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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

El Conde de Montecristo (84 page)

BOOK: El Conde de Montecristo
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—¡Ah!, mi querido Morrel —dijo Montecristo—, observo con dolor que mi visita causa un trastorno en toda la casa.

—Mirad, mirad —dijo Maximiliano riendo—. ¿Veis allí al marido que también va a mudarse el chaquetón y a ponerse una levita? ¡Oh!, es que os conocen en la calle de Meslay, estabais anunciado.

—Creo que es una familia dichosa, caballero —dijo el conde, respondiendo a su propio pensamiento.

—¡Oh!, sí, os lo aseguro, señor conde. ¡Qué queréis! ¡No les falta nada para ser felices! Son jóvenes, alegres, se aman, y con sus veinticinco mil libras de renta, a pesar de haber manejado tan inmensas fortunas, se imaginan poseer las riquezas del Perú.

—Sin embargo, veinticinco mil libras de renta es poco —dijo Montecristo con una dulzura que conmovió a Maximiliano, como hubiera podido hacerlo la voz de su padre—, pero no pararán ahí nuestros jóvenes, ya llegarán a su vez a ser millonarios. Vuestro cuñado es abogado…, o médico…, o…

—Era comerciante, señor conde, y tomó a su cargo la casa de nuestro pobre padre. El señor Morrel ha muerto dejando quinientos mil francos de caudal. Yo tenía una mitad y mi hermana otra, porque no éramos más que dos. Su esposo, que se había casado con ella sin tener otro patrimonio que su noble probidad, su inteligencia de primer orden y su reputación intachable, quiso poseer tanto como su mujer, trabajó hasta que hubo reunido doscientos cincuenta mil francos. Seis años le bastaron. Era un tierno espectáculo el de estos dos jóvenes tan laboriosos, tan unidos, destinados por su capacidad a la fortuna más alta, y que, no queriendo cambiar nada de las costumbres de la casa paterna, emplearon seis años en hacer lo que otros comerciantes hubieran hecho en dos o tres. Así, pues, Marsella entera colmó de alabanzas tan laboriosa abnegación. Finalmente, un día Manuel fue a buscar a su mujer, que acababa de pagar las cuentas vencidas.

»—Julia —le dijo—, aquí está el último cartucho de cien francos que Coclés acaba de entregarme y que completa los doscientos cincuenta mil francos que hemos fijado como límite de nuestras ganancias. ¿Quedarás satisfecha con este poco, con el cual será preciso contentarnos de aquí en adelante? Escucha, la casa efectúa negocios por un millón al año, y puede producir cuarenta mil francos de beneficios. Traspasaremos la clientela, si le parece, en trescientos mil francos en una hora, porque aquí tengo una carta del señor Delaunay que nos los ofrece en cambio de nuestros fondos, que quiere reunir al suyo. Conque, a ver, ¿qué le parece que hagamos?

—Amigo mío —dijo mi hermana—, la casa de Morrel no puede sostenerse sino por un Morrel. Salvar para siempre de los vaivenes de la suerte el nombre de nuestro padre, ¿no vale trescientos mil francos?

»—Esta misma era mi opinión —respondió Manuel—, sin embargo, quería saber la tuya.

»—Pues bien, querido, ahí la tienes. Todas nuestras entradas están hechas. Nuestras letras pagadas, podemos trazar una raya al pie de la cuenta de esta quincena y cerrar la casa. Tracémosla y cerremos el escritorio.

»Lo cual hicimos inmediatamente. Eran las tres, a las tres y cuarto se presentó un cliente para hacer asegurar el pasaje de los dos buques; era una ganancia líquida de quince mil francos al contado.

»—Caballero —dijo Manuel—, tened la bondad de dirigiros a nuestro compañero el señor Delaunay. En cuanto a nosotros, ya hemos dejado el negocio.

»—¿Y desde cuándo? —preguntó el cliente asombrado.

»—Desde hace un cuarto de hora.

—Y aquí veis, caballero —continuó diciendo, sonriendo, Maximiliano—, cómo mi hermana y mi cuñado no tienen más que veinticinco mil francos de renta.

Apenas Maximiliano daba fin a su narración, durante la cual el corazón del conde se había dilatado cada vez más, cuando apareció Manuel con una levita abrochada. Saludó como un hombre que conoce la importancia del personaje a quien hablaba, y después condujo al conde a la casa.

El salón estaba ya embalsamado por las perfumadas flores contenidas con gran trabajo en un inmenso vaso japonés. Julia, bien vestida y peinada con coquetería, se presentó para recibir al conde.

Oíase cantar a los pájaros del jardín, y de una pajarera próxima al salón. Las ramas de jazmines y de acacias color de rosa bordaban con sus hojas las colgaduras de terciopelo azul.

Todo en esta encantadora morada respiraba la mayor tranquilidad y el más completo sosiego, desde los gorjeos de los pájaros hasta la sonrisa de los dueños de la casa.

Desde que entró el conde se había impregnado ya de esta felicidad. Así, pues, se quedó mudo y pensativo, olvidando que le miraban y que le oían, para proseguir la conversación interrumpida después de los primeros cumplidos.

Dándose cuenta de este silencio, que ya resultaba poco cortés y saliendo con gran esfuerzo de su ensimismamiento, dijo:

—Señores, perdonadme una emoción que debe asombraros, habituados a la paz y a la felicidad que aquí encuentro, pero es para mí una cosa tan nueva la satisfacción sobre un rostro humano, que no me canso de miraros a vos y a vuestro marido.

—Somos muy felices, en efecto, caballero —repuso Julia—, pero hemos sufrido mucho y pocas personas habrán comprado su felicidad tan cara como nosotros. La curiosidad se reflejó en las facciones del conde.

—¡Oh!, es una historia de familia, como os decía el otro día Château-Renaud —replicó Maximiliano—; para vos, señor conde, avezado a ver grandes desgracias y grandes alegrías, tendría poco interés este cuadro de familia. Muchos, muchísimos dolores hemos sufrido, como os decía Julia, aunque estén encerrados en este pequeño cuadro.

—¿Y Dios os ha dado consuelos para vuestros sufrimientos? —inquirió Montecristo, Julia respondió:

—Sí, señor conde, podemos decirlo, porque hizo por nosotros lo que no hace más que para los elegidos. Nos envió uno de sus ángeles, Un intenso rubor cubrió las mejillas del conde, que tosió para disimular y se llevó el pañuelo a la boca.

—Los que han nacido en cuna de púrpura y nunca han deseado nada —dijo Manuel—, no saben lo que es la felicidad de vivir, Lo mismo que no pueden conocer el precio de un cielo puro los que no han entregado nunca su vida a merced de cuatro tablas arrojadas a un mar enfurecido.

Montecristo se levantó, y sin responder una sola palabra, porque sólo en el temblor se hubiera conocido la emoción de que estaba agitado, se puso a recorrer el salón a largos pasos.

—Nuestra magnificencia os hace sonreír, señor conde —dijo Maximiliano, que le observaba atentamente.

—No, no —respondió Montecristo, muy pálido, y conteniendo con una mano los latidos de su corazón, en tanto con la otra mostraba al joven un fanal, bajo el que reposaba un bolsillo de seda sobre una almohadilla de terciopelo negro—. Estaba pensando qué significa este bolsillo, que en un lado contiene un papel, me parece, y en el otro un hermoso diamante, Maximiliano adoptó un aire grave y respondió:

—Este bolsillo, señor conde, es el tesoro más preciado de nuestra familia.

—En efecto, este diamante es bastante hermoso —repuso el conde de Montecristo.

—¡Oh!, mi hermano no os habla del valor de la piedra, aunque está valorada en cien mil francos, señor conde. Quiere solamente deciros que los objetos que encierra ese bolsillo son las reliquias del ángel de quien hablábamos hace poco.

—No entiendo lo que decís, y sin embargo no debo preguntároslo, señora —replicó el conde de Montecristo inclinándose—; perdonadme, no he querido ser indiscreto.

—¿Indiscreto, decís? ¡Oh!, al contrario, nos hacéis felices con ofrecernos una ocasión de hablar de este asunto. Si ocultásemos como un secreto la acción más hermosa que recuerda ese bolsillo, no lo expondríamos de tal modo a la vista de todos.

—¡Oh!, quisiéramos poderla publicar en todo el universo para que un estremecimiento de nuestro bienhechor desconocido nos revelase su presencia.

—¡Ah! Ahora voy comprendiendo —dijo Montecristo con voz ahogada.

—Caballero —dijo Maximiliano levantando el fanal y besando religiosamente el bolsillo de seda—, esto ha tocado la mano de un hombre por el cual fue salvado mi padre de la muerte, nosotros de la ruina y nuestro nombre de la ignominia, de un hombre, gracias al cual, nosotros, pobres muchachos entregados a la miseria o a las lágrimas, podemos oír hoy a la gente extasiarse en nuestra felicidad. Esta carta —y sacando Maximiliano un billete del bolsillo lo presentó al conde—, esta carta fue escrita por él un día en que mi padre había tomado una resolución desesperada, y este diamante fue regalado para su dote a mi hermana por el generoso desconocido.

Montecristo abrió la carta y la leyó con una inefable expresión de felicidad. Era el billete que nuestros lectores conocen, dirigido a Julia y firmado «Simbad el Marino».

—¿Desconocido, decís? ¿Conque el hombre que os ha hecho ese servicio ha permanecido ignorado?

—Sí, señor. Nunca hemos tenido la dicha de estrechar su mano. No será por no haber pedido a Dios este favor —añadió Maximiliano—, pero ha habido en toda esta aventura un misterio que aún no hemos podido penetrar, todo ha sido conducido por una mano invisible, poderosa como la de un mago prodigioso.

—¡Oh! —dijo Julia—, aún no he perdido toda esperanza de besar un día aquélla, como beso el bolsillo que ha tocado. Hace cuatro años Penelón estaba en Trieste. Penelón, señor conde, es ese valiente marino a quién habéis visto con una regadera en la mano y que de contramaestre se ha hecho jardinero. Estando, pues, Penelón en Trieste, vio en el muelle un inglés que iba a embarcarse en un yate y reconoció al que fue a casa de mi padre el 5 de julio de 1829 y que me escribió el billete el 5 de septiembre. Era el mismo, según él aseguró, pero no se atrevió a dirigirle la palabra.

—¡Un inglés! —exclamó Montecristo, cuya inquietud aumentaba a cada mirada de Julia—, ¿un inglés, decís?

—Sí —replicó Maximiliano—, un inglés que se presentó en nuestra casa como comisionado de la casa Thomson y French, de Roma. He aquí por qué cuando dijisteis el otro día en casa de Morcef que los señores Thomson y French eran vuestros banqueros, me estremecí involuntariamente. Caballero, esto sucedió como os hemos dicho, en 1829. ¿Habéis conocido a ese inglés?

—Pero ¿no habéis dicho también que la casa Thomson y French había negado siempre que os hubiese prestado ese servicio?

—Sí.

—Entonces, ese inglés, ¿no sería un hombre que, reconocido a vuestro padre por alguna buena acción que él mismo habría olvidado, pudiera haber tomado ese pretexto para recompensársela?

—Todo es posible, caballero, en semejante circunstancia, hasta un milagro.

Montecristo preguntó:

—¿Cuál era su nombre?

—Nunca ha dejado otro —respondió Julia, mirando al conde con profunda atención— que el del billete: Simbad el Marino.

—Que no sería su nombre verdadero.

—Es probable —dijo Julia, sin dejar de mirarle.

El conde iba a proseguir, pero al ver que Julia le examinaba con tanta atención, como queriendo reconocer el sonido de su voz, se detuvo para reponerse algún tanto de su emoción, y continuó alterado.

—Veamos, ¿no es un hombre de mi estatura casi, tal vez un poco más delgado, enterrado en una inmensa corbata, con una levita abrochada hasta el cuello y siempre con el lápiz en la mano?

—¡Oh!, ¿pero le conocéis? —exclamó Julia con los ojos brillantes de alegría.

—No —dijo Montecristo—, lo supongo solamente. He conocido sólo a un tal… lord Wilmore, de una generosidad admirable.

—¿Sin darse a conocer?

—Era un hombre extraño, y no creía en el agradecimiento.

—¡Oh! ¡Dios mío! —exclamó Julia con un acento sublime y cruzando las manos—, pues ¿en qué creía ese desgraciado?

—Por lo menos, así le sucedía en la época en que yo le conocí —dijo Montecristo, a quien esta voz que partía del fondo del alma le había estremecido hasta la última fibra—, pero después de este tiempo, tal vez habrá tenido alguna prueba de que la gratitud existe.

—¿Y vos conocéis a ese hombre, caballero? —preguntó Manuel.

—¡Oh!, si le conocéis, caballero —exclamó Julia—, decid, decid, ¿podéis llevarnos a su lado, mostrárnoslo, enseñarnos dónde está? ¡Oh!, Maximiliano, ¡oh!, Manuel, si le encontrásemos le haríamos creer en el agradecimiento.

Montecristo sintió asomarse dos lágrimas a sus ojos, y de nuevo empezó a pasear por el salón.

—¡En nombre del cielo, caballero —dijo Maximíliano—, si sabéis alguna cosa de ese hombre, decídnoslo!

—¡Ay! —dijo el conde conteniendo la emoción de su voz—, si vuestro bienhechor es lord Wilmore, temo que no le encontremos nunca. Me separé de él en Palermo, y partía para los países más fabulosos, conque mucho dudo que vuelva.

—¡Ah!, caballero, ¡sois cruel! —exclamó Julia con espanto.

Y a la joven se le saltaron las lágrimas.

—Señora —dijo gravemente Montecristo devorando con los ojos las dos perlas líquidas que rodaban por las mejillas de Julia—, si lord Wilmore hubiese visto lo que yo acabo de ver aquí, amaría aún la vida, porque las lágrimas que derramáis le reconciliarían con la humanidad.

Y presentó la mano a Julia, que le dio la suya, dejándose arrastrar de la mirada y del acento del conde.

—Pero ese lord Wilmore —dijo— tenía país, familia, parientes, en fin, era conocido, ¿no podríamos…?

—¡Oh!, no insistáis —dijo el conde—, no procuréis interpretar esas palabras que se me han escapado. No, lord Wilmore no es probablemente el hombre que buscáis, era mi amigo, yo sabía todos sus secretos, y me hubiera contado ése.

—¿Y no os ha dicho nada? —preguntó Julia.

—Nada, en absoluto.

—¿Ni una palabra que os hiciera suponer…?

—Ni una sola palabra.

—Sin embargo, hace poco le nombrasteis.

—¡Ah!, no era más que una suposición.

—Hermana, hermana —dijo Maximiliano, saliendo en ayuda del conde—, el señor tiene razón. Acuérdate de lo que tantas veces nos ha dicho nuestro padre, no es un inglés el que nos ha hecho tan felices.

—Vuestro padre os decía…, ¿qué os decía, señor Morrel? —repuso vivamente.

—Mi padre, caballero, veía en esa acción un milagro. Mi padre creía en un bienhechor que había salido de su tumba para favorecernos. ¡Oh! ¡Qué tierna superstición!, caballero, y aunque yo no la creía, estaba muy lejos de querer destruir esta creencia en su noble corazón. Así pues, ¡cuantas veces pensaba en ello, pronunciaba en voz baja un nombre que le era muy querido, un nombre de un amigo perdido! Y cuando se vio próximo a morir, cuando la inminencia de la eternidad hubo dado a su imaginación una cosa parecida a la iluminación de la tumba, este pensamiento, que hasta entonces había sido una duda, se trocó en convicción, y las últimas palabras que pronunció al morir fueron éstas:

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