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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

El Conde de Montecristo (87 page)

BOOK: El Conde de Montecristo
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—De veras que no —respondió la señora de Villefort—, y sin embargo, me parece que si os hubiese visto en alguna parte, vuestro recuerdo estaría presente en mi memoria.

—El señor conde nos habrá visto quizás en Italia —dijo tímidamente Valentina.

—En efecto, en Italia…, es muy posible —dijo Montecristo—. ¿Habéis viajado por Italia, señorita?

—La señora y yo estuvimos allí hace dos meses. Los médicos temían que enfermase del pecho, y me recomendaron los aires de Nápoles. Pasamos por Bolonia, Perusa y Roma.

—¡Ah!, es verdad, señorita —exclamó Montecristo, como si aquella simple indicación hubiese bastado para fijar todos sus recuerdos—. Fue en Perusa, el día del Corpus, en el jardín de la fonda del Correo donde la casualidad nos reunió a vos, a esta señorita, vuestro hijo y a mí, donde recuerdo haber tenido el honor de veros.

—Yo recuerdo perfectamente a Perusa, caballero, la fonda y la fiesta de que habláis —dijo la señora de Villefort—, pero por más que me esfuerzo, me avergüenzo de mi poca memoria, no recuerdo haber tenido el honor de veros.

—Es muy extraño, ni yo tampoco —dijo Valentina levantando sus hermosos ojos y mirando a Montecristo.

Eduardo dijo:

—Yo sí me acuerdo.

—Voy a ayudaros —dijo el conde—. El día había sido muy caluroso, os hallabais esperando y los caballos no venían a causa de la solemnidad. La señorita se internó en lo más espeso del jardín, y el niño desapareció corriendo detrás del pájaro.

—Y le cogí, mamá, ¿no lo acuerdas? —dijo Eduardo—, ¡vaya!, como que le arranqué tres plumas de la cola.

—Vos, señora, os quedasteis debajo de una parra. ¿No recordáis mientras estabais sentada en un banco de piedra y mientras que, como os digo, la señorita de Villefort y vuestro hijo estaban ausentes, de haber hablado mucho tiempo con alguien?

—Desde luego —dijo la señora de Villefort poniéndose colorada—, con un hombre envuelto en una gran capa…, con un médico, según creo.

—Justamente, señora, aquel hombre era yo. En los quince días que hacía que me alojaba en la fonda, curé a mi ayuda de cámara de calentura y al fondista de ictericia, de suerte que me tenían en el concepto de un médico famoso. Hablamos mucho tiempo de diferentes cosas, del Perugino, de Rafael, de costumbres, de modas, de aquella famosa
agua tofana
, cuyo secreto, según creo, os habían dicho varias personas que se conservaba todavía en Perusa.

—¡Ah, es verdad! —dijo vivamente la señora de Villefort con cierta inquietud—, ahora recuerdo.

—Yo no sé ya lo que vos me dijisteis detalladamente, señora —replicó el conde con una tranquilidad perfecta—, pero participando del error general, me consultasteis sobre la salud de la señorita de Villefort.

—Como vos erais médico —dijo la señora de Villefort— puesto que habíais curado varios enfermos…

—Molière o Beaumarchais, señora, os habrían respondido que justamente porque no lo era, no he curado a mis enfermos, sino que mis enfermos se han curado. Yo me contentaré con deciros que he estudiado bastante a fondo la química y las ciencias naturales, pero sólo como aficionado…, ya comprenderéis.

En este momento dieron las seis.

—Son las seis —dijo la señora de Villefort, con visibles muestras de agitación—, ¿no vais a ver si come ya vuestro abuelo, Valentina?

La joven se puso en pie y saludando al conde salió de la sala sin pronunciar una palabra.

—¡Oh! Dios mío, señora, ¿sería por mi causa por lo que despedís a la señorita de Villefort? —dijo el conde, así que Valentina hubo salido.

—No lo creáis —repuso vivamente la joven—, pero ésta es la hora en que hacemos que den al señor Noirtier la comida que sostiene su triste existencia. Ya sabéis, caballero, en qué lamentable estado se encuentra mi suegro.

—Sí, señora, el señor de Villefort me ha hablado de ello, una parálisis, según creo.

—¡Ay!, el pobre anciano está sin movimiento, sólo el alma vela en esa máquina humana, pálida y temblorosa como una lámpara pronta a extinguirse. Mas perdonad que os hable de nuestros infortunios domésticos, os he interrumpido en el momento en que me decíais que erais un hábil químico.

—No he dicho yo eso, señora —respondió Montecristo sonriéndose—. He estudiado la química, porque, decidido a vivir en Oriente, he querido seguir el ejemplo del rey Mitrídates.


Mithridates, rex Ponticus
—dijo el niño, cortando de un magnífico álbum unos dibujos de paisaje que iba doblando y guardando en el bolsillo.

—¡Eduardo, no seas malo! —exclamó la señora de Villefort arrebatando el mutilado libro de las manos de su hijo—. Eres insoportable, nos aturdes, déjanos, ve con Valentina al cuarto del abuelito Noirtier.

—¡El álbum…! —dijo Eduardo.

—¿Qué quieres decir, el álbum?

—Sí, sí, quiero el álbum…

—¿Por qué has cortado los dibujos?

—Porque me da la gana.

—Vete, ¡vete!

—No, no, no me iré hasta que me des el álbum —dijo el niño acomodándose en un sillón, fiel siempre a su costumbre de no ceder nunca.

—Toma, y déjanos en paz —dijo la señora de Villefort; y dio el álbum a Eduardo, que salió acompañado de su madre.

El conde siguió con la vista a la señora de Villefort.

—Veamos si cierra la puerta —murmuró.

Hízolo la señora de Villefort con mucho cuidado, al volver a entrar. El conde no pareció darse cuenta de ello.

Después dirigió una mirada a su alrededor, y volvió a sentarse en su butaca.

—Permitidme que os haga observar, señora —dijo el conde con aquella bondad que ya nos es conocida—, que sois muy severa con ese niño encantador.

—Es necesario, caballero —replicó la señora de Villefort, con un verdadero aplomo de madre.

—Le habéis interrumpido precisamente cuando pronunciaba una frase que prueba que su preceptor no ha perdido el tiempo con él, y que vuestro hijo está muy adelantado para su edad.

—¡Oh!, sí. Tiene mucha facilidad y aprende todo lo que quiere. No tiene más defectos que ser muy voluntarioso, pero, a propósito de lo que decía, ¿creéis vos, por ejemplo, señor conde, que Mitrídates emplease aquellas precauciones y que pudieran ser eficaces?

—Con tanta más razón, señora, cuanto que yo las he empleado para no ser envenenado en Palermo, Nápoles y Esmirna, es decir, en tres ocasiones donde, a no ser por esa precaución, hubiera perecido.

—¿Y os salió bien?

—Completamente.

—Sí, es verdad. Me acuerdo de que en Perusa me contasteis una cosa parecida.

—¡De veras! —exclamó el conde con una sorpresa admirablemente fingida—, pues yo no lo recuerdo.

—Os pregunté si los venenos obraban lo mismo y con la misma energía sobre los hombres del Norte que sobre los del Mediodía, y me respondisteis que los temperamentos fríos y linfáticos de los septentrionales no presentan la misma disposición que la enérgica naturaleza de los meridionales.

—Es cierto —dijo Montecristo—, yo he visto a rusos devorar sustancias vegetales que hubiesen matado infaliblemente a un napolitano o a un árabe.

—¿Conque vos creéis que el resultado sería aún más seguro en nosotros que en los orientales y en medio de nuestras nieblas y lluvias, un hombre se acostumbraría más fácilmente que bajo un clima caliente a esa absorción progresiva del veneno?

—Seguramente. Por más que uno ha de estar preparado contra el veneno a que se haya acostumbrado.

—Sí, comprendo. ¿Y cómo os acostumbraríais vos, por ejemplo, o más bien, cómo os habéis acostumbrado?

—Nada más fácil. Suponed que vos sabéis de antemano qué veneno deben usar contra vos…, suponed que este veneno sea…, la brucina, por ejemplo…

—Sí, que se extrae de la falsa angustura, según creo —dijo la señora de Villefort.

—Exacto, señora —respondió Montecristo—, pero veo que me queda muy poco que enseñaros; recibid mi enhorabuena, semejantes conocimientos son muy raros en las mujeres.

—¡Oh!, lo confieso —dijo la señora de Villefort—, soy muy aficionada a las ciencias ocultas, que hablan a la imaginación como una poesía y se resuelven en cifras como una ecuación algebraica; pero continuad, os suplico, lo que me decís me interesa sobremanera.

—¡Pues bien! —repuso Montecristo—, suponed que este veneno sea la brucina, por ejemplo, y que tomáis un miligramo el primer día. Dos miligramos el segundo; pues bien, al cabo de diez días tendréis un centigramo. Al cabo de veinte días, aumentando otro miligramo el segundo, tendréis tres centigramos, es decir, una dosis que toleraréis sin inconvenientes, y que sería muy peligrosa para otra persona que no hubiese tomado las mismas precauciones que vos. En fin, al cabo de un mes, bebiendo agua en la misma jarra, mataréis a la persona que haya bebido de aquella agua, al mismo tiempo que vos, notaréis sólo un poco de malestar, producido por una sustancia venenosa mezclada en aquella agua.

—¿No conocéis otro contraveneno?

—No conozco ningún otro.

—Yo había leído varias veces esa historia de Mitrídates —dijo la señora de Villefort pensativa—, y la había tomado por una fábula.

—No, señora, como una excepción en la historia, es verdad. Pero lo que me decís, señora, lo que me preguntáis, no es el resultado de una pregunta caprichosa, puesto que hace dos años me habéis hecho preguntas idénticas y me habéis dicho que esa historia de Mitrídates os tenía hacía tiempo preocupada.

—Es verdad, caballero, los dos estudios favoritos de mi juventud han sido la botánica y la mineralogía, y cuando he sabido más tarde que el use de los simples explicaba a menudo toda la historia y toda la vida de las gentes de Oriente, como las flores explican todo su pensamiento amoroso, sentí no ser hombre para llegar a ser un Flamel, un Fontana o un Cabanis.

—Tanto más, señora —respondió Montecristo— cuanto que los orientales no se limitan como Mitrídates, a hacer de los venenos una coraza. Hacen también de él un puñal. En sus manos la ciencia no es sólo una arma defensiva, sino a veces ofensiva. La una les sirve contra sus sufrimientos, la otra contra sus enemigos. Con el opio, la belladona, el hachís, procuran en sueños la felicidad que Dios les ha negado en realidad; con la falsa angustura, el leño colubrino y el laurel, adormecen a los que quieren. No hay una sola de esas mujeres, egipcia, turca o griega, que dicen la buenaventura, que no sepa asuntos de química con que dejar estupefacto a un médico, y en materia de psicología, con que espantar a un confesor.

—¿De veras? —exclamó la señora de Villefort, cuyos ojos brillaban durante este coloquio con el conde.

—¡Oh!, sí, señora —continuó Montecristo—. Los dramas secretos de Oriente se desenvuelven de este modo, desde la planta que hace morir, desde el brebaje que abre el cielo hasta el que sumerge a un hombre en el infierno. Tienen tantas rarezas de este género como caprichos hay en la naturaleza humana, física y moral, y diré más, el arte de estos químicos sabe aplicar admirablemente el remedio y el mal a sus necesidades de amor o a sus deseos de venganza.

—Pero, caballero —repuso la joven—, esas sociedades orientales, en medio de las cuales habéis pasado una parte de vuestra vida, son fantásticas como los cuentos que hemos oído de su hermoso país. Allí se puede suprimir a un hombre impunemente, ¿conque es verdadero el Bagdad o el Bassora del señor Galland? Los sultanes y visires que gobiernan esas sociedades, y que constituyen lo que se llama en Francia el gobierno, son otros Harum-al-Ratschild y Giaffar, que no sólo perdonan al envenenador, sino que lo hacen primer ministro, si el crimen ha sido ingenioso, y en este caso hacen grabar la historia en letras de oro para divertirse en sus horas de tedio.

—No, señora, lo fantástico no existe ni en Oriente; allí hay también personas disfrazadas bajo otro nombre y ocultas bajo otros trajes, comisarios de policía, jueces de instrucción y procuradores del rey. Allí se ahorca, se decapita, y se empala a los criminales. Aquí un necio poseído del demonio del odio, que tiene un enemigo que destruir o un pariente que aniquilar, se dirige a una droguería, y bajo otro nombre que el suyo propio, compra bajo el pretexto de que las ratas le impiden dormirse, cinco o seis dracmas de arsénico. Si es hombre diestro, va a cinco o seis droguerías, y en cada una compra la misma cantidad. Tan pronto como tiene en sus manos el específico, administra a su enemigo, o a su pariente, una dosis que haría reventar a un elefante, y que hace dar tres o cuatro aullidos a la víctima, y todo el barrio se alarma. Entonces viene una nube de agentes de policía y de gendarmes, buscan un médico, que abre al muerto y extrae del estómago o de las vísceras el arsénico. Al día siguiente, cien periódicos cuentan el hecho con el nombre de la víctima o del asesino. Aquella misma noche los drogueros prestan su declaración y afirman: «Yo fui quien vendí a este caballero el arsénico», y en lugar de reconocer a uno solo, tienen que reconocer a veinte por habérselo vendido. Entonces el criminal es preso, interrogado, confundido, condenado y guillotinado. O si es una mujer, la encierran por toda su vida. Así es como vuestros septentrionales entienden la química, señora. No obstante, Desrues sabía más que todo esto, debo confesarlo.

—¿Qué queréis, caballero? —dijo riendo la joven—, cada cual hace lo que puede. No todos poseen el secreto de los Médicis o de los Borgias.

—Ahora bien —dijo el conde encogiéndose de hombros—, ¿queréis que os diga la causa de todas esas torpezas…? Que en vuestros teatros, según he podido juzgar yo mismo leyendo las obras que en ellos se representan, se ve siempre beber un pomo de veneno o chupar el guardapelo de una sortija, y caer al punto muertos. Cinco minutos después se baja el telón, los espectadores se dispersan. Siempre se ignoran las consecuencias del asesinato. Nunca se ve al comisario de policía con su banda, ni a un cabo con cuatro soldados, y esto autoriza a muchas pobres personas.a creer que las cosas ocurren de esta manera. Pero salid de Francia, id, por ejemplo, a Alepo, o a El Cairo, en fin, a Nápoles o a Roma y veréis pasar por las calles personas firmes, llenas de salud y vida, y si estuviese por allí algún genio fantástico, podría deciros al oído: «Ese caballero está envenenado hace tres semanas, y dentro de un mes habrá muerto completamente».

—Entonces —dijo la señora de Villefort—, ¿habrán encontrado la famosa agua-tofana, que suponían perdida en Perusa?

—¡Oh!, señora, ¿puede perderse acaso algo entre los hombres? Las artes se siguen unas a otras, y dan la vuelta al mundo, las cosas mu dan de nombre, y el vulgo es engañado, pero siempre el mismo resultado, es decir, el veneno. Cada veneno obra particularmente sobre tal o cual órgano. Uno sobre el estómago, otro sobre el cerebro, otro sobre los intestinos. ¡Pues bien!, el veneno ocasiona una tos, esta tos una fluxión de pecho a otra enfermedad, inscrita en el libro de la ciencia, lo cual no le impide ser mortal, y aunque no lo fuese, lo sería gracias a los remedios que le administran los sencillos médicos, muy malos químicos en general, y ahí tenéis a un hombre muerto en toda la regla, con el cual nada tiene que ver la justicia, como decía un horrible químico amigo mío, el excelente abate Adelmonte de Taormina, en Sicilia, ei cual había estudiado toda clase de fenómenos.

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