El Conde de Montecristo (50 page)

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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

BOOK: El Conde de Montecristo
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»Iban entretanto desarrollándose también sus caracteres diferentes. A su noble afición a las artes, en que había sobresalido cuanto le era posible en su aislamiento, unía Luigi crueles arrebatos de un carácter imperioso, colérico, burlón. Ninguno de los jóvenes de Pampinara, de Palestrina o de Valmontone había podido, no solamente tener influencia alguna sobre él, sino que ni llegar a ser su compañero. Altanero era su temperamento, siempre dispuesto a exigir, sin querer nunca conceder, apartaba de su lado todo instinto amistoso, toda demostración simpática. Teresa era la única que mandaba con una palabra, con una mirada, con un gesto, aquel carácter fiero que se humillaba bajo la mano de una mujer, y que bajo la de un hombre cualquiera hubiérase rebelado como una serpiente al sentirse pisoteada.

»El carácter de Teresa era entera y totalmente opuesto; viva, alegre, pero coqueta hasta el extremo, las dos piastras que daba a Luigi el mayordomo del conde de San Felice, y el precio de todos los juguetillos que vendía en Roma, se gastaban en pendientes de perlas, en collares, en alfileres, así es que gracias a la prodigalidad de su joven amigo, Teresa era la aldeana más hermosa y elegante de los alrededores de Roma. Los dos jóvenes seguían creciendo, pasando todo el día juntos, y entregándose sin obstáculos a los instintos de su carácter; así, pues, en sus conversaciones, en sus deseos, en sus sueños, Vampa se veía siempre hecho un capitán de navío, general de ejército o gobernador de una provincia, y Teresa se imaginaba rica, envidiada, vestida con un hermoso traje, adornada con hermosos diamantes y seguida de lacayos con librea. Además, cuando habían pasado el día juntos, adornando su porvenir con aquellos locos y brillantes arabescos, se separaban para conducir los rebaños a los establos y descender desde la elevación de su sueño hasta la real humildad de su posición. Un día, el joven pastor dijo al mayordomo del conde que había visto que un lobo salido de las montañas de la Sabina acechaba su ganado. El mayordomo le entregó una escopeta; esto era lo que quería Vampa.

»El arma aquella tenía por casualidad un excelente cañón de Brescia, que calzaba bala como una carabina inglesa, sólo que un día el conde, persiguiendo a un zorro, rompió la culata, y ya habían arrinconado el arma como inútil. Pero no era esto una dificultad para un escultor como Vampa. Examinó la culata primitiva, calculó la figura que había de tener, y al cabo de unos cuantos días hizo otra culata cargada de adornos tan maravillosos que, si hubiera querido venderla sin el cañón, hubiera seguramente ganado quince o veinte piastras; pero él no pensaba hacer tal use de ella, porque una escopeta había sido durante su vida el pensamiento fijo del joven.

»En la totalidad de los países en que la independencia ha sustituido a la libertad, la primera necesidad que experimenta todo corazón fuerte, toda organización poderosa, es la de un arma que asegure al propio tiempo el ataque y la defensa, y que haciendo terrible al que la lleva, le haga también temido. Desde este momento Vampa dedicó todo el tiempo que le quedaba libre al ejercicio del arma. Compró pólvora y balas a hizo servir de blanco todos los objetos que se le ponían delante. Tan pronto ensayaba su puntería en el tronco de un olivo, como en el zorro que salía de su cueva al anochecer para dar comienzo a su caza nocturna. Tan pronto era su blanco la mata más insignificante del borde de un camino, como el águila que orgullosamente se cernía en el aire. Pronto llegó a ser tan diestro que Teresa dominó el temor que en un principio experimentara al oír la detonación, y se divertía en ver a su joven compañero poner la bala en el punto que de antemano advertía, con tanta exactitud y limpieza como si la colocara allí con su propia mano.

»Salió, en efecto, una noche un lobo de un bosque cerca del cual tenían por costumbre reunirse los dos jóvenes, pero apenas hubo dado el animal diez pasos por el llano, cayó atravesado por una bala. Envanecido Luigi de tan buen tiro, cargóse el lobo a cuestas y lo llevó a la quinta.

»Estos y parecidos detalles daban a Vampa cierta reputación en todos aquellos alrededores, porque es verdad que el hombre superior, doquiera que se halle y por ignorado que sea, se forma un círculo más o menos mayor de admiradores. Por todos los alrededores se hablaba de aquel joven pastor como del más fuerte y del más valiente
contadino
que había en el circuito de diez leguas, y aunque Teresa por su parte pasase por una de las jóvenes más hermosas de la Sabina, nadie osaba decirle una palabra, porque sabían que Vampa la amaba.

»Y, sin embargo, no se habían confesado nunca tal amor. Habían ido creciendo el uno y el otro como dos árboles que mezclan sus raíces bajo la tierra, sus ramas en el aire, su perfume en el cielo, pero su deseo de vivir juntos era el mismo. Únicamente que este deseo había llegado a ser una necesidad y mejor hubieran preferido la muerte que la separación de un solo día, por más que esta idea no les hubiese venido jamás a la imaginación. Teresa tenía dieciséis años y Vampa diecisiete.

»Fue por entonces cuando se empezó a hablar mucho de una cuadrilla de bandidos que se iba organizando en los montes Lepini.

»Los salteadores no han sido nunca enteramente extinguidos en los alrededores de Roma, y aunque algunas veces les faltan jefes, cuando se presenta uno jamás le falta una partida. El famoso Cucumetto, perseguido en los Abruzzos, arrojado del reino de Nápoles, donde había sostenido una verdadera guerra, atravesó el Garigliano, como Manfredo, y fue a refugiarse entre Sonnino y Juperno, a orillas del Almasina. Este era quien se ocupaba en reorganizar alguna tropa y quien seguía las huellas de Decesaris y de Gasparone, a quienes pronto esperaba sobrepujar. Muchos jóvenes de Palestrina, de Frascati y de Pampinara desaparecieron, y aunque al principio sus amigos y allegados ignoraron su paradero, pronto supieron que se habían ido a unirse a la banda de Cucumetto. Al cabo de algún tiempo, Cucumetto llegó a ser el objeto de la atención general, citándose a propósito de este jefe rasgos llenos de una audacia y de una brutalidad extra ordinarias y casi sin ejemplo.

»Un día raptó a una joven, era la hija del agrimensor de Frosinone. Las leyes de los bandidos son en cuanto a esto terminantes: una joven pertenece al que la ha raptado, después a cada uno por suerte, y la desgraciada sirve para los placeres de toda la compañía hasta que la abandonan o muere. Cuando los parientes son bastante ricos para rescatarla, envían un mensajero que trata del rescate, y la cabeza del prisionero responde de la seguridad del emisario. Pero si son rehusadas las condiciones del rescate, el prisionero es condenado irrevocablemente.

»La joven de que hemos hablado tenía a su amante en la partida de Cucumetto; se llamaba Carlini. Al reconocer al joven, se creyó salvada y le tendió los brazos, pero el pobre Carlini al verla sintió que se le partía el corazón, porque aún ignoraba la suerte que estaría destinada a su amada.

»Sin embargo, como era el favorito de Cucumetto, como había compartido con él sus peligros hacía más de tres años, como le había salvado la vida matando de un pistoletazo a un carabinero que tenía ya el sable levantado sobre su cabeza, esperó que Cucumetto se apiadaría de él. Llamó aparte, pues, a su capitán, mientras que la joven se apoyaba contra el tronco de un gran pino que se elevaba en medio de una plazuela del bosque; había hecho un velo con su adorno, traje pintoresco de las paisanas romanas, y escondía su rostro a las lujuriosas miradas de los bandidos. Allí se lo contó todo: sus amores con la prisionera, sus juramentos de fidelidad, y cómo cada noche, desde que estaban en aquellos alrededores, se daban cita en unas ruinas. Precisamente aquella noche Cucumetto envió a Carlini a un pueblo vecino, y no pudo acudir a la cita. Pero el capitán se había hallado allí por casualidad, según decía, y entonces raptó a la joven.

»Carlini suplicó a su jefe que se le hiciese una excepción en su favor y que respetase a Rita, diciéndole que su padre era rico y que pagaría un buen rescate. Cucumetto pareció rendirse a las súplicas de su amigo y le encargó que buscase un pastor a quien pudiese enviar a casa del padre de Rita, a Frosinone. Carlini se acercó entonces muy gozoso a la joven, le dijo que estaba salvada, y la invitó a que escribiese a su padre una carta en la cual le contase todo lo que había pasado, y le anunciase que su rescate estaba fijado en trescientas piastras. Concedían al padre por todo término doce horas, es decir, hasta el día siguiente, a las nueve de la mañana.

»Una vez escrita la carta, Carlini cogióla al punto, corrió a la llanura para buscar un mensajero, y encontró a un joven pastor que guardaba un rebaño. Los mensajeros naturales de los bandidos son los pastores que viven entre la ciudad y la montaña, entre la vida salvaje y la vida civilizada. El joven pastor partió en seguida, prometiendo estar en Frosinone antes de una hora, y Carlini volvió lleno de gozo a reunirse con su querida para anunciarle aquella buena noticia.

»Toda la banda se encontraba en la plazuela, donde cenaba alegremente las provisiones que los bandidos exigían de los paisanos como un tributo; tan sólo en medio de aquellos alegres compañeros buscó en vano a Cucumetto y a Rita. Preguntó por ellos y los bandidos le respondieron con una carcajada.

»Carlini sintió que un sudor frío empezaba a inundar su frente y que una mortal zozobra empezaba a helar su corazón. Renovó su pregunta; uno de los bandidos llenó un vaso de vino de Orvieto y se lo mostró, diciendo:

»—¡A la salud del valiente Cucumetto y de la hermosa Rita!

»En aquel instante Carlini creyó oír un grito de mujer; todo lo adivinó. Tomó el vaso y lo rompió contra el rostro del que se lo presentaba y se lanzó en dirección de donde oyera el grito. A los cien pasos, a la vuelta de un matorral, vio a Rita desmayada en los brazos de Cucumetto. Al ver a Carlini, Cucumetto se levantó pistola en mano y ambos bandidos se miraron durante un momento, el uno con la sonrisa de la injuria en los labios, el otro con la palidez de la muerte en la frente. Hubiérase creído que iba a suceder alguna escena terrible entre aquellos dos hombres, pero poco a poco las facciones de Carlini se apaciguaron volviendo a su estado normal. Su mano, que había llegado a una de las pistolas de su cinturón, permaneció in móvil; Rita estaba tendida entre los dos y la luna iluminaba esta escena.

»—¡Y bien! —le dijo Cucumetto—. ¿Has hecho la comisión que lo había encargado?

»—Sí, capitán —respondió Carlini—, y el padre de Rita estará aquí mañana a las nueve, con el dinero.

»—Perfectamente. Mientras tanto vamos a pasar una noche deliciosa. Esta joven es encantadora. Te aseguro que tienes buen gusto, Carlini; así, pues, como no soy egoísta, vamos a volver al lado de los camaradas y sortear a quién tocará ahora.

»—Entonces, ¿estáis decidido a abandonarla a la ley común? —preguntó Carlini.

»—¿Y por qué había de hacer una excepción en su favor?

»—Creí que mis súplicas…

»—¿Y por qué has de ser tú más que los demás?

»—Es justo.

»—Vamos, tranquilízate —prosiguió Cucumetto riendo—, un poco antes, un poco después, ya llegará lo turno.

»Los dientes de Carlini rechinaban de rabia.

»—Vamos —dijo Cucumetto, dando un paso hacia los bandidos—, ¿vienes?

»—Os sigo al momento.

»Cucumetto se alejó sin perder de vista a Carlini, porque temía que le hiriese por detrás, pero nada anunciaba en el bandido una intención hostil. En pie, con los brazos cruzados, estaba al lado de Rita, que continuaba sin haber recobrado el conocimiento. Cucumetto creyó por un instante que el joven iba a tomarla en sus brazos y huir con ella, pero poco le importaba, había conseguido lo que deseaba, y en cuanto al dinero, trescientas piastras repartidas entre los compañeros hacían una suma tan pobre que le era indiferente el que se las diesen o no. Continuó, pues, su camino hacia la plazuela, pero con gran asombro suyo, Carlini llegó casi al propio tiempo que él.

»—¡El sorteo! ¡El sorteo! —gritaron todos los bandidos al divisar a su jefe.

»Y brillaron de alegría los ojos de aquellos hombres, mientras que la llama de la hoguera esparcía sobre sus rostros un resplandor rojizo que los hacía asemejarse a los demonios.

»Nada más justo que lo que pedían, y por lo tanto hizo el capitán un signo con la cabeza indicando que accedía a su demanda. Pusiéronse todos los nombres en un sombrero, así el de Carlini como los de los demás, y el más joven de la compañía sacó una papeleta de aquella improvisada urna y leyó en alta voz el nombre que en ella estaba escrito. Era el de Diavolaccio, el mismo que había propuesto a Carlini un brindis a la salud del jefe y a quien Carlini contestó haciendo pedazos el vaso contra su rostro. Una extensa herida le cogía de la sien hasta la boca, de la que manaba sangre en abundancia. Diavolaccio, al verse así favorecido por la fortuna, soltó una carcajada.

»—Capitán —dijo—, hace poco que Carlini no quiso beber a vuestra salud; proponedle que beba a la mía. Tal vez tenga para con vos más condescendencia que para conmigo.

»Todos esperaban una explosión de parte de Carlini, pero, con gran asombro de los bandidos, tomó con la mano un vaso, con la otra una botella y llenando el vaso dijo con perfecta mente tranquila:

»—¡A lo salud, Diavolaccio! —y bebió el contenido del vaso sin que el más mínimo temblor agitase su mano.

»Hecho esto, fue a sentarse junto a la hoguera.

»—Dadme la parte de cena que me toca —dijo—, pues el camino que acabo de hacer me ha abierto el apetito.

»—¡Viva Carlini! —exclamaron los bandidos.

»—Enhorabuena, eso se llama tomar las cosas como buenos compañeros.

»Y todos formaron un círculo en torno a la hoguera, mientras que Diavolaccio se alejaba.

»Carlini comía y bebía como si nada hubiese sucedido.

»Los bandidos le observaban asombrados, sin comprender aquella impasibilidad, cuando oyeron resonar de pronto, junto a ellos, unos pasos lentos y pausados.

»Se volvieron y divisaron a Diavolaccio que conducía a la joven en sus brazos; tenía la cabeza inclinada hacia atrás, de modo que sus largos cabellos rozaban la tierra. A medida que iban entrando en el círculo de la luz proyectada por la hoguera, notaban la palidez de la joven y del bandido. Esta aparición tenía un aspecto tan extraño y tan solemne, que todos se levantaron, menos Carlini, que se quedó sentado y continuó comiendo y bebiendo, como si nada pasase a su alrededor. Diavolaccio siguió avanzando en medio del más profundo silencio y depositó a Rita a los pies del capitán.

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