¡Seis días! justamente el tiempo que Dios necesitó para crear el mundo. El plazo es largo, hijos míos.

—Pero ¿quién iría a decir que su excelencia ha estado en Montecristo?

—¡Oh!, no seré yo —exclamó Franz.

—Ni menos nosotros —añadieron los marineros.

—Pues a Montecristo.

El patrón empezó a maniobrar y poniendo proa a Montecristo, comenzó el barco a bogar.

Dejó Franz que la operación acabara, y cuando se entró en el nuevo camino, cuando henchidas las velas por la brisa volvieron los marineros a sus respectivos puestos, tres adelante y uno en el timón, renovó su plática.

—Mi querido Gaetano —dijo al patrón—, acabáis de decirme, según creo, que la isla de Monte-Crísto es un nido de piratas, que me parece caza muy distinta de la de cabras.

—Es cierto, excelencia.

—Yo no ignoraba que existen contrabandistas, pero creía que desde la toma de Argel y la destrucción de la Regencia no existían los piratas sino en las novelas de Cooper y del capitán Marryat.

—Pues vuestra excelencia se engañaba. Existen piratas, como existen bandidos, que aunque fueron exterminados por el Papa León XII, roban todos los días a los viajeros a las mismas puertas de Roma. ¿No ha oído decir su excelencia que apenas hace seis meses fue robado a quinientos pasos de Velletri, el encargado de Negocios de Francia cerca de la Santa Sede?

—Desde luego que sí.

—Pues bien; si, como nosotros, viviese en Liorna vuestra excelencia, de vez en cuando oiría contar que un barquichuelo cargado de mercancías o un lindo yate inglés que se esperaba en Bastía, PortoFerrajo o Civita-Vecchia, no ha llegado, y que se ignora su paradero: debió de estrellarse contra alguna roca. Pues esa roca es una barquilla estrecha y chata, tripulada por seis o siete hombres, que lo sorprendieron y robaron en una noche oscura, en las inmediaciones de algún islote desierto, como los ladrones detienen y roban una silla de posta en la espesura de un bosque.

—Pero ¿cómo las víctimas no se quejan? —repuso Franz, siempre tendido en su barca—. ¿Cómo no atraen sobre esos piratas la venganza del gobierno francés, del sardo o del toscano?

—¿Por qué? —repuso Gaetano sonriéndose.

—Sí, ¿por qué?

—Porque, en primer lugar, transportan del yate o del navío a su barca cuanto hay que valga la pena, y luego atan a la tripulación de pies y manos, y al cuello de cada uno una bala de cañón, y hacen un agujero en la quilla del barco robado, y suben al puente, y cierran las escotillas y se pasan a su barca. A los diez minutos empieza a quejarse la embarcación y a gemir, y poco a poco se hunde uno de los costados primero, después el otro, luego vuelve a salir a flor y a hundirse, y más y más cada vez. De pronto suena un ruido semejante a un cañonazo: es el aire que rompe el puente. El barco se revuelve entonces como un hombre que se ahoga. Pronto el agua, demasiado comprimida en las cavidades, inunda todo el barco, saliendo por sus agujeros, como los torrentes de humor que arroja por sus poros un gigantesco cetáceo.

»A fin lanza su último gemido, da sobre sí mismo la última vuelta, y se hunde, formando en el abismo un círculo inmenso, que gira y gira un instante, se calma poco a poco, y acaba por desvanecerse tan completamente que a los cinco minutos se precisaría el ojo de Dios para buscar en el fondo de las tranquilas aguas el buque agujereado.

—¿Comprendéis ahora —añadió el patrón sonriendo—, cómo el buque no vuelve al puerto y por qué los robados no se quejan?

Si Gaetano hubiera contado esto antes de proponer la expedición, es probable que Franz lo pensara con más madurez, pero ya que la habían emprendido parecióle cobardía el renunciar. Franz era uno de esos hombres que no corren al peligro, pero que sí se presenta la ocasión, se enfrentan a él con imperturbable sangre fría. Era uno de esos hombres de voluntad inflexible, que no miran el peligro sino como en un duelo al adversario, calculando hasta sus movimientos, estudiando su fuerza, y que al primer golpe de vista se dan cuenta de todas las ventajas y matan de un solo golpe.

—¡Bah! —respondió—, he atravesado la Sicilia y la Calabria, he navegado por el Archipiélago dos meses, y ni la sombra he visto de un bandido o de un pirata.

—Es que yo no se lo he dicho a su excelencia para hacerle renunciar a su proyecto —añadió Gaetano—. Me preguntó y le respondí.

—Sí, mi caro Gaetano, y vuestra conversación es de las más interesantes, por lo que quiero gozar de ella el mayor tiempo posible. A Montecristo.

Entretanto se iban acercando al término del viaje, y con un vientecillo fresco hacía el barco seis o siete millas por hora. La isla parecía que brotase del centro del mar a medida que la distancia se acortaba, y a través de la clara atmósfera del crepúsculo se distinguía, como las balas amontonadas en un arsenal, aquella masa de rocas, en cuyos intersticios se veían las matas y los árboles surgir. En cuanto a los marineros, aunque estaban al parecer completamente tranquilos, era evidente que habían redoblado su vigilancia, y que sus miradas escudriñaban aquel mar, terso como un espejo, poblado sólo de algunas barcas pescadoras que con sus velas blancas se deslizaban como las gaviotas de ola en ola.

Once millas distaban de Montecristo cuando el sol empezó a ocultarse detrás de la de Córcega, cuyas montañas se vislumbraban a la derecha, dibujando en el cielo sus picos sombríos. Delante de la barca, ocultándole el sol, que ya sólo doraba sus últimas rocas, se elevaba amenazador aquel gigante de piedra, parecido a Adamastor. Lentamente subieron las sombras desde el mar, ahuyentando aquel rayo de luz que iba ya a apagarse. Al fin subió aquella estela luminosa hasta la cima del cono, donde se detuvo un instante flameando como el penacho de un volcán, hasta que la sombra invasora se apoderó gradualmente de las alturas, reduciéndose la isla a una nube rojiza que iba por momentos ennegreciéndose. Una hora después se hizo completamente de noche.

En medio de la oscuridad profunda que los envolvía, Franz no dejaba de experimentar alguna inquietud, pero por fortuna los marineros conocían muy bien hasta los puntos más ignotos del archipiélago toscano. La Córcega había desaparecido enteramente, y casi la isla de Montecristo, pero los marineros tenían, como los linces, la facultad de ver en las tinieblas, y el piloto que iba al timón no señalaba ningún obstáculo.

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