Por muy acostumbrado que estuviese Franz al énfasis italiano, su primer movimiento fue mirar a su alrededor, pero a él era a quien se dirigían en efecto aquellas palabras. Franz era la excelencia, la carroza era el fiacre, y el palacio era la fonda de Londres. Todo el genio encomiástico de la nación estaba encerrado en aquella frase.
Franz y Alberto bajaron. La carroza se acercó al palacio, sus excelencias subieron, y el
cicerone
saltó a la trasera.
—¿A dónde quieren sus excelencias que les conduzca?
—Primero a San Pedro y enseguida al Coliseo —dijo Alberto.
Pero éste ignoraba que para ver San Pedro se necesitaba un día, y para estudiarlo, un mes.
Quise decir que se pasó el día en ver San Pedro.
Los dos amigos no echaron de ver que se hacía tarde hasta que el día empezó a declinar. Franz sacó su reloj, eran las cuatro y media. Emprendieron inmediatamente el camino de la fonda y al apearse dio Franz al cochero la orden de estar allí a las ocho. Quería hacer contemplar a Alberto el Coliseo a la luz de la luna, tal como le había hecho ver San Pedro a la luz del sol.
Cuando se hace ver a un amigo una ciudad que uno ya conoce, se usa de la misma coquetería que para enseñarle la mujer a quien se ama; de consiguiente, Franz trazó al cochero su itinerario: debía salir por la puerta del Popolo, costear la muralla exterior y entrar por la puerta de San Juan. Y de esta manera el Coliseo se les aparecería de improviso y sin que el Capitolio, el Foro, el Arco de Septimio Severo, el templo de Antonino Faustino y la Via Sacra, hubiesen servido de escalones situados en medio del camino para acortarlo.
Se sentaron a la mesa, y aunque maese Pastrini había prometido a sus huéspedes un festín excelente, sin embargo, sólo les dio una comida pasable, de la que a lo menos no tuvieron que quejarse.
Al fin de la comida entró el fondista. Franz creyó que era para recibir las gracias, y se disponía a dárselas cuando le interrumpió a las primeras palabras.
—Excelencia —dijo—, mucho me lisonjea vuestra aprobación, pero no he subido para eso a vuestro cuarto.
—¿Es acaso para decirnos que habéis encontrado carruaje? —preguntó Alberto, encendiendo un cigarro.
—Nada de eso. Lo mejor que podéis hacer es no pensar más en ello, y tomar un partido. En Roma las cosas se pueden o no se pueden, y cuando se os ha dicho que no se podía, punto concluido.
—¡Oh! En París es mucho más cómodo; cuando una cosa no se puede se paga el doble, y al instante se tiene lo pedido.
—Sí, sí; ya he oído decir eso a todos los franceses —dijo maese Pastrini algún tanto picado—, y entonces no comprendo cómo viajan.
—Es que los que viajan —dijo Alberto arrojando flemáticamente una bocanada de humo hacia el techo, y balanceándose sobre las patas traseras de su silla—, son solamente los necios y los locos como yo, pues las personas sensatas no abandonan su habitación en la calle de Helder, el paseo Gand y el café de París.
Excusado es decir que Alberto vivía en dicha calle, daba todos los días su paseo
fashionable
y comía cotidianamente en el único café en que se come cuando se está en relaciones con los jóvenes solteros de París. Maese Pastrini quedóse un instante silencioso. Era evidente que meditaba la respuesta que le había dado Alberto, respuesta que sin duda alguna no le parecía del todo clara.
—Pero, en fin —dijo Franz a su vez interrumpiendo las reflexiones geográficas de su huésped—, vos habéis venido aquí para algo; servíos, pues, indicarnos el objeto de vuestra visita.
—¡Oh! Justamente. ¿Habéis mandado venir el carruaje a las ocho?
—Sí.
—¿Teníais intención de visitar el Colosseo?
—Es decir, el Coliseo.
—Es exactamente lo mismo.
—Sea.
—¿Habéis dicho a vuestro cochero que saliera por la puerta del Popolo, que diese la vuelta por el lado exterior de las murallas y que entrase por la puerta de San Juan?
—Eso fue lo que dije, en efecto.
—¡Pues bien! Ese itinerario es imposible, o por lo menos muy peligroso.
—¿Y por qué es peligroso?
—A causa del famoso Luigi Vampa.
—Ante todo, mi querido huésped, ¿quién es el famoso Luigi Vampa? —preguntó Alberto—. Puede ser muy famoso en Roma, pero os advierto que en París es completamente desconocido.
—¡Cómo! ¿No le conocéis?
—No tengo ese honor.
—¡Pues bien! Es un bandido junto al cual son niños de teta los Decesaris y los Gasparone.
—Atención, Franz —exclamó Alberto—. ¡Al fin encontramos un bandido! Os prevengo, querido huésped, que no voy a creer una palabra de lo que digáis. Sabido esto, hablad cuanto queráis, estoy pronto a escucharos. Había una vez… Vaya, ¡y qué! ¿No proseguís?
Maese Pastrini se volvió hacia Franz, que le parecía mucho más juicioso que su compañero, y le dijo gravemente:
—Excelencia, si creéis que miento, es inútil que os diga lo que quería deciros; puedo, sin embargo, afirmaros que lo hacía por el interés de vuestras excelencias.
—Alberto no dice que mintáis, querido señor Pastrini —replicó Franz—. Dice que no os creerá enteramente, pero yo sí os creeré; tranquilizaos, pues, y hablad.
—Mas, sin embargo, excelencia, bien comprendéis que si ponéis en duda mi veracidad…
—Amigo mío —interrumpió Franz—, sois más susceptible que Casandra, la cual era una profetisa a quien nadie escuchaba; siendo así que vos, a lo menos, estáis seguro de la mitad de vuestro auditorio. Vamos, sentaos, y decidnos quién es ese señor Vampa.
—Ya os lo he dicho, excelencia, es un bandido cual no se ha visto otro después del famoso Mastrilla.
—Pero, ¡vamos a ver! ¿Qué tiene que ver ese bandido con la orden que he dado a mi cochero de salir por la puerta del Popolo, y de entrar por la puerta de San Juan?
—Tiene —repuso maese Pastrini— que por la una sin duda podréis salir, pero dudo que por la otra podáis entrar.
—¿Y eso por qué, señor Pastrini? —preguntó Franz.
—Porque llegada la noche, ya no se está seguro a cincuenta pasos de las puertas.
—¿Palabra de honor? —exclamó Alberto.
—Señor conde —dijo maese Pastrini, siempre picado por la duda que tenía Alberto de su veracidad—, no hablo con vos, sino con vuestro compañero, que conoce a Roma, y que sabe que no se gastan chanzas sobre tal punto.
—Oye, querido —dijo Alberto dirigiéndose a Franz—, puesto que se nos presenta ocasión de emprender una aventura, oye lo que podemos hacer: cargamos nuestro coche de pistolas, trabucos y escopetas de dos cañones. Luigi Vampa viene a prendernos, y en lugar de prendernos él a nosotros, le cogemos nosotros a él. Le llevamos inmediatamente a Su Santidad, que nos pregunta qué puede hacer en reconocimiento a nuestro servicio, y entonces reclamamos lisa y llanamente una carroza y dos caballos de sus caballerizas, sin contar con que probablemente el pueblo romano, reconocido también, nos corone en el Capitolio, y nos proclame, como a Curcio y a Horacio Coclés, salvadores de la patria.
Entretanto Alberto deducía esta consecuencia, maese Pastrini gesticulaba de una manera difícil de describir.
—En primer lugar —preguntó Franz a Alberto—, dime dónde encontrarás esas pistolas, esos trabucos, esas escopetas de dos cañones, con que quieres atestar el coche.
—Lo que es en mi armería no será —dijo Alberto—, pues que en la Terracina me despojaron hasta de mi puñal, ¿y a ti?
—A mí me sucedió lo mismo en Acuapendente.
—¡Ah!, querido huésped —dijo Alberto encendiendo su segundo cigarro en la punta del primero—, sabéis que es muy cómoda para los ladrones esa medida, y que me parece que ha sido tomada de acuerdo con ellos.
Sin duda maese Pastrini encontró aquella pregunta muy embarazosa, pues no respondió sino a medias, dirigiendo aún la palabra a Franz como al único ser razonable con el cual pudiera entenderse.
—¿Sabe su excelencia que cuando uno es atacado por bandidos, no es costumbre defenderse?
—¡Cómo! —exclamó Alberto, cuyo valor se rebelaba a la sola idea de dejarse robar sin decir una palabra—. ¡Cómo! ¿Que no es costumbre defenderse?
—No, porque toda defensa sería inútil. ¿Qué queréis hacer contra una docena de bandidos que salen de un foso, de una choza o de la misma tierra, si así puede decirse, y que os apuntan a boca de jarro todos a un tiempo?
Alberto exclamó:
—Pues quiero que me maten.
El posadero se volvió hacia Franz, con un aire que quería decir: «Decididamente, vuestro camarada está loco».
—Querido Alberto —replicó Franz—, vuestra respuesta es sublime, y vale tanto como el
qu’il mourut
de Corneille, sólo que cuando Horacio respondía esto, se trataba de la salvación de Roma, y la cosa valía por cierto la pena. Pero, en cuanto a nosotros, daos cuenta de que se trata sólo de un capricho que queremos satisfacer y que sería ridículo que por este capricho arriesgásemos nuestra vida.
—¡Ah! ¡
Per Bacco
! —exclamó maese Pastrini—, eso se llama saber hablar.
Alberto se llenó un vaso de Lacryma-Christi, el cual bebió a pequeños sorbos murmurando palabras ininteligibles.
—Y bien, maese Pastrini —replicó Franz—, ya que mi compañero está tranquilo, y ya que habéis podido apreciar mis disposiciones pacíficas, decidnos ahora, ¿quién es ese señor Vampa? ¿Es pastor o patricio? ¿Es joven o viejo? ¿Alto o bajo? Describidnos su figura con objeto de que si le encontramos por casualidad en el mundo, como Juan Sbogard o Lara, podamos a lo menos reconocerle.
—Pues para obtener detalles exactos, a nadie mejor que a mí pudierais dirigiros, porque he conocido desde la niñez a Luigi Vampa, y un día que había caído en sus manos al ir de Florencia a Alatri, se acordó, felizmente para mí, de nuestro antiguo conocimiento. Me dejó ir entonces, no tan sólo sin hacerme pagar nada, sino que quiso dárselas de generoso, me regaló un precioso reloj y me contó su historia.
—Mostradnos el reloj —dijo Alberto.
Maese Pastrini sacó de su bolsillo un magnífico Breguet en que se veía grabado el nombre de su autor, el timbre de París y una corona de conde.
—Aquí está.
—¡Diantre! —exclamó Alberto—. Os doy la enhorabuena. Tengo uno semejante —añadió sacando a su vez el reloj del bolsillo de su chaleco—, que me ha costado tres mil francos.
—Ahora contadnos la historia —dijo Franz a su vez, haciendo señas a maese Pastrini para que se sentara.
—Si permiten sus excelencias…
—¡Qué diablos! —dijo Alberto—, no sois ningún predicador para estar hablando de pie.
El posadero se sentó, después de haber hecho a cada uno de sus oyentes una respetuosa y profunda cortesía, lo cual indicaba que estaba pronto a dar los informes que le pedían acerca del famoso bandido Luigi Vampa.
—A propósito —exclamó Franz deteniendo a maese Pastrini en el momento en que iba a empezar a hablar—, decís que habéis conocido a Luigi Vampa desde su niñez; ¿es todavía joven?
—¡Cómo!, pues no ha de ser joven, excelencia, si apenas tiene veintidós años. ¡Oh!, todavía ha de meter mucho ruido.
—¿Qué os parece, Alberto? Es muy raro el haberse adquirido ya a los veintidós años una reputación —dijo Franz.
—Sí, ciertamente, y a su edad Alejandro, César y Napoleón, que después han figurado tanto, no habían adelantado lo que él.
—Así pues —replicó Franz dirigiéndose a su huésped—, ¿el héroe cuya historia vais a relatar, tiene veintidós años?
—Tal vez aún no los ha cumplido, como he tenido el honor de deciros.
—¿Es alto o bajo?
—De estatura mediana, así como vuestra excelencia —dijo el huésped, señalando a Alberto.
—Gracias por la comparación —dijo éste, inclinándose.
—¡Vaya!, proseguid, maese Pastrini —replicó Franz, sonriéndose de la susceptibilidad de su amigo—. ¿Y a qué clase de la sociedad pertenecía?
—Era un pobre pastor de la quinta de San Felice, situada entre Palestrina y el lago de Cabri; había nacido en Pampinara, y entrado a la edad de cinco años al servicio del conde. Su padre, pastor en Anagui, poseía un pequeño rebaño, y vivía de la lana de sus carneros y de la leche de sus ovejas que venía a vender a Roma. De niño, el pequeño Vampa tenía un carácter muy raro. Un día, a la edad de siete años, fue a buscar al cura de Palestrina y le rogó que le enseñase a leer, lo cual era difícil, pues el joven pastor no podía abandonar un instante su ganado, pero el buen cura iba todos los días a decir misa a una pobre aldea demasiado reducida para pagar un sacerdote, y que no teniendo nombre, era conocida bajo el de Borgo. Le dijo a Luigi que le esperase en el camino por donde él precisamente pasaba a su vuelta, y que de este modo le daría su lección, previniéndole que ésta sería corta y que por consiguiente tendría que aprovecharse de ella. El pobre muchacho aceptó lleno de júbilo.
»Diariamente, Luigi llevaba a apacentar su ganado hacia el camino de Palestrina a Borgo, y todos los días, a las nueve de la mañana, el cura y el muchacho se sentaban sobre la hierba y el pastorcillo daba su lección en el breviario del sacerdote. Al cabo de tres meses, sabía leer, pero no era esto suficiente, necesitaba aprender a escribir. Encargó el sacerdote a un profesor de escritura de Roma que le hiciera tres alfabetos: Uno con letra muy gruesa, otro con letra mediana y el tercero con una letra muy pequeña. Al recibirlos, el cura dijo a Luigi que copiando aquellas letras en una pizarra, podía, con ayuda de una punta de hierro, aprender a escribir. Aquella misma noche, así que hubo metido el ganado en la quinta, Vampa corrió a casa del cerrajero de Palestrina, cogió un grueso clavo, lo forjó, lo machacó, lo redondeó, consiguiendo hacer de él una especie de estilete antiguo. Al día siguiente, había reunido una porción de pizarras y trabajaba en ellas. Al cabo de tres meses ya sabía escribir.
»El cura quedó asombrado de aquella maravillosa inteligencia, e interesándose vivamente por tan rara disposición, le regaló unos cuantos cuadernos de papel, un mazo de plumas y un cortaplumas. Éste fue un nuevo estudio, estudio que no era nada al lado del primero, así que ocho días después manejaba la pluma lo mismo que el estilete. Contó el cura esta anécdota al conde de San Felice, que quiso ver al pastorcito, le hizo leer y escribir delante de él, mandó a su mayordomo que le hiciese comer con sus criados, y le dio dos piastras al mes. Con este dinero, Luigi compró libros y lápices.
»Había aplicado a todos los objetos aquella facultad de imitación que tenía, y, como Giotto, dibujaba sobre las pizarras sus ovejas, los árboles, las casas y con la punta de su cortaplumas empezó a tallar la madera y a darle todas las formas que quería. Así fue como empezó Pinelli, el escultor popular. Una niña de seis o siete años, es decir, un poco más joven que Vampa, guardaba por su parte el rebaño de una quinta próxima a Palestrina; era huérfana, había nacido en Valmontone y se llamaba Teresa. Los dos niños se encontraban, sentábanse uno al lado del otro, dejaban que sus rebaños se mezclasen y paciesen juntos, charlaban, reían y jugaban, y después por la noche, apartaban los carneros del conde de San Felice, de los del barón de Cervetri, y se separaban para volver a sus respectivas quintas, prometiendo reunirse al día siguiente. Cada día volvían a darse y cumplir la cita, y de ese modo fueron creciendo juntos. Vampa llegó a los doce años y Teresa a los once.