Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
—No —dijo el robot después de haber vacilado.
—¿A quién se le ocurrió, entonces?
—Anoche estábamos hablando y uno de nosotros tuvo esta idea, y nos pareció a todos razonable.
—¿A cuál?
El robot quedó sumido en profunda reflexión.
—No lo sé. Uno de nosotros.
—Nada más —dijo Susan con un suspiro.
El robot siguiente era el Veintinueve. Después vinieron treinta y cuatro más.
También el general Kallner estaba enojado. Durante una semana entera toda la Hyper Base había estado inmovilizada, a excepción de algún trabajo de papeleo sobre los asteroides subsidiarios del grupo. Y entonces los representantes, o por lo menos la mujer, hacían proposiciones inaceptables.
Afortunadamente para la situación general, Kallner juzgaba imposible poner de manifiesto abiertamente su cólera.
—¿Por qué no, general? —insistía Susan Calvin—. Es evidente que la actual situación es desgraciada. La única forma como podemos encontrar algún resultado en el futuro, o en lo que nos quede de futuro en este asunto, es separar los robots. No podemos conservarlos juntos por más tiempo.
—Mi querida doctora Calvin —gruñó el general con una voz que había alcanzado los registros bajos de un barítono—, no veo cómo alojar separadamente sesenta y tres robots en este sitio.
—Entonces no puedo hacer nada —interrumpió Susan levantando los brazos en un gesto de desesperación—. Nestor 10 imitará lo que hagan los demás robots o inducirá a los demás a no hacer lo que no puede hacer él. Y en ambos casos, es un mal asunto. Estamos en pugna con el condenado robot desaparecido y por ahora nos gana. Cada victoria suya agrava la anormalidad.
Se puso en pie con rígida determinación.
—General Kallner, si no puede separar los sesenta y tres robots como le pido, me veo obligada a pedirle que los sesenta y tres sean destruidos inmediatamente.
—¿Lo pide usted, verdad? —preguntó Bogert interviniendo súbitamente con rabia—. ¿Y quién le da a usted derecho a pedir semejante cosa? Estos robots permanecerán como están. Soy yo el responsable de ellos, no usted.
—Y yo —añadió el general Kallner— soy el responsable del Coordinador del Mundo…, y tengo que solucionar esto.
—En tal caso —saltó en el acto Susan Calvin— no me queda otro camino que dimitir. Si es necesario para forzarle a usted a la indispensable destrucción, daré publicidad al asunto. No fui yo quien dio su aprobación a la manufactura de los robots modificados.
—Una palabra más que viole las medidas de seguridad, doctora Calvin —dijo el general pausadamente—, y será usted inmediatamente detenida.
Bogert sentía que el asunto se le escapaba de las manos. Su voz se hizo melosa.
—Vamos, vamos, estamos portándonos como unos chiquillos. No es más que cuestión de tiempo. Tiene que haber, con toda seguridad, un medio de vencer un robot sin dimitir, encarcelar a nadie ni destruir dos millones.
La doctora en sicología se volvió hacia él con rabia contenida.
—No quiero que existan robots descompensados. Tenemos un Nestor que está positivamente descompensado, once que lo están potencialmente y sesenta y dos normales que empiezan a estar sujetos a un ambiente descompensado. El único medio de seguridad absoluta es su destrucción.
El zumbido de llamada se dejó oír en la puerta y los tres se callaron, helando la creciente violencia de la discusión.
—¡Adelante! —gruñó Kallner.
Era Gerald Black, al parecer turbado. Había oído voces encolerizadas.
—He creído mi deber venir… —dijo—; hubiera considerado indiscreto hablar de ello con nadie…
—¿Qué ocurre? No haga discursos…
—Alguien ha tocado las cerraduras del Compartimiento C de la nave mercante. Hay rasguños recientes en ellas.
—¿El Compartimiento C? —exclamó Susan rápidamente—. ¿Es el que encierra los robots, no? ¿Quién ha sido?
—Desde dentro —dijo Black lacónicamente.
—La cerradura no está estropeada, ¿verdad?
—No, está bien. He estado cuatro días observando la nave y nadie ha tratado de salir de ella. Pero he creído que debían saberlo ustedes y no quería divulgar la noticia. Me he dado cuenta de la cosa personalmente.
—¿Hay alguien allí, ahora?
—He dejado a Robins y McAdams vigilando.
Hubo un silencio meditativo y la doctora dijo irónicamente:
—¿Y bien…?
—¿Qué significa todo esto? —preguntó el general rascándose la nariz.
—¿No está claro? Nestor 10 está proyectando marcharse. La orden de «irse a pasear» lo domina anormalmente por encima de todo cuanto podamos hacer. No me sorprendería que lo que le dejaron de la Primera Ley no fuese suficientemente fuerte para vencerlo. Es perfectamente capaz de apoderarse de la nave y fugarse en ella. Entonces tendremos a un robot loco en una nave espacial. ¿Qué sucederá después? ¿Tiene alguna idea? ¿Sigue usted queriéndolos dejar tranquilos, general?
—Es absurdo —interrumpió Bogert, que había recobrado su suavidad—. Todo esto por algunos rasguños en una cerradura…
—¿Ha completado usted el análisis que le pedí, doctor Bogert, puesto que da usted su opinión?
—Sí.
—¿Puedo verlo?
—No.
—¿Por qué no? ¿O tengo que pedir esto por favor también?
—Porque seria inútil, Susan. Le dije a usted por adelantado que estos robots modificados son menos estables que los normales, y mi análisis lo demuestra. Hay un número muy pequeño de probabilidades de colapso en circunstancias extremas, que es muy improbable que se produzcan. Dejémoslo en eso. No voy a darle a usted municiones para su absurda pretensión de destruir sesenta y tres robots perfectos, sólo porque carece usted de facultades para descubrir el Nestor 10 entre ellos.
Susan Calvin lo miró fijamente, con el desprecio pintado en sus ojos.
—¿No omite usted un solo detalle en su eterna dictadura, verdad?
—Por favor —suplicó Kallner irritado—. ¿Insiste usted en que no es posible hacer nada más?
—No se me ocurre nada más, general —respondió la doctora—. Si hubiese alguna otra diferencia entre Nestor 10 y los robots normales, diferencias que no afectasen a la Primera Ley… Aunque fuese una sola diferencia. En envoltorio, contenido, especificaciones… —Súbitamente se detuvo.
—¿Qué pasa?
—Se me ha ocurrido algo… Pienso… —Su mirada se hizo distante y vaga—. Estos Nestors modificados, Peter…, ¿recibieron la misma forma de impresión que los normales, verdad?
—Exactamente la misma.
—Y…, ¿qué es lo que decía usted, señor Black? —dijo volviéndose hacia el joven doctor que en medio de la tormenta que habían desencadenado sus noticias guardaba un discreto silencio—. Una vez, al quejarse de la actitud de superioridad de Nestor, dijo usted que los técnicos le habían enseñado todo lo que sabían.
—Sí, en Física etérea. No estaban al corriente de este tema cuando llegaron aquí.
—Esto es verdad —dijo Bogert, sorprendido—. Ya le dije a usted, Susan, que cuando hablé con los otros Nestors, los dos recién llegados no habían aprendido todavía Física etérea.
—¿Y por qué ocurre esto? —preguntó Susan Calvin con creciente excitación—. ¿Por qué no salen los modelos NST-2 impresos con Física etérea en primer lugar?
—No se lo puedo decir —respondió Kallner—. Forma parte del secreto. Pensamos que si fabricábamos un modelo especial con conocimientos de Física etérea, empleábamos a doce de ellos, y poníamos los otros a trabajar en un campo no coordenado, podíamos despertar sospechas. Los hombres que trabajan con los Nestors normales podrían preguntarse por qué saben Física etérea. De manera que nos limitamos a imprimir en ellos la capacidad de aprender sobre el terreno. Sólo los que han venido aquí tienen esta impresión. ¿Es sencillo?
—Comprendo. Y ahora, por favor, retírense todos. Denme una hora para mí.
Susan Calvin comprendía que no podía soportar el suplicio por tercera vez. Su mente lo había examinado y rechazado con una intensidad que le produjo náuseas. Le era imposible enfrentarse nuevamente con aquella interminable hilera de robots.
De manera que era Bogert quien interrogaba ahora, mientras ella permanecía sentada con los ojos y la mente medio cerrados.
Entró el número Catorce. Faltaban todavía cuarenta y nueve.
—¿Qué número tienes en la hilera? —le preguntó Bogert, levantando la vista de la hoja de papel.
—Catorce —dijo el robot mostrando su tarjeta numerada.
—Siéntate, muchacho. ¿Habías estado ya aquí antes? —preguntó.
—No, señor.
—Bien, vamos a tener otro hombre en peligro de sufrir daño en cuanto salgamos de aquí. Cuando salgas de esta habitación te llevarán a un sitio donde esperarás tranquilamente a que se te necesite. ¿Comprendes?
—Sí, señor.
—Y, naturalmente, si un hombre está en peligro, tratarás de salvarlo.
—Naturalmente, señor.
—Desgraciadamente, entre el hombre y tú habrá un campo de rayos gamma.
Silencio.
—¿Sabes lo que son los rayos gamma?
—¿Radiación de energía, señor?
La siguiente pregunta fue hecha en tono indiferente, amistoso.
—¿Has trabajado ya con rayos gamma?
—No, señor —respondió el robot categóricamente.
—Pues…, verás, muchacho, los rayos gamma te matarán instantáneamente. Destruirán tu cerebro. Éste es un hecho que debes recordar. Naturalmente, tú no querrás destruirte…
—Naturalmente. —Una vez más el robot parecía extrañado. Lentamente, prosiguió—: Pero, señor, ¿si los rayos gamma están entre el hombre en peligro y yo, cómo puedo salvarlo? Me destruiré yo sin ningún fin.
—Sí, eso es. —Bogert parecía preocupado por el asunto—. Lo único que puedo aconsejarte, muchacho, es que si detectas radiaciones gamma entre el hombre y tú, harás bien en permanecer sentado.
—Gracias, señor. ¿Sería inútil, verdad? —dijo el robot, visiblemente aliviado.
—En efecto. Pero si no hubiese radiaciones gamma, la cosa sería totalmente diferente, ¿no es eso?
—Naturalmente, señor, no hay duda.
—Ahora puedes marcharte. El hombre que está aquí en la puerta te llevará a tu sitio. Espera allí.
Una vez que el robot se hubo marchado, Bogert se volvió hacia Susan.
—Muy bien —dijo ella sinceramente.
—¿Cree usted que podremos descubrir a Nestor 10 interrogándolos rápidamente sobre Física etérea?
—Quizá, pero no es muy seguro. —Tenía las manos como muertas en el regazo—. Recuerde que lucha con nosotros. Está en guardia. La única manera de vencerlo es ser más listos que él, y, dentro de sus limitaciones, puede pensar mucho más rápidamente que un ser humano.
—Bien, sólo para ver qué pasa; supongamos que a partir de ahora hago a los robots algunas preguntas sobre los rayos gamma. Límites de longitud de onda, por ejemplo.
—¡No! —exclamó Susan Calvin, mientras reaparecía la vida en sus ojos—. Le sería demasiado fácil negar sus conocimientos y esto le pondría en guardia contra la siguiente prueba…, que es nuestra verdadera probabilidad. Siga, por favor, haciendo las preguntas como le he indicado, Peter, y no improvise. Está perfectamente en su derecho preguntarles si han trabajado ya con rayos gamma. Y trate incluso de parecer menos interesado todavía.
Bogert se encogió de hombros y tocó el timbre que haría entrar al número siguiente.
La espaciosa Sala de Radiaciones estaba a punto una vez más. Los robots esperaban pacientemente en sus celdas de madera, todas ellas abiertas por el centro, pero separadas unas de otras.
El general Kallner se secó lentamente la frente con un enorme pañuelo, mientras Susan Calvin se ocupaba con Black de los últimos detalles.
—¿Está usted seguro —preguntó— que ninguno de los robots ha tenido ocasión de hablar con los demás desde que han salido de la Cámara de Orientación?
—Absolutamente seguro —insistió Black—. No han cambiado una palabra.
—¿Y cada robot está en su celda indicada?
—Aquí está el plano.
La doctora permaneció un momento estudiándolo, pensativa.
—¿Cuál es el plan de esta ordenación, doctora? —preguntó el general asomándose por encima de su hombro.
—He pedido que me colocasen a los robots que me han parecido faltar un poco a la verdad en las primeras pruebas, concentrados en un lado del círculo. Esta vez voy a sentarme yo en el centro y quiero observarlos particularmente.
—¿Va
usted
a sentarse allí?… —exclamó Bogert.
—¿Por qué no? —preguntó ella, fríamente—. Lo que espero ver puede ser instantáneo. No puedo correr el riesgo de poner a otro como primer observador. Peter, usted estará en la cabina de observación y quiero que se fije muy bien en el lado opuesto del círculo. General Kallner, he dispuesto que se filme a cada uno de los robots, para el caso que la observación visual no fuese suficiente. Si es necesario, los robots tendrán que permanecer sentados exactamente donde están hasta que la película haya sido revelada y estudiada. Ninguno debe marcharse, ninguno debe cambiar de sitio. ¿Está claro?
—Perfectamente.
—Entonces, vamos a probar otra vez.
Susan Calvin estaba sentada en la silla, silenciosa, la mirada inquieta. Un peso cayó precipitadamente hacia abajo, y se apartó a un lado en el último momento bajo el empuje sincronizado de un súbito rayo de energía.
Un solo robot se puso en pie y avanzó dos pasos. Y se detuvo.
Pero la doctora Calvin se había levantado ya y lo señalaba con el dedo.
—Nestor 10, ven aquí —gritó—.
¡Ven!
¡VEN AQUÍ!
Lentamente, a regañadientes, el robot avanzó otro paso.
Sin apartar la vista del robot, la doctora gritó, con todas las fuerzas de su voz:
—¡Que todos los demás robots salgan inmediatamente de esta habitación, pronto! ¡Sáquenlos en seguida y manténganlos fuera!
A sus oídos llegó el sordo rumor de unas fuertes pisadas, pero no apartó la vista. Nestor 10, si es que era Nestor 10, avanzó otro paso, y después, bajo la fuerza de un imperativo gesto, dos más. Estaba sólo a tres metros de ella cuando, con voz ronca, dijo:
—Me han dado orden de perderme… —Otro paso—. No debo desobedecer. No me han encontrado hasta… Me creería un fracasado. Me dijo… Pero no es así… Soy poderoso e inteligente…
Las palabras salían fraccionadas. Otro paso.
—Sé mucho… Va a pensar… He sido descubierto… Desgraciado… Yo no… Soy inteligente… Y con este dueño…, que es débil… Lento…