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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

El Conde de Montecristo (137 page)

BOOK: El Conde de Montecristo
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Una mañana, Alberto vio entrar a su ayuda de cámara, que le anunció a Beauchamp. Estaba aún medio dormido, se frotó los ojos, dio orden para que introdujesen a Beauchamp en el salón del piso bajo, rogándole esperase un momento. Vistióse de prisa y bajó.

Le halló paseando de un lado a otro del salón, pero al ver a Alberto se detuvo.

—El paso que dais presentándoos en mi casa, sin esperar a que hubiese ido a la vuestra, como me proponía hacerlo hoy, me parece de buen agüero —dijo Alberto—. Veamos, decidme pronto, ¿debo alargaros la mano diciéndoos: Beauchamp, confesad vuestra falta y seamos amigos? ¿O debo preguntaros cuáles son las armas que habéis escogido?

—Alberto —respondió éste con una tristeza que llenó de asombro al joven—, sentémonos y hablemos.

—Creo, caballero, que antes de sentaros debéis responderme.

—Alberto —dijo el periodista—, hay circunstancias en que la dificultad consiste cabalmente en la respuesta.

—Yo os haré que sea fácil, repitiéndoos la pregunta: ¿Queréis retractaros? Sí o no.

—Morcef, no puede uno contentarse con responder sí o no a las preguntas que interesan al honor, la posición social y la vida de un hombre como el señor teniente general conde de Morcef, par de Francia.

—¿Qué es entonces lo que se dice?

—Lo que yo voy a decir, Alberto, se dice: el dinero, el tiempo y la fatiga son nada, cuando se trata de la reputación e intereses de una familia. Se dice: es necesario más que probabilidades, es menester certezas, para aceptar un duelo a muerte con un amigo. Se dice: si cruzo la espada, o disparo una pistola sobre un hombre a quien durante tres años he apretado la mano como a un amigo, es necesario al menos que sepa por qué lo hago, para poder llegar sobre el terreno con el corazón en reposo, y la tranquilidad de conciencia de que el hombre necesita cuando su brazo debe salvar su vida.

—¡Y bien! ¡Y bien! ¿A qué viene todo eso?

—Eso quiere decir que acabo de llegar de Janina.

—¿De Janina, vos?

—Sí, yo.

—Imposible.

—Mi querido Alberto, aquí tenéis mi pasaporte, ved los refrendos, Génova, Milán, Venecia, Trieste, Delvino, Janina: ¿Creeréis a la policía de una república, un reino y un imperio?

Alberto bajó los ojos sobre el pasaporte y los levantó sorprendido sobre Beauchamp.

—¿Habéis estado en Janina? —dijo.

—Alberto, si hubieseis sido un extranjero, un desconocido, un simple lord como aquel inglés que vino a exigirme una satisfacción hace tres o cuatro meses, y a quien maté para desembarazarme de él, no me hubiese tomado, como conocéis, tanto trabajo, pero he creído que os debía esta consideración. He empleado ocho días en ir, ocho en volver, cuatro de cuarentena y cuarenta y ocho horas que he permanecido en Janina. Llegué anoche y aquí me tenéis ahora.

—¡Dios mío! ¡Dios mío!, cuántos circunloquios, Beauchamp, y cuánto tardáis en decirme lo que espero de vos.

—Es que, en verdad, Alberto…

—Diría que titubeáis.

—Sí, tengo miedo.

—¿Teméis confesar que vuestro corresponsal os engañó? ¡Oh!, dejad el amor propio, Beauchamp, confesadlo, nadie puede dudar de vuestro valor.

—¡Oh!, no es eso —dijo el periodista—, al contrario…

Alberto palideció horriblemente, procuró hablar, pero la palabra expiró en sus labios.

—Amigo mío —dijo Beauchamp con el tono más afectuoso—, creed que me consideraría dichoso al presentaros mis excusas, y que lo haría de todo corazón, pero desgraciadamente…

—¿Pero qué?

—La nota tenía razón, amigo mío.

—¡Cómo! ¿Ese oficial francés…?

—Sí.

—Ese Fernando…

—Sí.

—El traidor que entregó las fortalezas del hombre a quien servía…

—Perdonadme sí os digo lo mismo que vos decís: ¡Ese hombre… es vuestro padre!

Furioso, hizo Alberto un movimiento para lanzarse contra Beauchamp, pero éste le contuvo, más con su dulce sonrisa, que con el brazo que extendió hacia él.

—Tomad, amigo mío —dijo—, ved ahí la prueba.

Y le entregó un papel que había sacado de su bolsillo.

Alberto lo abrió. Era una declaración de cuatro habitantes de los más notables de Janina, asegurando que el coronel Fernando Mondego, coronel instructor al servicio del visir Alí-Tebelín, había entregado el castillo de Janina por la cantidad de dos mil bolsas. Las firmas estaban legalizadas por el cónsul.

Alberto cayó aterrado sobre un sillón. Esta vez no le cabía la menor duda, su apellido se hallaba escrito con todas sus letras. Así es que después de un momento de doloroso silencio, su corazón se oprimió, las venas de su cuello se hincharon extraordinariamente, y un torrente de lágrimas brotó de sus ojos.

Beauchamp, que había mirado con profunda compasión al joven, se acercó a él y cediendo al dolor, le dijo:

—Alberto, me comprendéis ahora, ¿no es verdad? He querido verlo todo y juzgar por mí mismo, esperando que la explicación sería favorable a vuestro padre, y que yo podría hacerle justicia. Pero, por el contrario, todos los que me han informado aseguran que ese oficial instructor, ese Fernando Mondego, elevado por Alí-Bajá al título de general gobernador, es el mismo que hoy se llama el conde Fernando de Morcef. Entonces he corrido a vos, recordando que hace tres años me dispensasteis el honor de llamarme vuestro amigo.

Alberto, hundido en un sillón, ocultaba sus ojos con las manos, como si quisiese impedir que penetrase hasta ellos la claridad del día.

—He corrido a vos —continuó Beauchamp— para deciros: Alberto, las faltas de nuestros padres en estos tiempos de acción y de reacción, no pueden llegar hasta sus hijos; pocos han atravesado la revolución, en medio de la cual hemos nacido, sin que su uniforme de soldado o su toga de juez hayan sido manchados de lodo o sangre. Alberto, ahora que tengo todas las pruebas, ahora que soy dueño de vuestro secreto, nadie en el mundo puede obligarme a un combate que estoy seguro que vuestra conciencia os echaría en cara como un crimen, pero lo que podéis exigir de mí, vengo a ofrecéroslo. ¿Queréis que desaparezcan estas pruebas, estas revelaciones, estas declaraciones que yo sólo poseo? ¿Este espantoso secreto, queréis que permanezca oculto entre los dos? Confiad en mi palabra de honor. Nunca saldrá de mis labios. Decid, Alberto, ¿lo queréis? Decid, ¿lo queréis, amigo mío?

—¡Ah! ¡Noble corazón! —exclamó Alberto, dando un abrazo a Beauchamp.

—Tomad —dijo Beauchamp presentando los papeles a Alberto—. Vamos —dijo cogiéndole ambas manos—. Anima, amigo mío.

—¿Pero de dónde salió esa primera nota inserta en vuestro periódico? —dijo Alberto—. Hay en todo esto un odio secreto, un enemigo invisible.

—Y bien —dijo Beauchamp—, razón de más. Alberto, que desaparezcan de vuestro rostro todas las señales de conmoción. Llevad este dolor dentro de vos, como la nube lleva en su seno la desolación y la muerte. Secreto fatal que sólo se conoce cuando se desencadena la tempestad. Reservad vuestras fuerzas, amigo mío, para aquel momento, si llegase.

—¿Pero creéis que no hemos concluido aún? —dijo Alberto.

—Yo nada creo, amigo mío, pero al fin todo es posible. Este los recibió con mano convulsiva, los apretó, los iba a romper, pero temiendo que el viento se llevase la más pequeña partícula, y ésta viniese un día a darle en la frente, se fue a la bujía que ardía y quemó hasta el último fragmento.

—¿Qué? —preguntó Alberto, viendo que Beauchamp titubeaba.

—¡Querido amigo! ¡Excelente amigo! —exclamaba Alberto.

—¿Pensáis todavía casaros con la señorita de Danglars?

—¿Por qué me hacéis esta pregunta en este momento, Beauchamp?

—Porque creo que la consumación de este matrimonio tiene relación con el objeto que nos ocupa en este instante.

—No —dijo Alberto—, mi matrimonio se ha deshecho.

—Y bien —dijo Beauchamp—, ¿qué más hay aún?

—Hay —respondió Alberto— una cosa que ha destrozado mí corazón. Escuchadme, Beauchamp, no se separa uno así, en un momento, de aquella confianza, de aquel orgullo que inspira a un hijo el nombre sin mancha de su padre. ¡Ay, Beauchamp, Beauchamp! ¿Cómo me acercaré yo ahora al mío? ¿Retiraré mi frente cuando acerque a ella sus labios, mi mano cuando la suya vaya a tocarla? Creedme, soy el más desgraciado de los hombres. ¡Ah, mi madre, mi pobre madre! —dijo Alberto fijando sus ojos llenos de lágrimas en el retrato de su madre.

—Alberto —le dijo—, si queréis seguir mi consejo, vamos a salir. Un paseo al bosque de Bolonia en faetón o a caballo os distraerá, almorzaremos juntos en cualquier parte, y os marcharéis después a vuestros asuntos y yo a los míos.

—Con mucho gusto —dijo Alberto—, pero salgamos a pie, me parece que el cansancio me hará bien.

—Sea —dijo Beauchamp. Y los dos amigos salieron a pie siguiendo el boulevard hasta llegar a la Magdalena.

—Ya que estamos en camino —dijo Beauchamp—, vamos a visitar a Montecristo. El os distraerá, es un hombre admirable para serenar los espíritus. Jamás pregunta, y según mi modo de pensar, las personas que jamás preguntan son las que con más habilidad consuelan.

—De acuerdo —respondió Alberto—, vamos a su casa. Ya sabéis que le aprecio.

Capítulo
VI
El viaje

E
l conde de Montecristo lanzó un grito de alegría al ver llegar juntos a los jóvenes.

—¡Ah!, ¡ah! —dijo—, muy bien, espero que todo ha podido al fin arreglarse.

—Sí —dijo Beauchamp—, noticias absurdas que han caído en descrédito por sí mismas, y que si se renovasen me tendrían hoy por su primer antagonista: así, pues, no hablemos más del asunto.

—Alberto os dirá el consejo que le había dado. Me encontráis, amigos, acabando de pasar la mañana peor de mi vida.

—¿Qué hacéis? —dijo Alberto—, me parece que arregláis vuestros papeles.

—Mis papeles, a Dios gracias, no; hay siempre en ellos un orden maravilloso, ya que jamás conservo ninguno; pero pongo en orden los del señor Cavalcanti.

—¿Del señor Cavalcanti? —preguntó Beauchamp.

—¡Oh, sí! ¿No sabéis que es un joven a quien el conde ha lanzado al gran mundo? —dijo Morcef.

—No, no —respondió Montecristo—; entendámonos, yo no lanzo a nadie, y menos al señor Cavalcanti que a otro cualquiera.

—Y que contrae matrimonio con la señorita de Danglars —continuó Alberto procurando sonreírse—, y lo podéis conocer, mi querido Beauchamp, pues que esto me afecta cruelmente.

—¡Cómo! ¿Cavalcanti se casa con la señorita de Danglars? —preguntó Beauchamp.

—¿Pero es que llegáis del fin del mundo? —dijo Montecristo—; vos, periodista, el favorito de la Fama: todo París habla de eso.

—¿Y sois vos, conde, el que ha arreglado ese matrimonio?

—¡Yo! Silencio, señor noticiero, no digáis semejante cosa: ¡yo! ¡Dios me libre de arreglar matrimonios! No; vos no me conocéis; por el contrario, me he opuesto cuanto he podido, y he rehusado pedir a su padre la mano de la joven.

—¡Ah! lo comprendo —dijo Beauchamp—; ¿por causa de nuestro amigo Alberto?

—¿Por mi causa? —dijo el joven—, ¡oh!, no: el conde me hará justicia en atestiguar que le he rogado que desbaratase mi proyectado matrimonio y que afortunadamente lo ha conseguido: el conde dice que no ha sido él, y que no debo darle las gracias; sea, edificaré como los antiguos un altar
Deo ignoto
.

—Escuchad —dijo Montecristo—, no soy yo, puesto que mi amistad con el futuro suegro se ha enfriado mucho, lo mismo que con el joven; solamente Eugenia me ha conservado su afecto, porque no teniendo ella gran vocación al matrimonio, ha visto cuán poco dispuesto estaba yo a contribuir a que ella perdiera su libertad.

—¿Y decís que ese matrimonio está casi hecho?

—¡Oh! ¡Dios mío! Sí, a pesar de cuanto yo he dicho; conozco muy poco al joven, pretenden que es rico y de buena familia; pero para mí esto no pasa de dicen que dicen: bastantes veces se lo he dicho a Danglars, pero está encaprichado con su Luques. He llegado incluso a hacerle sabedor de una circunstancia sumamente grave: el joven lo cambiaron mientras estaba criándole el ama, robado por unos gitanos, o perdido por su preceptor, en lo que no estoy muy cierto; pero sí sé que su padre le ha perdido de vista por más de diez años, y sólo Dios sabe lo que habrá estado haciendo durante estos diez años de vida errante; pues bien, nada de esto ha sido bastante, me han encargado que escribiese al mayor pidiendo sus papeles; helos aquí, voy a enviárselos, pero, como Pilatos, me lavo las manos.

—Y la señorita de Armilly, ¿qué cara os pone al ver que le quitáis su educanda?

—¡Diantre!, no sé, pero parece que se marcha a Italia; la señora de Danglars me ha hablado de ella, y me ha pedido cartas de recomendación para los empresarios y le he dado una para el director de teatros Valle, que me debe algunos favores. Pero ¿qué os pasa, Alberto? Estáis triste. ¿A que sin saberlo estáis enamorado de la señorita de Danglars?

—No —dijo Alberto sonriendo tristemente. Beauchamp se puso a mirar los cuadros.

—Pero, en fin —continuó Montecristo—, no estáis en vuestro estado normal. ¿Qué os ocurre? Decídmelo.

—Tengo jaqueca —dijo Alberto.

—Pues bien, mi querido vizconde —dijo Montecristo—, tengo entonces un remedio infalible que proponeros, y que me ha salido bien siempre que he sufrido algún contratiempo.

—¿Cuál? —preguntó el joven.

—Un viaje.

—¿De veras? —dijo Alberto.

—Sí, y en este momento, que estoy sumamente contrariado, me marcho. ¿Queréis venir conmigo?

—¿Vos contrariado, conde? —dijo Beauchamp—, ¿y por qué?

—Vive Dios, quisiera veros con la instrucción de un proceso criminal en casa.

—¡Una instrucción…! ¿Qué instrucción?

—¡Eh!, la que el señor Villefort dirige contra mi amable asesino, una especie de bandolero escapado del presidio de Tolón, según parece.

—¡Ah!, es verdad —dijo Beauchamp—, he leído el hecho en los periódicos. ¿Y quién era ese Caderousse?

—Parece que es un provenzal: el señor de Villefort ha oído hablar de él cuando estaba en Marsella, y el señor Danglars se acuerda de haberlo visto; el resultado es que el señor procurador del rey se ha encargado con mucho interés del asunto, según parece, y ha interesado hasta el más alto grado al prefecto de policía; gracias a este interés, al que les estoy sumamente reconocido, hace quince días que me envían a cuantos ladrones pueden coger en París y sus cercanías, bajo el pretexto de que son los asesinos del señor Caderousse, y el resultado será, si esto continúa, que dentro de tres meses no habrá en el bello reino de Francia un ladrón o asesino que no tenga en la uña el plano de mi casa; tomo, pues, el partido de abandonársela toda, y me voy tan lejos como me alcance la tierra. Venid conmigo, vizconde, os llevo de buena gana.

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