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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

El Conde de Montecristo (138 page)

BOOK: El Conde de Montecristo
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—Con mucho gusto.

—¿Entonces es cosa hecha?

—Sí; pero ¿adónde vamos?

—Ya os lo he dicho, donde el aire es puro, donde el ruido adormece, donde por orgulloso que el hombre sea, se siente humillado y pequeño; amo estas impresiones, yo, a quien llaman el dueño del mundo como a Augusto.

—Pero ¿adónde vais?

—Al mar, vizconde, al mar. Soy un marino; siendo niño me he mecido en los brazos del viejo Océano, y me he reposado en el seno de la bella Anfitrite; he jugado con la verde capa del uno y con el azulado vestido de la otra. Amo al mar como se ama a una mujer, y no puedo estar separado mucho tiempo de él.

—Vamos, conde, vamos.

—¿Al mar?

—Sí.

—¿Aceptáis?

—Desde luego, acepto.

—Pues bien, vizconde, esta tarde estará en mi patio un buen briska de viaje, en el que puede uno recostarse como en su cama. Este briska será conducido por cuatro caballos de posta. Señor Beauchamp, caben cuatro cómodamente. ¿Queréis venir con nosotros?, os llevo también.

—Gracias, vengo del mar.

—¡Cómo! ¿Que venís del mar?

—Sí, he hecho una pequeña excursión a las islas Borromeas.

—¡Qué importa!, venid —dijo Alberto.

—No, mi querido Morcef, debéis conocer que cuando rehúso es porque me es imposible. Además —añadió bajando la voz—, conviene que permanezca en París, aunque no sea más que para cuidar de las comunicaciones que puedan hacerse al periódico.

—¡Ah!, sois un excelente amigo —dijo Alberto—; vigilad, mi querido Beauchamp, y procurad descubrir al enemigo a quien debemos esta fatal revelación.

Alberto y Beauchamp se separaron y estrechándose la mano, se dije ron cuanto delante de un extraño no podían pronunciar sus labios.

—Excelente joven es este Beauchamp —dijo Montecristo después que se marchó el periodista—. ¿Verdad, Alberto?

—¡Ah!, sí; un hombre singular, os lo aseguro, le quiero con toda mi alma; pero ya que estamos solos, aunque me es indiferente, os preguntaré ¿adónde vamos?

—A Normandía, si os parece.

—¿Estaremos completamente en el campo, sin sociedad, sin vecinos?

—Sí; no tendremos más que caballos para correr, perros para cazar y una barca para pescar; he aquí todo.

—Es cuanto necesito; voy a prevenir a mi madre, y estoy a vuestras órdenes.

—Pero —dijo Montecristo—, ¿os permitirán venir?

—¿Cómo?

—Venir a Normandía.

—¡A mí! Soy completamente libre.

—Para ir donde os parezca, solo, sí, lo sé, pues os he encontrado en Italia.

—¡Y bien!

—¡Pero viajar con el hombre misterioso, a quien llaman el conde de Montecristo…!

—Poca memoria tenéis, conde.

—¿Por qué?

—Porque habéis olvidado el gran afecto y simpatía que os he dicho que mi madre os profesa.

—Muchas veces la mujer varía, ha dicho Francisco I: la mujer es como la onda, dijo Shakespeare; el uno era un gran rey, el otro un gran poeta, y ambos debían conocer bien a la mujer.

—Sí, la mujer; pero mi madre no es la mujer, es una mujer…

—Permitid a un extranjero ignorar la fuerza de las expresiones de vuestro idioma.

—Quiero decir que mi madre es poco pródiga en sus afectos, pero una vez que los concede, son para siempre.

—¡Ah! —dijo suspirando Montecristo—, ¿y creéis que me haga el honor de dispensarme algún afecto particular y no la más pura indiferencia?

—Oídme bien —respondió Morcef—, os lo he dicho y os lo repito: es preciso que seáis un hombre muy superior.

—¡Oh!

—Sí; porque mi madre ha sido subyugada por vos, le inspiráis un gran interés, y cuando estamos solos no hace sino hablarme de vos.

—¿Os dice que desconfiéis de Manfredo?

—Al contrario, me dice: Morcef, creo al conde noble y generoso, procura que lo quiera.

Montecristo volvió la vista y lanzó un suspiro.

—¡Ah!, verdaderamente —dijo.

—De suerte que —continuó Alberto—, conoceréis que lejos de oponerse a mi viaje, lo aprobará, puesto que entra en las recomendaciones que me hace diariamente.

—Id, pues —dijo Montecristo—, y hasta la tarde: estad aquí a las cinco, llegaremos allá a las doce o a la una, a más tardar.

—¡Cómo! ¿A Treport?

—A Treport o a sus cercanías.

—¿No necesitáis más que ocho horas para andar cuarenta y ocho leguas?

—Y aún es mucho —dijo Montecristo.

—Desde luego. Sois el hombre de los prodigios, y conseguiréis no sólo ir más veloz que los vagones de los trenes, lo que en Francia no es muy difícil, sino que sobrepujaréis en velocidad al telégrafo.

—Con todo, vizconde, como necesitamos siete a ocho horas para llegar allá, sed puntual.

—Descuidad, no tengo hasta esa hora ninguna otra cosa más que hacer que preparar mi viaje.

—Hasta las cinco, pues.

—Hasta las cinco.

Alberto salió. Montecristo, después de saludarle sonriendo, permaneció un instante pensativo y como absorto en una profunda meditación; finalmente, pasando la mano por su frente, como para apartar una molesta idea, se levantó, se acercó a un timbre y llamó dos veces.

Entró Bertuccio.

—Señor Bertuccio —le dijo—, no es ya mañana o pasado mañana, como había pensado antes, sino esta tarde mismo, cuando quiero salir para Normandía; desde ahora hasta las cinco tenéis tiempo sobrado; haced que estén prevenidos los palafreneros del primer relevo; el señor de Morcef me acompaña, id pues.

Bertuccio obedeció; un postillón salió a escape a Poutoise para decir que a las seis en punto pasaría la silla de posta; desde Poutoise transmitió el aviso al relevo siguiente, y así continuó de relevo en re levo, de suerte que seis horas después todos estaban advertidos y prontos.

Antes de salir, el conde subió a ver a Haydée, le anunció su viaje y puso toda la casa a su disposición. Alberto fue puntual; el viaje, triste al principio, se modificó poco a poco: Morcef no tenía idea de un modo de viajar tan acelerado y al mismo tiempo cómodo; manifestólo así al conde, y éste le dijo:

—Es cierto, no podéis tener idea de este modo de viajar con vuestras postas, que corren solamente dos leguas por hora, y mucho menos con la estúpida ley que prohíbe que ningún viajero pase antes que otro, de modo que un enfermo o majadero detiene y encadena, por decirlo así, tras él a los demás, aunque éstos, sanos y alegres, quieran correr doble; para evitar estos inconvenientes viajo siempre con postillones y caballos míos. ¿No es así, Alí?

Y el conde, asomando la cabeza por la portezuela, dio una especie de chillido para excitar a los caballos; parecía como si les hubieran nacido alas.

El coche corría veloz como el rayo, y todos volvían la cabeza al verlo pasar. Alí se sonreía mostrando sus blancos dientes; repetía este chillido, y llevando apretadas las riendas, excitaba a los caballos, cuyas bellas crines flotaban con el viento: Alí, el hijo del desierto, se encontraba en su elemento, y con su cara negra, sus ardientes ojos y su turbante blanco parecía, en medio del torbellino de polvo que levantaban los caballos, el genio del simún o el dios del huracán.

—He aquí un placer que no conocía —dijo Morcef, y desaparecieron de su frente las últimas señales de tristeza—. ¿Pero dónde habéis encontrado semejantes caballos? —preguntó al conde—, ¿los habéis criado ex profeso?

—Adivinasteis. Hace seis años que hallé en Hungría un caballo semental, famoso por la ligereza: lo compré, no me acuerdo en cuánto. Bertuccio lo pagó. En aquel año tuvo treinta y dos hijos; vamos a pasar revista a toda esa prole. Son todos iguales, negros, sin una mancha, excepto una estrella blanca en la frente, porque tuve cuidado de que se le escogiesen yeguas excelentes, como el sultán escoge favoritas.

—¡Es admirable…! Pero decidme, conde, ¿qué habéis hecho con todos esos caballos?

—Ya lo veis, viajo con ellos. Cuando no los necesite, Bertuccio los venderá. Dice que ganará treinta o cuarenta mil francos en ellos.

—Pero no habrá rey en Europa bastante rico para comprarlos todos.

—Los venderá a algún visir del Oriente, que dejará vacío su tesoro para pagarlos y que lo volverá a llenar administrando a sus súbditos la bastonada en la planta de los pies.

—¿Queréis, conde, que os participe una idea que acaba de ocurrírseme?

—Decid.

—Que, después de vos, Bertuccio debe ser el simple particular más rico de Europa.

—Pues bien, os engañáis, vizconde, estoy seguro de que no tiene dos reales.

—¿Es posible? —preguntó el joven—. Ese Bertuccio es un fenómeno; mi querido conde, me contáis cosas maravillosas, casi increíbles.

—Nada hay de maravilloso, Alberto: los números y la razón os lo probarán; escuchad pues: cuando un mayordomo roba, ¿por qué lo hace?

—Porque tal es la condición de todos ellos, según creo —dijo Alberto.

—Os equivocáis. Roba porque tiene mujer, hijos y deseos ambiciosos para él y su familia; roba principalmente porque no tiene la certeza de permanecer siempre con su amo, y quiere asegurar su porvenir. Ahora bien, Bertuccio es solo, no tiene pariente alguno, toma de mi dinero lo que necesita sin tener que darme cuenta, y está seguro de que no se separará nunca de mí.

—¿Por qué?

—Porque no encontraré otro tan bueno.

—No salís de un círculo vicioso, cual es el de las probabilidades.

—¡Oh!, no; estoy en lo cierto: el buen criado para mí es aquel sobre quien tengo derecho de vida y muerte.

—¿Y lo tenéis sobre Bertuccio?

—Sí —respondió con frialdad el conde.

Hay palabras que ponen fin para siempre a una conversación; el sí del conde era una de ellas. El viaje continuó con la misma velocidad; los treinta y dos caballos, divididos en ocho relevos corrieron las cuarenta y ocho leguas en ocho horas.

Llegaron a medianoche a la puerta de un hermoso parque; el conserje tenía la reja abierta, y de pie junto a ella parecía esperar a su amo; le había advertido de su llegada el postillón del último relevo.

A las dos y media de la mañana llevaron a Morcef a su cuarto, halló un baño y la cena preparada; el criado que venía durante el camino sentado detrás estaba a sus órdenes. Bautista, que había venido en la delantera, servía al conde.

Alberto tomó un baño, cenó y se acostó; adormecióle el ruido de las alas, melancólico y triste; al levantarse se fue derecho a la ventana, la abrió y se encontró en una azotea, desde la que veía perfectamente el mar, es decir, la inmensidad, y por la espalda, el hermoso parque y un bosque.

En una rada inmediata mecíase una ligera corbeta, estrecha en la carena, elegante en su armadura, y que llevaba en el árbol mayor un pabellón con las armas de Montecristo, que era un monte de oro, con una cruz sobre un mar azul, lo que podía muy bien ser una alusión a su título, recordando el Calvario, que la pasión de Nuestro Señor convirtió en una montaña más preciosa que el oro, y la cruz, infame antes, que su pasión divina hizo santa, o también alguna alusión personal al sufrimiento y regeneración que se ocultaba en los antecedentes, ignorados de todos, de aquel hombre misterioso.

En torno a la goleta había un grupo de barcas de pescadores de los lugarcillos inmediatos, que parecían súbditos esperando la orden de su reina. Allí, como en cualquier otra parte en que Montecristo se detenía, se encontraban todas las comodidades de la vida tan perfectamente metodizadas, que con facilidad se acostumbraba cualquiera a ellas.

Alberto encontró en su antecámara dos escopetas y todos los utensilios necesarios a un cazador; una pieza situada en el piso bajo estaba destinada a guardar todas las ingeniosas máquinas que los ingleses, grandes pescadores, porque son muy cachazudos y ociosos, no han podido aún hacer adoptar a los rutinarios franceses.

Pasóse el día en estos ejercicios, en los que Montecristo era sobresaliente; mataron una docena de faisanes en el parque, pescaron infinidad de truchas, y tomaron el té en la biblioteca.

Al tercer día por la tarde Alberto, fatigado de una vida tan activa, y que parecía un juego para Montecristo, dormía en un sillón inmediato a la ventana, y el conde trazaba con su arquitecto el plan de un invernadero que quería construir en su jardín, cuando el galope de un caballo despertó al joven; miró por la ventana, y con desagradable sorpresa vio a su camarero, a quien no había querido traer consigo, por no causar tantas molestias a Montecristo.

—¡Florentín, aquí! —gritó levantándose apresurado—. ¿Está mala mi madre?

Y salió con precipitación. Montecristo le siguió con la vista, le vio, acercóse al criado, y éste, sin poder respirar aún, sacó del bolsillo un paquete cerrado y sellado, y se lo entregó: contenía una carta y un periódico.

—¿De quién es esa carta? —inquirió Alberto.

—Del señor Beauchamp —respondió Florentín.

—¿Es Beauchamp el que os ha enviado?

—Sí, señor; me llamó a su casa, me dio el dinero necesario para el viaje, hizo que me entregasen un caballo de posta, y que le prometiera no pararme hasta llegar a veros; he corrido quince horas seguidas.

Alberto abrió la carta conmovido; apenas leyó los primeros renglones, lanzó un grito y cogió el periódico con manos trémulas. De repente oscurecióse su vista, flaquearon sus piernas, y viendo que iba a caerse se apoyó en el brazo que Florentín le presentaba.

—Pobre joven —dijo Montecristo, pero tan bajo que nadie pudo oír aquellas palabras de compasión—. Está escrito que las faltas de los padres recaerán sobre los hijos hasta la tercera y cuarta generación.

Alberto había ido entretanto recobrando sus fuerzas; continuó leyendo, separando con la mano los cabellos que cayeron sobre su frente bañada de sudor, y arrugó entre sus manos la carta y el periódico.

—Florentín —dijo—, ¿vuestro caballo está en disposición de tomar el camino de París?

—Es un mal jaco de posta y está desherrado.

—¡Oh! ¡Dios mío! ¿Y cómo estaban en casa cuando salisteis?

—Bastante tranquilos; pero cuando volví de casa del señor Beauchamp encontré a la señora llorando, me llamó para que la informase de cuándo volveríais; le dije que iba a buscaros de parte del señor Beauchamp, hizo un movimiento como para detenerme, mas luego reflexionó un instante y me dijo:

—Id, Florentín, y que vuelva pronto.

—Sí, madre mía, sí —dijo Alberto—, volveré; ¡ah!, tranquilizaos, ¡y ay del infame…! Pero lo primero es pensar en volver —y dirigióse al cuarto en que había dejado a Montecristo.

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