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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

El Conde de Montecristo (43 page)

BOOK: El Conde de Montecristo
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—Quédate con tu madre.

Julia insistió.

—Vamos, lo ordeno —añadió Morrel.

Era la primera vez que Morrel decía a su hija «lo ordeno», pero lo decía con tal acento de paternal dulzura, que la joven no se atrevió a dar un paso más.

Muda e inmóvil permaneció en el mismo sitio. Un instante después volvióse a abrir la puerta y sintió que la abrazaban y besaban en la frente.

Alzó los ojos, y con una exclamación de júbilo dijo:

—¡Maximiliano! ¡Hermano mío!

A estas voces acudió la señora Morrel a arrojarse en brazos de su hijo.

—Madre mía —dijo el joven mirando alternativamente a la madre y a la hija—, ¿qué sucede? Vuestra carta me asustó muchísimo.

—Julia —repuso la señora Morrel haciendo una señal a la joven—, ve a avisar a tu padre la llegada de Maximiliano.

La joven salió corriendo de la habitación, pero al ir a bajar la escalera la detuvo un hombre con una carta en la mano.

—¿Sois la señorita Julia Morrel? —le dijo con un acento italiano de los más pronunciados.

—Sí, señor —respondió—, pero ¿qué queréis? ¡Yo no os conozco!

—Leed esta carta —dijo el hombre presentándosela.

Julia no se atrevía.

—Va en ella la salvación de vuestro padre —añadió el mensajero.

Julia arrancóle la carta de las manos, y la leyó rápidamente:

Id enseguida a las Alamedas de Meillán, entrad en la casa número 15, pedid al portero la llave del piso quinto, entrad, y sobre la chimenea encontraréis una bolsa de torzal encarnado; traédsela a vuestro padre.

Conviene mucho que la tenga antes de las once.

Me habéis prometido obediencia absoluta, os recuerdo vuestra promesa.

Simbad El Marino

La joven dio un grito de alegría, y al levantar los ojos al hombre que le había traído la carta, vio que había desaparecido. Entonces quiso leerla por segunda vez, y advirtió que tenía una posdata.

Es importantísimo que vayáis vos misma, y sola, pues a no ser vos quien se presentase, o a ir acompañada, responderá el portero que no sabe de qué se trata.

Esta posdata hizo suspender la alegría de la joven. ¿No tendría nada que temer? ¿No sería un lazo aquella cita? Su inocencia la tenía ignorante de los peligros que corre una joven de su edad, pero no es necesario conocer el peligro para temerlo. Hasta hemos hecho una observación, y es que los peligros ignorados son justamente los que infunden mayor terror. Julia resolvió pedir consejo, pero por un sentimiento extraño no recurrió a su madre, ni a su hermano, sino a Manuel.

Bajó a su despacho, y contóle cuanto le había sucedido el día que el comisionista de la casa de Thomson y French se presentó en la suya, y la escena de la escalera y la promesa que le había hecho, y le mostró la carta que acababa de recibir.

—Es necesario que vayáis, señorita —dijo Manuel.

—¡Que vaya! —murmuró Julia.

—Sí, yo os acompañaré.

—Pero ¿no habéis visto que he de ir sola?

—Iréis sola —respondió el joven—. Os esperaré en la esquina de la calle del Museo, y si tardaseis lo bastante a parecerme sospechoso, iré a buscaros, y os aseguro que ¡ay de aquellos de quienes os quejéis a mí!

—¿De modo que vuestra opinión, Manuel, es que acuda a la cita? —añadió la joven, vacilante aún.

—Sí; ¿no os ha dicho el portador que de ello depende la salvación de vuestro padre?

—Pero decidme siquiera qué peligro corre.

Manuel vacilaba, pero el deseo de decidir al punto a la joven, pudo más que sus escrúpulos.

—Escuchad —le dijo—. Hoy estamos a 5 de septiembre, ¿no es verdad?

—Sí.

—¿Hoy a las once tiene que pagar vuestro padre cerca de trescientos mil francos?

—Sí, ya lo sabemos.

Manuel dijo:

—¡Pues bien! En caja apenas hay quince mil.

—¿Y qué sucederá?

—Sucederá que si antes de las once no ha encontrado vuestro padre alguno que le ayude a salir del apuro, tendrá que declararse en quiebra al mediodía.

—¡Oh! ¡Venid! ¡Venid! —exclamó la joven arrastrando a Manuel tras ella.

Mientras tanto la señora Morrel se lo había contado todo a su hijo.

El joven sabía muy bien que de resultas de las desgracias sucedidas a su padre, se habían modificado mucho los gastos de la casa, pero ignoraba que se viesen próximos a tal extremo. La revelación le anonadó. De pronto salió del aposento y bajó la escalera, creyendo que estaría su padre en el despacho, pero en vano llamó a la puerta.

Después de haber llamado inútilmente, oyó abrir una puerta de la planta baja. Era su padre, que en vez de volver directamente a su despacho, había entrado antes en su habitación, y salía ahora. Al ver a su hijo lanzó un grito, pues ignoraba su llegada, quedándose como clavado en el mismo sitio, ocultando con su brazo un bulto que llevaba debajo de su gabán. Maximiliano bajó en seguida la escalera, arrojándose al cuello de su padre, pero de pronto retrocedió, dejando, sin embargo, su mano derecha sobre el pecho de su padre.

—¡Padre mío! —le dijo, palideciendo intensamente—. ¿Por qué lleváis debajo del abrigo un par de pistolas?

—¡Esto es lo que yo temía! —exclamó Morrel.

—¡Padre mío! ¡Padre mío! ¡Por Dios! ¿Qué significan esas armas?

—Maximiliano —respondió Morrel, mirando fijamente a su hijo—, tú eres hombre, y hombre de honor. Ven, que voy a contártelo.

Y subió a su gabinete con paso firme. Maximiliano le seguía vacilando.

Morrel abrió la puerta, y cerróla detrás de su hijo, luego atravesó la antesala y poniendo las pistolas sobre su bufete, señaló con el dedo al joven un libro abierto.

En este libro constaba exactamente el estado de la caja.

Antes de que pasase una hora tenía que pagar doscientos ochenta y siete mil quinientos francos.

—Lee —dijo simplemente.

El joven lo leyó, quedándose como petrificado.

Morrel no decía una palabra. ¿Qué hubiera podido añadir a la inexorable elocuencia de los números?

—¿Y para evitar esta desgracia hicisteis todo lo posible, padre mío? —inquirió Maximiliano después de un instante.

Morrel respondió:

—Sí.

—¿No contáis con ninguna entrada?

—Con ninguna.

—¿Agotasteis todos los recursos?

—Todos.

—¿Y dentro de media hora… —prosiguió Maximiliano con acento lúgubre—, dentro de media hora quedará deshonrado nuestro nombre?

—La sangre lava la deshonra —dijo Morrel.

—Tenéis razón, padre mío; os comprendo.

Y alargando la mano a las pistolas, añadió:

—Una para vos, otra para mí. Gracias.

Morrel le contuvo.

—¿Qué será de tu madre… y de tu hermana?

Un temblor involuntario se adueñó del joven.

—¡Padre mío! —repuso—, ¿pensáis lo que decís? ¿Me aconsejáis que viva?

—Sí; lo aconsejo, porque es lo deber. Tú tienes, Maximiliano, una inteligencia vigorosa y fría, tú no eres un hombre vulgar, Maximiliano. Nada lo mando, nada lo aconsejo, lo digo únicamente: estudia la situación como si fueras extraño a ella, y júzgala por ti mismo.

Tras un instante de reflexión, animó los ojos del joven un fuego sublime de resignación. Con ademán lento y triste se arrancó la charretera y la capona, insignias de su grado.

—Está bien, padre mío —dijo tendiendo a Morrel la mano—, morid en paz; yo viviré.

Morrel hizo un movimiento para arrojarse a los pies de su hijo, que se lo impidió abrazándole, con lo que aquellos dos corazones nobles confundieron sus latidos.

—Bien sabes que no es mía la culpa —dijo Morrel.

Maximiliano se sonrió.

—Sé que sois el hombre más honrado que yo haya conocido nunca, padre mío.

—Todo está dicho ya. Regresa ahora al lado de tu madre y de tu hermana.

—Padre mío —dijo el joven hincando una rodilla en tierra—, bendecidme.

Cogió Morrel con ambas manos la cabeza de su hijo, y acercándola a sus labios la besó repetidas veces.

—Sí, sí —exclamaba a la par—, yo lo bendigo en mi nombre y en el de tres generaciones de hombres sin tacha. Escucha lo que con mi voz lo dicen: El edificio que la desgracia destruye, la Providencia puede reedificarlo. Viéndome morir de tan triste manera, los más inexorables lo compadecerán; quizá lleguen a concederte a ti treguas que a mí me habrían negado. Trata entonces que nadie pronuncie la palabra pillo. Trabaja, joven, trabaja, lucha con valor y ardientemente. Procura vivir tú y que vivan tu madre y tu hermana con lo estrictamente necesario, a fin de que día por día aumente la fortuna de mis acreedores con tus ahorros. Piensa que no habría día más hermoso, ni más grande, ni más solemne, que el día de la rehabilitación, aquel día que puedas decir en este mismo despacho: «Mi padre murió porque no pudo hacer lo que yo hago hoy; pero murió tranquilo y resignado, porque esperaba de mí esta acción».

—¡Oh, padre mío, padre mío! —exclamó el joven—. ¡Si pudierais vivir a pesar de todo!

—Si vivo todo se ha perdido. Viviendo yo, el interés se cambia en duda, la piedad en encarnizamiento. Viviendo yo, no soy más que un hombre que faltó a su palabra, que suspendió sus pagos; soy, en fin, un comerciante quebrado. Si muero, piénsalo bien, Maximiliano, sí, por el contrario, muero, seré un hombre desgraciado, pero honrado. Vivo, hasta mis mejores amigos huyen de mi casa; muerto, Marsella entera acompañará mi cadáver al cementerio; vivo, tienes que avergonzarte de mi apellido; muerto, levantas la cabeza y dices: «Soy hijo de aquel que se mató porque tuvo una vez en su vida que faltar a su palabra».

El joven exhaló un gemido, aunque estaba al parecer resignado. Era la segunda vez que el convencimiento se apoderaba, si no de su corazón, de su espíritu.

—Ahora —dijo Morrel—, déjame solo, y procura alejar de aquí a las mujeres.

—¿No queréis ver por última vez a mi hermana? —le preguntó Maximiliano.

El joven fundaba en esta entrevista una esperanza sombría y postrera.

Morrel movió la cabeza.

—Ya la he visto esta mañana, y me he despedido de ella.

—¿No tenéis que hacerme ningún encargo particular, padre mío? —le preguntó Maximiliano con voz alterada.

—Sí, hijo: un encargo sagrado.

—Decid, padre mío.

—La casa de Thomson y French es la única que por humanidad o acaso por egoísmo, que no me es dado leer en el corazón humano, ha tenido compasión de mí. Su representante, que se presentará dentro de diez minutos a cobrar los doscientos ochenta y siete mil quinientos francos, no diré que me concedió, sino que me ofreció tres meses de plazo. Hijo mío, lo encargo que sea esta casa la primera que cobre, y que sea ese hombre sagrado para ti.

—Sí, padre —respondió Maximiliano.

—Y ahora, adiós otra vez —dijo Morrel—. Vete, vete, que necesito estar solo. Encontrarás mi testamento en el armario de mi alcoba.

El joven permaneció de pie e inmóvil.

—Escucha, Maximiliano —dijo su padre—. Suponte que soy soldado como tú, que me han mandado tomar un reducto, y que sabes que han de matarme ciertamente: ¿No me dirías como hace unos instantes: «Id, padre mío, id, porque de otro modo os deshonráis, y más vale la muerte que la deshonra»?

—Sí, sí —dijo el joven— sí.

Y estrechando convulsivamente a su padre entre sus brazos, añadió:

—Id, padre mío, id.

Y salió del gabinete precipitadamente.

Después de la marcha de su hijo permaneció el naviero en pie, con los ojos fijos en la puerta. Entonces alargó la mano y tiró del cordón de la campanilla.

Al cabo de unos momentos apareció Cocles. Ya no era el mismo hombre. Aquellos tres días le habían transformado. El pensamiento de que la casa Morrel iba a suspender sus pagos le inclinaba a la tierra más que otros veinte años sobre los que tenía de edad.

—Mi buen Cocles —le dijo Morrel con un acento imposible de describir—. Mi buen Cocles, vas a quedarte en la antecámara, y cuando venga aquel caballero de hace tres meses, ya le conoces, el representante de la casa de Thomson y French, cuando venga… me lo anuncias.

Cocles no respondió: hizo con la cabeza una señal de asentimiento y fue a sentarse en la antesala. Morrel se dejó caer en una silla, sus ojos se fijaron en la esfera del reloj. ¡Sólo le quedaban siete minutos! El minutero andaba con una rapidez increíble. Imaginábase que la sentía.

Lo que en aquel supremo instante pensó aquel hombre, que joven aún iba a abandonar el mundo, la vida y las dulzuras de la familia, fundado en un razonamiento falso quizá, pero al menos especioso, lo que pensó, repetimos, es imposible de describir. Estaba resignado, a pesar de que su frente estaba bañada en sudor, aunque sus ojos se bañaran de lágrimas, estaba resignado.

El minutero seguía avanzando siempre, las pistolas estaban cargadas, alargó la mano y tomó una, murmurando el nombre de su hija. Después dejó el arma mortal, cogió la pluma y se puso a escribir algunas palabras. Le parecía entonces que no se había despedido de su querida hija. Luego se volvió a mirar el reloj. Ya no contaba los minutos, sino los segundos. Con la boca entreabierta y los ojos fijos en el minutero, volvió a coger el arma, estremeciéndose al ruido que él mismo al montarla hacía. El minutero iba a señalar las once. Morrel no se movió, esperando únicamente que Cocles pronunciase estas palabras: «El representante de la casa de Thomson y French».

Y ya tocaba su boca con el arma.

De pronto sonó un grito…, era la voz de su hija… Al volverse y ver a Julia, la pistola se escapó de sus manos.

—¡Padre mío! —exclamó la joven jadeante y dando muestras de alegría—. ¡Salvado! ¡Os habéis salvado!

Y se arrojó en sus brazos, mostrándole una bolsa de seda encarnada.

—¡Salvado, hija mía! —murmuró Morrel—. ¿Qué quieres decir?

—Sí; mirad, mirad —repuso la joven.

Morrel cogió la bolsa temblando, porque tuvo un vago recuerdo de que le había pertenecido.

A un lado estaba el pagaré de doscientos ochenta y siete mil quinientos francos, finiquitado.

Y del otro un diamante tan grueso como una avellana, con un pedazo de pergamino en que se leía esta frase: «Dote de Julia».

Morrel se pasó la mano por la frente, creía estar soñando. En este momento daba el reloj las once. El son de la campana vibraba en su interior como si la campana sonase en su propio corazón.

—Veamos, hija mía —le dijo— cuéntame lo ocurrido. ¿Dónde has hallado esta bolsa?

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